miércoles, 30 de mayo de 2018

La biografía de una mala idea

Si leen el subtítulo —Historia global de los campos de concentración— ya sabrán de que va el libro de la periodista de USA Today Andrea Pitzer Una larga noche (One Long Night, 2017; La esfera de los libros, 2018), un relato estremecedor sobre el mal sin límites de que es capaz el hombre a través de la historia cronológica y geopolítica de los centros de internamiento de todo el mundo. Por el libro desfilan todos los lugares, espacios o edificaciones levantadas al efecto, cuya finalidad era —y es todavía en algunos lugares— vigilar y castigar. Los nombres que más escalofríos producen son los de Bloemfontein (Ciudad del Cabo), Shark Island (actual Nambia), Douglas (Isla de Man), Solovoki, Dachau, Auschwitz, Abu Ghraib  (Irak), The Salt Pit (Afganistán) y Guantánamo (Cuba), donde los prisioneros —todos musulmanes— que están a la espera de juicio no sólo son tratados mucho peor que los criminales convictos de los más atroces crímenes que pueblan las cárceles de los Estados Unidos, sino que “la lógica turbia de Guantánamo insiste en querer seguir adelante como si el pasado no existiera”. Al parecer, la historia de los campos de concentración comenzó con una idea que se le ocurrió al general Valeriano Weyler y Nicolau, marqués de Tenerife, para frenar el levantamiento independentista cubano de 1895. Weyler, en aquel entonces capitán general de Cuba, como antes lo había sido de Canarias entre 1878 y 1883, ideó la estrategia de “reconcentrar” a los campesinos cubanos dentro de las murallas y fortificaciones de las ciudades con guarnición militar con el objetivo de aislar a los insurrectos en las zonas rurales: “Las tropas se presentaban en las casas y, a los más afortunados, les concedía unas horas de plazo para unirse al resto de los detenidos. A punta de bayoneta, adultos, niños y ancianos comenzaban su traslado hacia los destinos asignados [...] convertidos en mundos cerrados. Los desplazados solían llevarse con ellos lo que podían,  y lo dejaban atrás quedaba en manos de los soldados, que lo quemaban o lo arrasaban. Incluso los enseres que habían conseguido llevar consigo no podían conservarlos durante mucho tiempo. La gente de las ciudades, molesta por tener que dejar espacio a los desplazados, y sospechando de sus verdaderas intenciones políticas, a veces confiscaban sus posesiones a la llegada como pago por la generosidad de acogerlos”. La estrategia defensiva de Weyler sólo sirvió para acrecentar el número de muertos en el conflicto y legitimar el horror que nunca debió haber existido. El resto es historia sabida, relato viejo de horrores —y errores— sin cuento, o como escribe Pitzer, la "biografía de una mala idea" que los nazis hicieron suya de todas las maneras imaginables.




 “La piel del planeta tiene las cicatrices de los campos de concentración y de las ruinas de los campos de concentración. Ni siquiera contando con la ventaja del espacio exterior es posible verlos todos. Siempre hay un lugar que se oculta, en el extremo más alejado del globo, donde los inocentes y los culpables y los que no son ni una cosa ni otra permanecen atrapados y juntos durante un tiempo, por ahora, o para siempre”.

Andrea PitzerUna larga noche


sábado, 26 de mayo de 2018

Gente que se quiere morir

Decía Juan Goytisolo que “hay que someter las novelas, las novelas que una vez nos gustaron, a la prueba de la relectura; dejarlas cumplir años y repasarlas para comprobar si han envejecido o conservan intactos los elementos y rasgos que en su tiempo nos cautivaron”. La primera novela larga de Horace McCoy, ¿Acaso no matan a los caballos? (They Shoot Horses, Don't They?, 1935; Navona, 2018), con 83 años a la espalda, sigue dando lecciones de modernidad e innovación en un género tan mal entendido y prejuzgado como la novela negra. A principios de los años veinte, la profundidad literaria y el peso específico de las novelas de Dashiell Hammett (Cosecha roja, El halcón maltés, La llave de cristal) habían convertido al relato policíaco en una especie de campo minado del que era imposible escapar, pues cuanto más trataba uno de diferenciarse, más asimilaba la lógica del modelo. De cómo McCoy escapó de este campo minado da cuenta precisamente ¿Acaso no matan a los caballos? —llevada al cine por Sydney Pollack en 1969, con el título Danzad, danzad, malditos—, donde el autor americano no sólo prescinde de la figura del detective privado, sino que además introduce el derecho a morir como efecto directo de una sociedad en quiebra económica y ética. En una América duramente castigada por la Gran Depresión, Robert Syverten, un aspirante a director, y Gloria Beatty, una mujer que ya no espera nada de la vida, intentan sobrevivir en la jungla de Hollywood trabajando de lo que sea: figurantes, actores, concursantes en un maratón de baile. Su pasatiempo favorito es sentarse en un pequeño parque, oscuro y silencioso: “Vayamos a sentarnos y a odiar a un montón de gente”. La novela está narrada en un largo flashback —un recurso muy utilizado en el cine negro: Laura de Otto Preminger, Perdición de Billy Wilder, Recuerda de Alfred Hitchcock, Retorno al pasado de Jacques Tourneur, Historia de un detective de Edward Dmytryk, El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder— que se desarrolla a partir de la sentencia que condenará a muerte al protagonista por haber matado a su compañera de un tiro en la sien, movido por un sentimiento compasivo: evitarle el dolor de vivir. En ¿Acaso no matan a los caballos?, en la magnífica versión de Enrique de Hériz, estamos más cerca de la literatura de Albert Camus que de las novelas de Dashiell Hammett. McCoy pinta una realidad minimal en la que no hay sorpresas, ni siquiera perturbación, sólo hastío y pequeñez, que parece invocar un parentesco con las principales obras existencialistas del escritor francés. McCoy volvió sobre el tema del falso brillo de Hollywood en su tercera novela, Debería haberme quedado en casa (I Should Have Stayed Home, 1938; Akal, 2010) también traducida como Luces de Hollywood—, que comienza con estas premonitorias palabras: "Estaba solo, asustado y sin amigos en la ciudad más terrorífica del mundo".




 “Me parece muy peculiar —siguió hablando ella— que todo el mundo preste tanta atención a la vida y tan poca atención a la muerte. ¿Por qué se pasan el tiempo esos científicos tan poderosos jodiendo para encontrar cómo prolongar la vida, en vez de buscar maneras agradables de terminar con ella? En este mundo tiene que haber un montón de gente como yo, gente que se quiere morir pero no tiene el valor”.

Horace McCoy, ¿Acaso no matan a los caballos?


miércoles, 23 de mayo de 2018

El personaje más inolvidable que he conocido

Como no creo que haya ningún lector al que tenga que convencer a estas alturas de la importancia del escritor americano Philip Roth, muerto esta madrugada a los 85 años y eterno candidato al Premio Nobel de Literatura —este año no deberían otorgarlo para honrar memoria, en lugar de por los escándalos de abusos sexuales que han captado la atención mundial—, no voy a insistir sobre el tema; sólo para recordar que es el autor de una de las novelas más divertidas y demoledoras de la literatura americana. Si las primeras líneas de un libro se bastaran por sí solas para invitar al lector a que prosiga en su propósito de leerlo hasta el final, las de El lamento de Portnoy —traducido también como El mal de Portnoy (Portnoy’s Complaint, 1969; Debolsillo, 2012)—, serían de lo más efectivo: “La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa a tiempo para pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban su poderes. Y, también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a suponer un alivio, de todas formas, aunque yo no cejara en el intento”. Estas primeras líneas de El lamento de Portnoy, encabezadas por el título del capítulo, El personaje más inolvidable que he conocido, despejan cualquier incógnita: su autor es un hombre intoxicado de aprensiones y literatura, especialmente de Salinger, cuya novela El guardián entre el centeno acababa de leer cuando comenzó la redacción de la suya, en el mismo tono directo y confesional. Mordaz hasta el sarcasmo pero también tierna cuando la situación lo requiere, El lamento de Portnoy narra la historia de un adolescente judío que, asfixiado por una madre arpía y un padre afectivamente ausente, se masturba de manera compulsiva como liberación de la “opresión” familiar, pero sobre todo como respuesta a las inhibiciones y a los tabúes sexuales predominantes en los años 40 y 50 del siglo pasado. Alexander Portnoy es un personaje muy querido para mí —al igual que Holden Caulfield, de El guardián entre el centeno, aunque como escribió Claudia Roth Pierpont en Roth desencadenado: “Si Holden Caulfield se comportó jamás así, no nos lo contó”—, y especialmente importante en la obra de Roth. De hecho, si tuviera que hacer una clasificación, Portnoy estaría en los primeros puestos con Nathan Zukerman (Mi vida como hombre, El escritor fantasma, Pastoral Americana) y David Kepesh (El pecho, El profesor del deseo, El animal moribundo). Roth murió sin conseguir el Nobel. Otro golpe —bajo— al sueño americano.




 “Estoy diciéndole, doctor, que con estas chicas no es tanto que les meto la polla a ellas: más bien se la meto a sus antecedentes familiares: como si así, a base de polvos, fuese a descubrir América. Conquistar América, digamos, con más propiedad. Colón, el capitán Smith, el gobernador Winthrop, el general Washington y, ahora, Portnoy. Como si mi destino manifiesto consistiese en seducir a una chica de cada uno de los cuarenta y ocho Estados”.

Philip Roth, El mal de Portnoy


domingo, 20 de mayo de 2018

School shooting

Disparar sobre los compañeros de clase se ha convertido en Estados Unidos en el deporte nacional en los últimos tiempos. El viernes pasado se registró un nuevo tiroteo en un instituto de Santa Fe, en el sureste de Texas. El presunto autor, Dimitrios Pagourtzis, un estudiante de 17 años del propio instituto, acabó con la vida de nueve alumnos y un profesor. Cada vez que salta la noticia de una matanza de estudiantes, las ventas de armas se disparan, así como la de novelas que hablan de tiroteos en institutos públicos: Un cabo suelto (My Loose Thread, 2002; El tercer hombre, 2006) de Dennis Cooper, Vernon Dios Little (Vernon God Little, 2003; Destino, 2004) de DBC Pierre, Hey Nostradamus! (2003; inédita en España) de Douglas Coupland, Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2003; Anagrama, 2007) de Lionel Shriver, Proyecto X (Project X, 2004; Tropismos, 2005) de Jim Shepard, Diecinueve minutos (Nineteen Minutes, 2007; Zenith, 2007) de Jodi Picoult o Hijo único (Only Child, 2018; Harper Collins Ibérica, 2018) de Rhiannon Navin, que han dado lugar ya a un nuevo género, el school shooting. Un género nacido al calor de la matanza de Columbine —perpetrada por Eric Harris y Dylan Klebold en 1999—, la cual se repite cada cierto tiempo por imitación, según la autora de Tenemos que hablar de Kevin: “Cada vez que se produce una noticia de este tipo, se multiplican las posibilidades de que se produzca una nueva matanza. En lo fundamental, todos estos sucesos no son sino crímenes por imitación, sin excepción alguna. Los tiroteos en los recintos estudiantiles son en la actualidad un género en sí mismos, igual que lo son en literatura, una de cuyas referencias soy culpable de haber escrito”. El protagonista de la novela de Shriver, Kevin, tiene 15 años y es un monstruo, no hay otra palabra para describir a un adolescente que no conoce la empatía ni ningún otro tipo de sentimiento afectivo. Eva, su madre, vive sumida en la culpa, no sólo por haber convertido su vientre en una prisión agresiva durante el embarazo, reaccionando de la misma forma que lo haría ante una enfermedad o un tumor, sino por el destino final de Kevin, encarcelado por haber cometido una matanza en su colegio. Un acto de violencia tan irreparable como el tiempo que tarda Peter Houghton, el protagonista de Diecinueve minutos, en llevarlo a cabo: “Diecinueve minutos es el tiempo que tardas en cortar el césped del jardín de delante de tu casa, en teñirte el pelo, en ver un tercio de un partido de hockey sobre hielo. [...] Es lo que se tarda en ir en coche desde la frontera del Estado de Vermont hasta la ciudad de Sterling, en New Hampshire. En diecinueve minutos puedes pedir una pizza y que te la traigan. Te da tiempo a leerle un cuento a un niño, o a que te cambien el aceite del coche. Puedes recorrer un kilómetro y medio caminando. O coser un dobladillo. En diecinueve minutos, puedes hacer que el mundo se detenga, o bajarte de él. En diecinueve minutos, puedes llevar a cabo tu venganza”. Tanto Diecinueve minutos como Tenemos que hablar de Kevin sacan a la luz una de las pesadillas más terribles —y más comunes— de Estados Unidos: la violencia desde dentro. Hay que leerlas con los ojos bien abiertos. Hacia el mundo y hacia los hijos.




 “Los niños viven en el mismo mundo que nosotros. Que nos engañemos suponiendo que podemos protegerlos de él, además de ingenuo es pura vanidad”.

Lionel Shriver, Tenemos que hablar de Kevin


jueves, 17 de mayo de 2018

El 68 y la tía Sadie

“Arder es un arte. También lo es quemar”, dice la protagonista de El libro de Joan, primera incursión en la ciencia ficción de la escritora americana Lidia Yuknavitch. Si hubo un tiempo en el que quemar fue un arte revolucionario, como antes había existido un arte feudal, sin duda fue el de Mayo del 68. En París, Praga, Tlatelolco y Chicago, las calles ardieron, se montaron barricadas y la juventud se movilizó para gritar: “No te fíes de nadie mayor de cuarenta años”. La brecha generacional que se abrió en Mayo del 68 no sólo fue la más grande de la historia, sino también la que más eslóganes dejó para la posteridad. Uno de esos eslóganes llamó la atención más que otros. Do it! (¡Hazlo!) se escuchó gritar a un puñado de yippies mientras ocupaban las calles y los alrededores del Anfiteatro Internacional de Chicago donde se celebraba la Convención Nacional Demócrata de 1968. De lo que sucedió en aquellos días en los que se forjó el movimiento yippie —término derivado de las siglas de Youth Internacional Party—, dio cuenta Jerry Rubin en ¡Hazlo! Escenarios de la revolución del 68 (DO IT!: Scenarios of the Revolution, 1970; Blackie Books, 2010 [2018]), un libro que invita a tomar las calles, si no estuvieran ya tomadas por colectivos y movimientos sociales de todo tipo: feminista, ecologista, pensionista, okupa, LGTB, Xnet, 15MpaRato, antiglobalización, etcétera. Pese a que nadie se tomó en serio el libro de Rubin —lean los títulos de los capítulos de este clásico incendiario y no tendrán ninguna duda de que el activista y posteriormente broker no disparaba con balas de fogueo: Cualquier capullo puede presentarse a alcalde, El dinero es una mierda: quemar dinero, saquear y hurtar en tiendas te puede colocar, Liberad a los presos y encarcelad a los jueces, Quemad las escuelas, A Dios que lo follen—, su diatriba contra Amérika enfureció tanto a los demócratas como a los republicanos, aunque no tanto como a su tía Sadie, a la que Rubin dedica estas palabras: “Los amerikanos son puritanos. A los amerikanos les da miedo el sexo. Amérika ha creado una prisión sexual donde los hombres creen que tienen que ser superhombres y están obligados a ver la sensibilidad como flaqueza. [...] Tía Sadie, no te lo vas a creer, pero en cuanto a tu cuerpo, eres una carca. [Nosotros] amamos nuestros cuerpos. A veces hasta nos olisqueamos el sobaco”. ¡Hazlo!, a la manera de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, es el reflejo cultural de unos tiempos convulsos que Rubin vivió como testigo y principal protagonista —junto a otro grande de la contracultura más rabiosa, Abbie Hoffman, que el 24 de agosto de 1968 paralizó la Bolsa de Nueva York arrojando 200 billetes de un dólar entre los operadores causando un caos que llegó hasta los mercados financieros del otro lado del Atlántico—, y que modificaron drásticamente la forma en que nos vemos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea.




“Crecer significa recoger basura. Mantenerse joven significa deshacerse de la basura que vas recogiendo. Yo propongo permitir el voto a partir de los cinco años y retirárselo a quien tenga más de cuarenta, a menos que sea capaz de vomitar toda la basura que lleva encima”.

Jerry Rubin, ¡Hazlo! Escenarios de la revolución del 68


martes, 15 de mayo de 2018

La historia más triste

Decía W.H. Auden —cito de memoria— que a través de los libros los muertos nos hablan alterando la entraña de los vivos. En Malva (Malva, 2017; Rey naranjo, 2018), primera novela de la escritora holandesa Hagar Peeters, la  protagonista que ya ha muerto habla directamente a sus lectores. Malva Marina Trinidad del Carmen Reyes, hija de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido como Pablo Neruda, tiene una historia desgarradora y muy triste que contarnos. Utilizo el presente a propósito porque el libro está vivo y ella también tendría que estarlo, pero no lo está. Murió a los ocho años en Gouda, en 1943. Malva nació con hidrocefalia severa y fue rechazada por su padre a los dos años. El poeta chileno no sólo la abandonó y la olvidó sin mayores remordimientos, sino que dijo de ella a una amiga de Buenos Aires, Sara Tornú: “Mi hija, o lo que yo denomino así, es un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma”. A lo que Malva, en la novela, responde desde el más allá: “El punto y coma es el símbolo por excelencia de la ambivalencia; contiene lo definitivo del punto, por un lado, y la continuidad de la coma, por el otro. Con semejante duplicidad este signo hace justicia a la duplicidad de la vida y a mis sentimientos hacia mis progenitores. [...] El punto y coma está en peligro de extinción ahora que ya casi nadie sabe dónde colocarlo. Ha quedado en desventaja frente a otros signos de puntuación, tal como me sucedió a mí, que como ser humano fui relegada por mis semejantes”. Al contrario que Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, que se negaba a contar “qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield”, Malva va desmenuzando hechos fundamentales e íntimos de la vida de sus padres, así como de la de otros niños rechazados por sus famosos progenitores: “Ahora que estoy muerta tengo aquí en esta región del más allá a unos cuantos amigos, entre los que se encuentra Óscar Matzerath, ya sabes, el enano gracioso de la novela de Günter Grass con su tambor de hojalata. Y también Lucía (la hija de James Joyce, supuestamente esquizofrénica) y Daniel (el hijo de Arthur Miller; síndrome de Down). Miradnos aquí sentados a la mesa, los cuatro juntos, inocentes y sumisos; babeando un poco al comer”. Con un estilo sencillo y depurado, y un planteamiento ajeno a los géneros biográficos en boga, Peeters, que por edad no pudo conocer a los personajes que retrata, es capaz sin embargo de evocar sus vidas con una sorprendente exactitud y vivacidad. Malva es una obra que pone al descubierto las flaquezas del premio Nobel, la cobardía frente a la enfermedad y la sumisión a los dictados de la fama. Una novela de triste y delicada belleza.




“Yo estaba condenada por mucho que luchara heroicamente por mi vida. Mi padre lo sabía y no soportó la idea. Sólo toleraba la muerte si esta era resultado de una valiente lucha, no la sobrevenida a pesar de una lucha que además estaba perdida de antemano. [...] Mi muerte no tuvo nada de esperanzadora. Yo no morí por algo superior o por una causa, yo no sacrifiqué mi cuerpo sano por la patria. [...] No se cosechaban honores en la poesía describiendo mi vida, mi enfermedad o mi muerte. Conmigo no se cosechaban honores. Ni un amén siquiera”.

Hagar Peeters, Malva


sábado, 12 de mayo de 2018

¿Lo verde empieza en los Pirineos?

En 1973, la película Lo verde empieza en los Pirineos se convirtió en uno de los mayores éxitos de taquilla de la España del tardofranquismo. La cosa tenía mérito, ya que no se trataba de una película sobre la pérdida de vida salvaje y de hábitats naturales —en peligro hoy en día a causa de la mano del hombre—, sino sobre tres amigos que iban a Biarritz para ver películas prohibidas por la censura española: El último tango en París de Bernardo Bertolucci, La gran comilona de Marco Ferreri o La naranja mecánica de Stanley Kubrick. Vista hoy, el mayor valor de la película de Vicente Escrivá está en el título, que ilustraba acerca las prácticas eróticas reprimidas por el régimen franquista. Ahora bien, dando a la palabra su noble sentido ecológico, hoy en día podríamos decir que lo verde empieza en los confines del universo, como predijo Ursula K. Le Guin en The Word for World Is Forest (La palabra para mundo es bosque, traducida en España como El nombre del mundo es bosque, en la versión canónica de Matilde Horne). La novela de Le Guin narra la historia de Nueva Tahití, un planeta a años de luz de la Tierra, cuya superficie está prácticamente cubierta de bosques: “Todo lo que había aquí había sido traído de la Tierra alrededor de un millón de años atrás, y la evolución había seguido pautas tan similares que uno reconocía inmediatamente cada especie: pino, roble, nogal, castaño, abeto, acebo, manzano, fresno”. No es difícil ver en El nombre del mundo es bosque una parábola sobre el destino de todas las empresas humanas: la extinción. Si no se pone remedio, a la larga la palabra para mundo será desierto. Por eso, debemos saludar cada nuevo libro de Errata naturae con inmensa alegría. La editorial madrileña, referente en libros salvajes que invitan al escapismo campestre, acaba de publicar La frontera salvaje (A Tour on the Prairies,1835) de Washington Irving, y Desde esta colina (On this Hilltop, 1991) de Sue Hubbell, quien ya nos había dejado un grato sabor a miel con Un año en los bosques (A Country Year. Living the Questions, 1983), una obra sembrada de pequeños e inopinados momentos de epifanía. En Desde esta colina volvemos a encontrar a una mujer consumada en su vocación de horticultora, que pasa del intimismo a la euforia y hace que ambas parezcan la misma cosa.




“Una noche de este verano estaba tendida en la cama sin poder dormirme cavilando sobre la habilidad de los calabacines para crecer de manera tan rápida y excesiva a partir de diminutos nódulos verdes hasta convertirse en frutos de sesenta centímetros de largo. Me levanté para intentar pillarlos por sorpresa y salí de puntillas al huerto bañado por la luz de la luna con los pies mojados por el rocío. Pero se ve que los calabacines tienen muy buen oído, porque, cuando llegué hasta ellos, dejaron de crecer, se contuvieron y fingieron ser sólo calabazas de verano de tamaño normal. A la tarde siguiente, eran frutos hinchados y descomunales, sólo aptos para alimentar a las gallinas, que también empezaban a aborrecerlos”.

Sue Hubbell, Desde esta colina


martes, 8 de mayo de 2018

Una historia de violencia

Suponiendo que un habitante del futuro —en el caso de que llegue a haberlo, futuro me refiero, para nuestro planeta— se propusiera catalogar lo que fueron las costumbres, los llamados gustos populares y la estética dominante en el Nueva York de la última década del siglo XIX, no tendría que esforzarse demasiado si pudiera ver El alienista: en esta serie de televisión basada en la novela homónima de Caleb Carr (The Alienist, 1994; Ediciones B, 1995 [2017]), emitida por Neflix España, hallaría una muestra completa de todo eso. Hay en El alienista un deseo manifiesto de servir de idea —bastante común en el cine catastrofista de los últimos años— de mostrar el apocalipsis, o cierto sentido popular de lo apocalíptico, desde un punto de vista exclusivamente visual. Sólo una ciudad como Nueva York, parecen querer decir sus creadores —entre los que se encuentra Cary Joji Fukunaga, el director de la abracadabrante True Detective—, está llamada a ilustrar el único apocalipsis posible: el creado por ella misma. Un apocalipsis elaborado a su imagen y semejanza: casas insalubres, violencia callejera, corrupción policial, prostitución infantil, movimientos obreros, inmigrantes hacinados, pobreza extrema y un largo etcétera que podría resumirse en la práctica corriente de la patada al prójimo. Con este caldo de cultivo, no es de extrañar que surjan conductas violentas (“Nunca ha sido tan fácil entender la mentalidad de un anarquista cargado con una bomba como cuando uno se encuentra en medio de una aglomeración de damas y caballeros que poseen el dinero, y la osadía, de considerarse la Alta Sociedad de Nueva York”) y asesinos en serie, como John Beecham, al que intentan por todos los medios dar caza el alienista (psicólogo) Laszlo Kreizler y su buen amigo John Schuyler Moore, reportero y dibujante de The New York Times. Para llevar a término esta tarea, cuentan con la ayuda de Sara Howard, la primera mujer policía de Nueva York, y los gemelos judíos Marcus y Lucius Isaacson, pioneros en las nuevas técnicas de investigación criminal. No obstante, El alienista no cuenta sólo una historia de violencia —o de violencias—, ofrece un imponente retrato de la América de fin de siècle, con la forja del sueño americano a la vuelta de la esquina y los monstruos (*) acampando a sus anchas en tabernas y prostíbulos masculinos, en una atmósfera nocturna y clandestina, regida por unas leyes morales (e incluso físicas) totalmente ajenas a lo común. Sí, voy a soltarlo antes de que me arrepienta: olvídense de Gangs of New York de Martin Scorsese, El alienista es brutalmente superior.




“Éste no es un hombre que odie a los niños, ni que odie a los homosexuales, ni que odie a los muchachos que se prostituyen vestidos de mujer. Es un hombre de gustos muy especiales. [...] Puede que sea homosexual, o tal vez pedófilo, pero la perversión dominante es el sadismo, y la violencia parece mucho más característica de sus contactos íntimos que lo que puedan ser sus sentimientos sexuales o amorosos. Es posible que ni siquiera sea capaz de distinguir entre violencia y sexo. Lo seguro es que cualquier excitación parece traducirse inmediatamente en violencia”.

Caleb Carr, El alienista


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(*) La noción de monstruosidad a la que se alude en la novela de Carr es demasiado compleja como para que pueda tratarla aquí con detalle. Ante todo, habría que decir que Kreizler no se toma el término a la ligera: “Kreizler hizo hincapié en que nada bueno se obtendría concibiendo a semejante individuo como un monstruo, pues con toda certeza era un hombre (o una mujer), y este hombre, o esta mujer, alguna vez había sido un niño. En primer lugar teníamos que conocer a ese niño, a sus padres, a sus hermanos, todo su mundo. Era inútil hablar sobre la maldad, la barbarie y la locura; ninguno de tales conceptos nos aproximaría más a él. En cambio, si lográbamos captar en nuestra imaginación a la criatura humana, entonces podríamos capturar al hombre”.


sábado, 5 de mayo de 2018

El maestro de almas

“¿Verdad, Didi, que siempre hay algo que nos da la sensación de existir?”. Esta célebre frase de Esperando a Godot de Samuel Beckett me viene a la cabeza cada vez que leo a Henry James. James fue amigo de Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Edith Wharton, Iván Turguénev, Gustave Flaubert, Guy de Maupassant, Alfred Tennyson, George Eliot y Ruyard Kipling, entre otros autores que marcaron la vida literaria de su tiempo, las últimas décadas del siglo XIX. Las obras de este maestro de almas eran motivo de admiración no sólo entre sus amigos, sino incluso para los autores nuevos o rivales. Hoy, James sigue suscitando el mismo interés, si no más, tal y como lo demuestra la continua reedición de sus novelas y relatos —el último libro en aparecer en España ha sido el primer volumen de sus Cuentos completos, publicado por Páginas de Espuma—, así como también las ficciones protagonizadas por el autor de Retrato de una dama, como ¡El autor, el autor! (Author, Author, 2004; Anagrama, 2006) de David Lodge, La mecanógrafa de Henry James (The Typewriter's Tale, 2005; Gatopardo, 2017) de Michiel Heyns o The Master (The Master, 2004; Lumen, 2018) de Colm Tóibín, de la que ya existía una edición de 2006 en Edhasa, con la misma traducción de María Isabel Butler de Foley, y que ahora reedita el sello catalán. ¿Quieren disfrutar con The Master? ¿Si? En tal caso, les aconsejo que, al igual que con las novelas de James, no se impongan un plazo de tiempo para acabar la proeza de su lectura. The Master es una novela que alza el vuelo libremente por encima de la extensa bibliografía jamesiana como una golondrina sobre la bandada. En ella Tóibín se adentra en la vida de James como nadie lo había hecho hasta ahora, recreando sus dudas, sus deseos y sus conflictos internos que le llevaron a tener una vida enteramente casta, pese a los insistentes rumores de homosexualidad. Si bien Tóibín no se aventura a afirmar que James era homosexual, sugiere que, al menos, tenía sentimientos homoeróticos. Cuando Oscar Wilde es acusado de “sodomita”, James sigue con preocupación el proceso contra el autor irlandés que ha provocado que los homosexuales londinenses crucen el Canal. Un amigo, el poeta y crítico inglés Edmund Gosse, le pregunta a James si él tiene algún motivo para marcharse también: “Me pregunto si tú, si tal vez...” James lo niega categóricamente: “No. Tú no te preguntas. No hay nada que preguntarse”. Pero la pregunta ha sido hecha. Y en los años venideros, repetidamente. En The Master, James no se diferencia de cualquiera de sus personajes, agobiados por un exceso de realidad o de conciencia. Ser consciente significaba para James prestar atención no sólo a lo que ocurría en el exterior, sino también en el interior de uno mismo. Etimológicamente el término “consciente” viene del latín “conscientis”, que significa “el que entiende algo completamente”. El James de Tóibín podría hacer suya la frase de Saul Bellow: “La vida sin explicación no vale la pena ser vivida, y la vida con explicación es insoportable”. James ayudó a mostrarle a su siglo y al nuestro la importancia del conocimiento unida a la emoción del arte.




“Para Henry, el cementerio, más que ninguno de los monumentos de la ciudad u obras de arte o edificios y calles o carreteras famosas, era el lugar donde el arte y la naturaleza se habían combinado con más sonoridad y resonancia. [...] En este cementerio, por el que caminaron una vez más, sintió, como nunca hasta entonces, que el estado de no saber y no sentir propio de los muertos era lo más cercano a la felicidad total”. 

Colm Tóibín, The Master


martes, 1 de mayo de 2018

Primer amor, últimos ritos

El idilio entre el escritor argentino Pedro Mairal y el sello catalán Libros del Asteroide continúa, y esperemos que por mucho tiempo. Después del éxito de su novela La uruguaya (2016; Libros del Asteroide, 2017), que le valió en España el Premio Tigre Juan en 2017, Mairal vuelve con Un noche con Sabrina Love (1998; Libros del Asteroide, 2018), aunque no se trata de un nuevo título, sino de su primera novela por la que recibió en Argentina el Premio Clarín en 1998. Al igual que La uruguaya, lo primero que llama la atención de su sonado debut literario —en el jurado estaban nada menos que Adolfo Bioy Casares, Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante— es la austeridad estilística, la despreocupación y la simplicidad con la que parece haber sido escrita. Una noche con Sabrina Love es una novela discreta, casi indolente, si no fuera porque la vida duele, la vida escuece, la vida oprime, la vida aplasta. Vivir es saber elegir, dice Baltasar Gracián. En Las palmeras salvajes, William Faulkner hace elegir a su protagonista entre el dolor y la nada. Harry Wilbourne elige el dolor. En Una noche con Sabrina Love, Daniel Montero, un joven de diecisiete años, elige la nada cotidiana de Curuguazú, un pueblo perdido de la provincia de Entre Ríos rodeado por kilómetros de nada, pero no sin antes haber conocido la alegría y el dolor del primer amor. Ese sentimiento por el que hacemos toda clase de locuras. Después de ganar un concurso convocado por el programa de la estrella porno Sabrina Love, Daniel emprende un largo viaje a Buenos Aires para conocer a la starlette televisiva. Su ensoñación adolescente no sólo le llevará a adentrarse en la realidad de la urbe bonaerense (“Acá es todo fútbol, todo barra brava. Dicen que el argentino es de tener amigos porque no le gusta estar solo, son macanas, el argentino para lo único que necesita al otro es para putearlo”), sino también a comprometerse, en última instancia, con su realidad familiar y personal. De hecho no hay otro nervio central que el propio desarrollo de Daniel desde su deseo de perder la virginidad con Sabrina Love hasta el inevitable encontronazo con la realidad circundante. Si en su momento este bildungsroman que hace suyos los estereotipos enseñados desde el cine y la televisión funcionó —y todavía funciona veinte años después de su publicación— es porque Mairal supo capturar el angst de una generación incapaz de conjugar el angst si no es a través del sexo como vía de escape. Hay pocos libros donde el rito de paso de la adolescencia a la vida adulta se percibe como una subjetividad asombrosa y asombrada. Una noche con Sabrina Love es uno de esos casos excepcionales. Si tuviese que traer a colación algún otro, salvando las distancias, las infancias y los contextos socioculturales, sería Mi planta de naranja lima de José Mauro de Vasconcelos y Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas.




“El disfraz a veces no oculta sino que revela... revela lo que uno es, o se considera que es, o tiene miedo de ser, o le gustaría ser y no se anima”. 

Pedro Mairal, Una noche con Sabrina Love