lunes, 27 de enero de 2020

La caída de América

Los libros que no se ajustan a los cánones pueden resultar a veces embarazosos, molestos, incómodos, pero a menudo acaban por fascinarnos más que los que son abiertamente solícitos. Pensaba en esto el otro día después de conocer que en marzo llegará a las librerías españolas una nueva edición de American Psycho (American Psycho, 1991; Literatura Random House, 2020) de Bret Easton Ellis, coincidiendo con la publicación de su último libro, Blanco (White, 2019; Literatura Random House, 2020), donde el enfant terrible —o el superpijo como lo han calificado algunos de sus detractores— de la literatura americana revisita su adolescencia en Los Ángeles en los años 70, recuerda las reacciones furibundas en torno a American Psycho y sobre todo reflexiona sobre sus filias y fobias. El interés de American Psycho radicaba, y todavía radica, precisamente en eso: no es un libro estándar, es esquivo, áspero y extrañamente seductor y quizás por eso más duradero, por mucho que la célebre crítica de The New York Times Michiko Kakutani se empeñe en acusar a Ellis de dedicar en sus obras "tanto tiempo a hacer la crónica de un mundo que él mismo parece reconocer que es vacío, mercenario, cínico y sin sentido: un mundo que adora y que desmitifica a la vez”. American Psycho se abre con una cita de la banda Talking Heads: “Y mientras las cosas se caían a pedazos nadie prestaba mucha atención”. Todavía faltan diez años para el derrumbe de las Torres Gemelas, pero la caída de América ya ha comenzado por sus lugares más selectos —Tunnel, D’Agostino’s, Nell’s, Harry’s—, a los que acude el protagonista Patrick Bateman después de cometer sus brutales y horrendos crímenes: “En la cocina trato de hacer filetes con la carne de la chica, pero la tarea se vuelve frustrante y me paso la tarde untando las paredes con ella, masticando los trozos de piel que le arranqué del cuerpo”. Bateman es un broker de Wall Street misógino, racista y homófobo, versado en ropa de diseño y accesorios, a los que a menudo recurren sus colegas cuando desean aclarar alguna duda sobre qué es adecuado y qué no lo es. Al igual que en Menos que cero —su novela debut de 1985 que hizo saltar todas las alarmas—, en American Psycho Easton Ellis no puede evitar ser el ventrílocuo de un grupo de hombres blancos y privilegiados* como él, cuyas vidas se ordenan siguiendo los deseos más básicos y las pulsiones más primarias. Si tuvieran un escudo de armas, ese sería el ex-libris que Scott Fitzgerald encargó al popular ilustrador Herb Roth para sus libros: un esqueleto vestido con un smoking bailando bajo una lluvia de confeti y serpentinas sosteniendo un máscara en una mano y en la otra un saxofón, con la leyenda en lo alto BE YOUR AGE, que podría traducirse como “Actúa según tu edad” o más libremente “Sé joven y diviertete”. Leída hoy, la novela de Easton Ellis no resulta en absoluto disonante con nuestra época actual. De hecho, la anticipó: “En estos tiempos no hay sitio para los inocentes”. Y así sigue. Una cosa es segura: American Psycho es mucho más que el ruido —buscado, sin duda— que la rodeó, y que jugó en su contra hace casi 30 años.




“Mi máscara de cordura amenazaba con desaparecer. Para mí era la estación más dura y necesitaba vacaciones”.

Bret Easton Ellis, American Psycho


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(*) Blanco iba a titularse originalmente White Privileged Male (Hombre blanco privilegiado).


miércoles, 22 de enero de 2020

Sin noticias de Dios

Fue Pioneros de Willa Cather quien abrió, hace ya más de cien años, el camino hacia el Medio Oeste americano, pero no fue hasta la llegada de autores como Edna Ferber, John Steinbeck, Jim Harrison, Marilynne Robinson o Annie Proulx, que se convirtió en un tema recurrente en la literatura americana. A partir de aquel instante casi privilegiado, relatos y novelas de muy variada envergadura entronizaron el paisaje rural de las pequeñas poblaciones que tienen su núcleo urbano en el corazón de la América profunda. Escrupulosamente fiel a esta tradición centenaria, la tercera novela de Nickolas Butler, Algo en lo que creer (Little Faith, 2019; Libros del Asteroide, 2020), redunda en líneas generales sobre los mismos esquemas argumentales ideados por sus predecesores. No obstante, Algo en lo que creer parte de un suceso real —los padres de un niña enferma de diabetes se negaron a tratarla con otra cosa que no fuera oración, lo que causó su muerte en 2008— para abordar las fricciones existentes entre religión y familia. La novela se centra en dos personajes, Lyle Hovde, un hombre sexagenario, que dejó de creer en Dios hace años cuando murió su hijo de apenas nueve meses, y Shiloh, su hija adoptiva y madre soltera, que se ha vuelto una devota creyente desde que tiene una relación sentimental con un pastor evangelista, quien está convencido de que su hijo de cinco años Isaac tiene la capacidad de curar a los enfermos. Al igual que las novelas de Erskine Caldwell sobre el Sur profundo —Caldwell fue hijo de un pastor presbiteriano—, Algo en lo que creer es una obra llena de texturas y contrastes, pero la de Butler es una novela regionalista a la inversa: en Caldwell, el entorno físico, geográfico, tiene incidencia dramática sobre los personajes en un movimiento que va desde el exterior al interior, casi como si éstos fueran una creación de aquél, mientras que en Butler sucede lo contrario: el drama nace del interior de los personajes, reforzado por el dolor de la pérdida y la insignificancia frente a lo inconmensurable e infinito de un mundo sin noticias de Dios salvo por la necesidad que tienen de él unos y otros, los que creen y los que quieren. Sorprende especialmente la cadencia de la prosa, que hace por demás sugestiva su lectura, pese a la tensión que se acumula en los músculos internos del relato. Butler sitúa al lector en un nuevo territorio expresivo que si bien llama la atención en el autor de Canciones de amor a quemarropa (Shotgun Lovesongs, 2013; Libros del Asteroide, 2014) y El corazón de los hombres (The Hearts of Men, 2016; Libros del Asteroide, 2017) tampoco resulta tan distinto en la singularidad de sus personajes, los cuales parecen transitar de una novela a otra, pero con unos cuantos años más a cuestas. Hay en Algo en lo que creer, pequeña joyita que deberá ser obligatoriamente tenida en cuenta en cualquier estudio serio que se haga de la obra del escritor de Wisconsin, una actitud serena cuyo objetivo principal es mirar limpiamente, con un sentimiento de epifanía, un mundo que se revela más extraño, y a la vez más simple, cuando se mira cómo se deben mirar las cosas, sin prisas pero sin pausa, como quien se despereza de un largo sueño. Precisamente es esa placidez, que permite ver las cosas en su aspecto verdadero, la mayor proeza de la novela, a la que se suma la certera radiografía en paralelo de una forma de vida y de relaciones sociales abocada, si un milagro no lo remedia, a la extinción.





“Nada hay tan pesado en el mundo como el féretro que porta el cuerpo de un niño pequeño, pues ningún adulto que haya soportado alguna vez esa carga puede olvidarla jamás. Enterrar a un hijo es una tragedia a la que muchos padres no logran sobreponerse nunca. Oscurece el sol, arrebata el color, apaga la música. Disuelve los matrimonios con ácido, desangra la felicidad y no deja tras sí más que un rastro inerme de gris desesperación”.

Nickolas Butler, Algo en lo que creer


lunes, 20 de enero de 2020

Así en la guerra como en la paz

¿Es posible realizar una película sobre la Primera Guerra Mundial sin caer en los estilemas del cine de acción comercial? A tan peliaguda cuestión responde afirmativamente 1917, espectacular y brillante producción dirigida por Sam Mendes sobre la guerra de trincheras que combina vertiginosos movimientos de cámara —travellings, panorámicas, grúas— y estremecedores primeros planos de los personajes tanto o más importantes que el fragor del espectáculo bélico*. La historia negra de la Gran Guerra no la componen únicamente sus sangrientos combates —la batalla de Verdún, la batalla de Somme o la batalla de Passchendaele—, sino la tragedia íntima de cada soldado, independientemente del bando a que pertenecieran. Mendes dice haberse inspirado en las historias que le contaba su abuelo Alfred Hubert Mendes, que sirvió en la 1ª Brigada de Fusileros en el Frente Occidental, al escribir el guión de 1917. Pero lo cierto es que detrás de los fotogramas de su película se oculta una literatura que se levantó en armas contra una barbarie sin precedentes que derramó “el rojo/dulce vino de la juventud” (Rupert Brooke dixit) de toda Europa. En 1917 resuenan ecos de muchas obras distintas (Sin novedad en el frente de Erich María Remarque, El miedo de Gabriel Chevalier, El fuego de Henri Barbusse, Los favores de la fortuna de Frederic Manning, La iniciación de un hombre: 1917 de John Dos Passos, Un año en el altiplano de Emilio Lussu, Guerra de Ludwig Renn), pero vinculadas entre sí. No hay en ellas ningún sentimiento de rencor hacia el enemigo. Todas fueron escritas con el propósito de refutar la equivocada tesis de que “la guerra era moralizadora, purificadora y redentora”. En la breve pieza de teatro Esperando a Godot de Samuel Becket, el vagabundo Estragón le dice a su compañero Vladimir: “¿Vedad, Didi, que siempre hay algo que nos da la sensación de existir”. Para los ocho millones de soldados que fueron abatidos por las ametralladoras, desgarrados y desparramados en fragmentos por las bombas o sepultados “aquí y allá en ese sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal”** de las trincheras ese “algo” fue sin duda la certeza de que “un hombre no puede morir más que una vez” (Shakespeare, Enrique IV, acto III, escena 2). No siempre fue así, claro, como nos recuerda Joseph Roth en su obra maestra La marcha Radetzky: “En aquel tiempo, antes de la Gran Guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con circunspección, y los vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y las paredes de la casa desaparecida al ver el solar vacío. ¡Así eran entonces las cosas! Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente”. La Gran Guerra lo cambió todo***. Todo menos el miedo. Así en la guerra como en la paz.




“Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única que cuenta: he tenido miedo”.

Gabriel Chavellier, El miedo


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(*) Otro ejemplo reciente es la maravillosa película Jojo Rabbit de Taika Waititi, basada en la novela El cielo enjaulado (Caging Skies, 2012, Espasa, 2019) de Christine Leunens, cuya acción transcurre en Austria después de la anexión del país al Tercer Reich. Al igual que 1917, Jojo Rabbit no trata sobre fritze (soldados de ocupación) o nazis sino sobre la condición humana contemplada desde el punto de vista de las acciones de que es capaz. La diferencia estriba en que Waititi conjura horror y humor a partes iguales, dándole la razón a Iván Turguénev: “Nada iguala el aspecto trágico de un desastre, a no ser su aspecto cómico”.
(**) La cita pertenece a Ford Madox Ford, El final del desfile (Parade’s End, 1924; Lumen, 2009): “Cientos de miles de hombres arrojados aquí y allá en ese sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal..., por Dios, exactamente igual que si fuesen nueces  recogidas y arrojadas por las urracas por encima del hombro... Pero eran hombres”. 
(***) Si están interesados en ahondar en este tema, les sugiero que empiecen por el excelente ensayo La Gran Guerra y la memoria moderna (The Grant War and Modern Memory, 1975; Turner, 2016) de Paul Fussell.


domingo, 12 de enero de 2020

De cómo Mary Karr sobrevivió a sí misma

Quizá sea Mary Karr una de las escritoras que han escrito con más arrojo y vehemencia —aunque ella tal vez no considere que estuviera forzando los límites en sus dos primeros libros de memorias, El club de los mentirosos (The Liar's Club, 1995; Periférica & Errata naturae, 2017) y Cherry [no traducido en España]— de la familia como algo peligroso, doloroso, monstruoso. Como algo que puede destrozarte y hacerte perder el norte, pero que, al mismo tiempo y como expresa el título de su último libro de memorias, también puede iluminarte o, en el mejor de los casos, “digerir experiencia y cagar literatura” (“you digested experience and shat literature”), como escribió el poeta americano William Matthews. En Iluminada (Lit, 2009; Periférica & Errata naturae, 2019), la escritora texana recurre de nuevo a la ironía para explorar la mezcla de adicción y autodestrucción de las relaciones afectivas alimentadas por el alcohol, la depresión, el divorcio, la maternidad, Dios y... el escritor David Foster Wallace, con quien Karr mantuvo una breve relación llena de altibajos y arrebatos: “Cuando David cae en esa actitud que él mismo llama un ojo morado e inyectado en sangre, tiene tendencia a arrojar toda clase de objetos, libros y mochilas en particular. Como oponente verbal es un coloso, no se le puede negar, y en cierta ocasión me aboca a lo más bajo de los ataques de patio de colegio: meterme con su aspecto físico. [...] En cualquier caso, nada que yo haya podido decirle justifica que me lance la mesilla del salón, mi único mueble intacto, que se hace astillas contra la pared. [...] La palabra desastre, me explicó un día un profesor, puede traducirse como caos en los astros. Nuestros astros, el de David y el mío, están tremendamente desalineados, y sin embargo no somos capaces de sustraernos a la órbita del otro”. No sabemos que hubiera dicho David Foster Wallace del retrato que hace de él Karr —el autor de suicidó en septiembre de 2008, un año antes de la publicación de Iluminada—, pero si sabemos que el personaje de Madame Psicosis de su célebre novela La broma infinita (Infinite Jest, 1996; Literatura Random House, 2011) está inspirado en ella. Algunos pasajes de esta novela, leídos hoy, resultan proféticos como: “Que el problema completamente secreto y oculto de abuso de sustancias que ahora había llevado a Madame Psicosis a una institución privada y de elite de tratamiento, tan de elite que ni siquiera los amigos más íntimos de Madame Psicosis sabían dónde estaba, aparte de saber que estaba muy, muy lejos, que el problema de abuso no podría haber sido más que una consecuencia de la terrible culpa que sintió Madame Psicosis a raíz del suicidio del auteur, y constituía una clara compulsión inconsciente a castigarse con el mismo tipo de actividad de abusos de sustancias que ella había obligado a dejar al auteur, simplemente sustituyendo con narcóticos el Wild Turkey [una marca de whisky]”. Antes de ser inmortalizada como personaje por David Foster Wallace, Karr fue heroína de su propia vida. Si en El club de los mentirosos contó cómo sobrevivió a un padre alcohólico y a una madre con brotes psicóticos, en Iluminada confronta sus demonios y recuerda a todos, pero sobre todo a su hijo, cómo sobrevivió a sí misma. Lo importante, en cualquier caso, es que Karr vuelve a su hábitat natural: la observación de lo que somos y la posibilidad de transformación.




“De estar escribiendo Warren esta historia, sin duda yo aparecería borracha y vociferando; gastando hasta el último centavo que cayera en mis manos; llenando su académico hogar de juerguistas y luego desapareciendo de noche para acudir a una especie de secta de rehabilitación; y nada de eso sería del todo falso. Habría preferido que mi ex vetara el manuscrito y corrigiera los fallos más notorios. Pero con suma sensatez rehusó; yo tampoco habría querido leer su versión de los hechos. [...] Existe un fenómeno psicológico que enturbia mi capacidad para retratar el derrumbe conyugal; el metraje de mi memoria, por lo común nítido, presenta en este periodo más lagunas misteriosas que las cintas de Nixon. Es posible que la agonía de nuestra desaparición fuera demasiado desgarradora para que mi mente la conservara, o que mi psique maternal esté protegiendo a mi hijo de los pasajes más feos. O que, a fin de cuentas, yo siempre iba ciega perdida”.

Mary Karr, Iluminada


jueves, 9 de enero de 2020

Demasiada felicidad

A veces, cuando paso el dedo por el lomo de los libros de mi biblioteca, como si estuviera buscando uno en especial, parafraseo a Gertrude Stein: "Un libro es un libro es un libro"*. Los libros nuevos se acumulan sobre los libros más viejos, pero ninguno ha conseguido hacerle sombra a un volumen de relatos breves atiborrados de cotidianidad de Elisabeth Bishop titulado precisamente Una locura cotidiana. Todo esto para decirles que si el panorama literario español fuera un tablero de ajedrez, la reina sería la editorial Lumen —fundada tal como la conocemos hoy a principios de los años 60 por Esther Tusquets, antes había sido una editorial dedicada a difundir los ideales católicos de la España franquista—,  y el rey aún estaría por ocupar su lugar. Esther Tusquets asumió la dirección de la editorial con el propósito de impulsar la literatura escrita por mujeres. A ella se debe mi primer contacto con la obra de Elisabeth Bishop, Virginia Woolf, Ivy Compton-Burnett, Sylvia Townsend Warner, Barbara Pym, Muriel Spark, Albertine Sarrazin, Natalia Ginzburg, Gertrude Stein, Flannery O'Connor, Mary McCarthy, Anne Tyler o Ana María Matute, impecablemente editadas y visualmente atractivas gracias a las portadas diseñadas por su hermano el arquitecto Óscar Tusquets. En los próximos meses Lumen, actualmente integrada en el gigante de la edición Penguin Random House, celebrará el 60º aniversario de su refundación con una colección titulada así, Lumen 60, que dará cabida a nuevas reediciones en tapa dura de Un cuarto propio de Virginia Woolf, ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? de Jeannette Winterson, Léxico familiar de Natalia Ginzburg y Demasiada felicidad de Alice Munro, entre otros clásicos inmarchitables de la literatura femenina o feminista —nunca me ha quedado claro esta categorización que cambia según el humor con que se la invoque y evoque, a menudo, sólo por el simple afán de enrarecer las cosas de este mundo, algo que jamás ocurre en sentido contrario— que suman día a día nuevos adeptos que saltan de generación en generación. Sin ir más lejos, el escritor Antonio Muñoz Molina escribía no hace mucho en su blog Visto y no visto que “creía haber leído Un cuarto propio. Y quién no: trata de que una mujer necesita una habitación propia y ciertos ingresos para escribir, etc. Lo empecé ayer a media tarde y claro que me sonaba. Al cabo de dos o tres páginas era una sorpresa incesante que tenía algo de Montaigne y de Proust, de ese fraseo nervioso que se parece tanto al flujo de los pensamientos y al de la vida misma que está en La señora Dalloway o en Al faro. Qué escritora más inmensa: más serena y rotunda en su enfado de mujer harta de limitaciones impuestas y de condescendencias masculinas, qué radical su defensa de la literatura, del oficio de escribir, de la alegría y la conmoción de leer”. Por algo y para algo se dice que los clásicos tienen diversas vidas o, cuando menos, han vivido unas cuantas, como Un cuarto propio, en la mítica traducción de Jorge Luis Borges publicada en cuatro entregas en la revista argentina Sur entre 1935 y 1936, siete años después de la primera edición inglesa. Lo cierto es que 60 años no son nada para la felicidad que siente el uno (el lector) por el otro (el libro). Demasiada felicidad.





“Los libros son la continuación unos de otros a pesar de nuestra costumbre de juzgarlos por separado”.

Virginia Woolf, Un cuarto propio


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(*) "A rose is a rose is a rose", Gertrude Stein, Sacred Emily (1913).



sábado, 4 de enero de 2020

El antes, durante y después de Auschwitz

He comenzado el día con un madrugón infausto, pero no quería dejar pasar más tiempo para sentarme a escribir esta reseña después de terminar de leer anoche, en la estupenda traducción de Regina López Muñoz, Ninguno de nosotros volverá (Aucun de nous ne reviendra I, 1970; Libros del Asteroide, 2020), el libro que recoge los dos primeros volúmenes de la trilogía Auschwitz y después, de la escritora francesa Charlotte Delbo. Si en la aclamada trilogía de Primo Levi sobre Auschwitz (Si esto es un hombre, La tregua, Los hundidos y los salvados), el escritor italiano nos enseñaba todo cuanto “se puede aprender sobre el ser humano y sobre la historia de Europa en el siglo XX” en palabras de Antonio Muñoz Molina, en Ninguno de nosotros volverá Delbo nos enseña todo lo que deberíamos saber sobre la condición de ser mujer en el infierno de Auschwitz*. Infierno. Auschwitz. Dos palabras distintas en apariencia, pero que con el tiempo han terminado siendo sinónimos con los que referirse a la mayor barbaridad cometida por la humanidad. Y pocos momentos de mayor trascendencia que aquellos en los que, por primera vez, un superviviente —o, como en este caso, una mujer, militante de las Juventudes Comunistas francesas, detenida en 1942 y deportada en 1943 a Auschwitz-Birkenau—, trata de ponerle nombre al horror vivido en el campo de concentración nazi de mayor tamaño, construido con la función de exterminar a los hombres, mujeres y niños que entraban en él: “Un cadáver. El ojo izquierdo devorado por una rata. El otro ojo abierto con su franja de pestañas. Intentad mirar. Probad a ver”. Si bien es cierto que con anterioridad ya se habían publicado los diarios de Hélène Berr y Ana Frank, mundialmente conocidos y disponibles en las librerías desde hace bastante tiempo, sus textos fueron escritos antes de ser arrestadas y enviadas a Auschwitz, por lo que tanto de Hélène como de Ana “no sabemos nada, o casi nada, de su vida y de su día a día durante la rutina monstruosa de aquel infierno”, como escribió Mercedes Monmany, en su ensayo Ya sabes que volveré. La trilogía de Delbo, compuesta por Ninguno de nosotros volverá, Un conocimiento inútil y La medida de nuestros días, no está diseñada para triunfar en las listas de best-sellers, pero ha logrado calar en un público muy amplio gracias a una voz desnuda de cualquier artificio, una voz que no grita sino que arranca el grito de lo más profundo de uno mismo. En Ninguno de nosotros volverá Delbo reta a los lectores a mirar a Auschwitz de cerca. De más cerca todavía. Mirar fijo el horror que uno no debería conocer sino imaginar. 




“Yo estoy de pie en medio de mis compañeras y pienso que, si algún día vuelvo y quiero explicar lo inexplicable, diré: ‘Yo me decía: tienes que aguantar en pie mientras dura el recuento. Tienes que aguantar hoy también. Porque habrás aguantado hoy también, volverás, si vuelves algún día’. Y será mentira. Yo no me decía nada. No pensaba nada. La voluntad de resistir se hallaba sin duda en un resorte mucho más oculto y secreto que está roto desde hace no sé cuanto. Y si las muertas hubieran exigido a quienes volvieran que rindieran cuentas, estás serían incapaces. Yo no pensaba en nada. No miraba nada. No sentía nada. Era un esqueleto de frío con el frío soplando a través de todos esos abismos que forman las costillas de un esqueleto”.

Charlotte Delbo, Ninguno de nosotros volverá

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(*) Para otros testimonios femeninos relevantes, véase Como una rana en invierno. Tres mujeres en Auschwitz (Come una rana d'inverno. Conversazioni con tre sopravvissute ad Auschwitz: Liliana Segre, Goti Bauer, Giuliana Tedeschi, 2004; Altamarea, 2018) de Daniela Padoan, especialmente las palabras de Liliana Segre: “Desnudar a un hombre delante de otro es algo sencillamente humillante y atroz. Uno está vestido, incluso con uniforme, armado, y el otro está desnudo, indefenso, en un estado de absoluta debilidad. Y, aun así, creo que una mujer desnuda delante de un hombre armado está expuesta a un ultraje todavía mayor".