sábado, 29 de junio de 2019

A hombros de un gigante

No hay cosa que más les guste a los americanos que hacer listas de esto, aquello y lo otro. The New York Times eligió hace unos días los mejores libros de memorias de los últimos 50 años. La lista comienza con Apegos feroces de Vivian Gornik, publicado en 1987, e incluye algunos clásicos a estas alturas como Una infancia (Harry Crews, 1978), Vida de este chico (Tobias Wolff, 1989), Patrimonio (Philip Roth, 1991), El club de los mentirosos (Mary Karr, 1995), Infancia (J.M. Coetzee, 1997), Experiencia (Martin Amis, 2000), El año del pensamiento mágico (Joan Didion, 2005)  y Años salvajes (William Finnegan, 2015). La verdad es que yo echo en falta uno que no consigo quitarme de la cabeza. A veces un solo libro puede hacer sombra a toda una literatura memorialística. Y ese es seguramente el caso de Mi padre, el pornógrafo (My Father, the Pornographer, 2016; Malas tierras, 2019) de Chris Offutt. Como ocurre en casi todos los libros de memorias, de Carta al padre de Kafka a Mi lucha de Karl Ove Knausgard, Mi padre, el pornógrafo encuentra su punto de partida en un profundo sentimiento de desafecto o vacío afectivo que impulsa al autor a encerrarse en sí mismo mientras trata de encontrar su lugar bajo el sol, esto es, en las estribaciones de las montañas de los Apalaches, en Kentucky. Cuando Offutt llamó un día a su padre para contarle que había publicado su primer libro, Kentucky seco (Kentucky Straight, 1992; Sajalín, 2019), su padre le dijo: "No sabía que te había dado una infancia tan terrible como para que acabaras siendo escritor". Por suerte para nosotros, fue así. Lean y juzguen. La narración alterna entre su difícil infancia y adolescencia —Offutt sufrió abusos sexuales a los quince años que derivó en estrés postraumático y en un profundo miedo a ser gay sin saberlo—, sus luchas para convertirse en escritor y su búsqueda para comprender a su padre Andrew J. Offutt, un escritor de ciencia ficción y fantasía de escasa relevancia que no pasó a la historia del género, y que vivía, más bien sobrevivía, de las regalías de sus novelas pornográficas: Llámame diosa, Profesora esclavizada, La clínica de pechos de la doctora Roissy, Cómo Clint se volvió Crista. En Mi padre, el pornógrafo, Offutt emprende la formidable tarea de rehacer no sólo la vida de su padre, sino también el entorno en el que se desarrolló la suya: las dificultades que presentaba el ambiente familiar, impregnado del carácter inflexible y obsesivo de su padre; el clima de tensión que se instauraba cada vez que su padre se sentaba a escribir bajo alguno de sus diferentes seudónimos, principalmente John Cleve, John Denis, Jeff Morehead y Turk Winter; y las peripecias de las convenciones de ciencia ficción de los años 60 y 70 a las que arrastraba a toda la familia para alimentar su ego. Para todo esto, Offutt se vale de cartas, libros, manuscritos y una vastísima colección de pornografía que heredó de su padre tras su muerte en 2013. Mi padre, el pornógrafo funciona, pues, como autobiografía, crítica literaria, archivística, exorcismo literario, y relato sobre un personaje supuestamente menor que, en el proceso de contar su vida, se convierte en uno importante a los ojos de su hijo. Si acaso, como escribió Isaac Newton: “Si he podido ver más allá es porque me subí a hombros de gigantes”.




“Papá bromeaba a menudo con que era un enfermo mental, cosa que rebajaba a síntoma de su condición de escritor, lo mismo que beber. [...] El problema surgía cuando alguien no compartía la fascinación de papá consigo mismo. La única percepción correcta de cualquier situación era la suya. Mostrarse en desacuerdo desataba un combate emocional y un abuso verbal. Era competencia de su familia escucharlo, estar de acuerdo con él, admirarlo y prestarle una atención que rayara en el asombro”. 

Chris Offutt, Mi padre, el pornógrafo


domingo, 16 de junio de 2019

Todos los vientos el viento

En Dios salve a Texas (God Save Texas: A Journey into the Soul of the Lone Star State, 2018; Debate, 2019), el periodista y escritor Lawrence Wright afirma que de los cincuenta estados que conforman el vasto territorio americano el estado de la Estrella Solitaria es “el lugar donde todo viene a extinguirse —el Sur, las Grandes Llanuras, México o las cordilleras del Oeste estadounidense—; todo se difumina al llegar a Texas, cae en un anticlímax final, despojado de toda la gloria de la que hace gala cualquier otro lugar”. A la misma conclusión llegó la escritora texana Dorothy Scarborough (1878-1935), pionera en la sombra del western gótico, en su novela El viento (The Wind, 1925; Errata naturae, 2019), donde ofreció su propia visión acerca de las áridas planicies de Texas: “El aire ardía como un revólver de seis balas. El cielo parecía el infierno, la tierra parecía el infierno, la arena quemaba como ardientes pavesas, el viento parecía proceder de un horno, y los días se cernían sobre la región como carbones al rojo vivo”. El viento, publicada originalmente de forma anónima, es una de las mejores novelas de toda la literatura regionalista norteamericana. Lo es a tres niveles, como confirmación del manifiesto interés de Dorothy Scarborough por las exigencias mínimas de su oficio, por la utilización a nivel dramático de los elementos medioambientales que acabarán imponiéndose sobre la vida de la inocente y vulnerable y hermosa y sensible Letty Mason —intrusa en el polvo al igual que el protagonista de la novela de William Faulkner Intruder in the Dust—, y por la elegancia con la que la escritora bascula entre dos registros completamente opuestos, el costumbrismo local y la tragedia. Los críticos e historiadores literarios que se han acercado tardíamente a su obra tienden a remarcar su vocación documentalista —además de escritora y ensayista, fue una respetada folclorista, o como ella prefirió llamarse a sí misma, song catcher [cazadora de canciones]— y la voluntad de poner de manifiesto los aspectos más trágicos de la vida de las mujeres en el Oeste, coherente con la ideología feminista a la que se adhirió con el cambio de siglo. La acogida entusiasta de El viento —no sin alguna polémica, que se extendió a su adaptación cinematográfica, dirigida en 1928 por Victor Sjöström y protagonizada por Lilian Gish*— desbordó todas sus previsiones, pero pronto se apagó su estrella, y otras escritoras como Edna Ferber, autora de ¡Así de grande!ganadora del Pulitzer el mismo año de la publicación de El viento, ocuparon su lugar en el canon literario. Por ello sobre Dorothy Scarborough no gravitan malentendidos. Simplemente, no se la ha tenido en cuenta durante casi cien años. Ahora, eso podría empezar a cambiar. Creo honestamente que leer hoy en día una novela como El viento sería un acto más subversivo que leer —por ejemplo, y sin intención despectiva alguna— El cuento de la criada de Margaret Atwood. Y es que en El viento, como en cualquier western que se precie, el hombre transita y la mujer se queda, pero su atrincheramiento, lejos de ser un hecho simple, lleva dentro el complejo signo del asentimiento, según el crítico Ángel Fernández-Santos. En Johnny Guitar de Roy Chanslor, otro western en el que el paisaje es más que un telón de fondo: es una forma de existencia dramática de la naturaleza, hay un gramo de verdad cuando Vienna dice: "Tiré los baúles cuando llegué a este lugar". Letty no sólo tira los baúles, sino también los sueños y las fantasías de la adolescencia, la inocencia y hasta la cordura.




“En los viejos tiempos, el viento era enemigo de las mujeres. ¿Las odiaba porque veía en ellas el símbolo de esa civilización que menoscabaría paulatinamente su propio poder? ¿Porque era para las mujeres para quienes los hombres construían casas? [...] ¿Cómo podría haber luchado contra el viento una mujer delicada y sensible? ¿Cómo plantarle cara a una voz salvaje y estridente que impide conocer la paz del silencio, a una fuerza arrolladora que se ensañaba con ella todo el día, a un viento desnudo e incorpóreo, como un fantasma, más terrible por ser invisible, que solía gemir para ella en la noche a través de los eriales, requiriéndola como un amante demoníaco?”.

Dorothy Scarborough, El viento


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(*) El viento se rodó enteramente en el desierto de Mojave en condiciones difíciles y en medio de grandes dificultades, por lo que puede considerarse el primer western que intentó la verdad y la poesía dramática. Lillian Gish contaría años después en una entrevista: "Cuando la terminamos pensábamos que teníamos una buena película. Y también [el productor] Irvin Thalberg. Pero los exhibidores dijeron no a un final triste, con la mujer corriendo por el desierto para morir. Decían que un final triste podría arruinar mi carrera ¡Y yo ya había hecho siete! Nos obligaron a añadir un final feliz, aunque pensáramos que era moralmente injusto. Pero incluso con este final, la película ha superado la prueba del tiempo".


viernes, 14 de junio de 2019

Una historia de odio

A partir de cierta estatura literaria lo que menos importa es el argumento y la historia propiamente dicha. Lo que importa es el reencuentro del lector con un puñado de temas y obsesiones, el regreso a un estilo y a una manera de hacer y decir que ya pocas veces se ven en nuestro siglo igualitarista. Por eso hay que saludar la aparición de una nueva edición de El final del affaire (The End of the Affair, 1951; Libros del Asteroide, 2019) de Graham Greene, en una nueva traducción de Eduardo Jordá —la traducción de Ricardo Baeza que circula todavía por ahí data de los años cincuenta— que devuelve a la actualidad la obra del escritor británico conocido por su ferviente catolicismo y también por poner en duda la fe religiosa, entendida sobre todo como entrega. El final del affaire, la más autobiográfica de sus novelas, nos remite a una manera clásica y sólida de construir una historia, que si bien dije más arriba que es lo que menos importa, les mentí, pues en Graham Greene importa, y mucho. Basada en la propia experiencia extramarital de Greene con lady Catherine Walston —casada con una de las grandes fortunas de la época, Henry David Leonard George Walston, barón Walston—, la novela cuenta el affaire, “con su implicación de un principio y un final”,  de Maurice Bendrix, un novelista de segunda fila, y Sarah Miles, una mujer atrapada en un matrimonio estéril con un importante funcionario del Ministerio de Seguridad. El marido de Sarah, Henry, está demasiado obsesionado con su trabajo para ver lo que está sucediendo delante de sus narices. Un día, cuando el edificio donde los amantes se encuentran clandestinamente es alcanzado por un bomba, Sarah decide acabar su relación con Maurice sin darle explicaciones. Presumiendo que lo ha dejado por otro hombre, los celos precipitan a Maurice por una pronunciada pendiente hacia el desafecto y el desasosiego hasta que un día se encuentra accidentalmente con Henry en la calle. Aquí es donde realmente comienza la historia. Pero, al contrario de lo que uno podría esperar, es “una historia de odio más que de amor. [...] El odio parece actuar sobre las mismas glándulas que el amor; incluso genera los mismos actos”. Mucho se podría decir, y se ha dicho, de esta novela clásica, admirable y hermosa, escrita por Greene en la oscuridad de sus días y en la claridad de sus noches, pero quizá sea mejor que lo descubran por su cuenta. El final del affaire nada tiene que ver con los romances de las novelas de Nancy Mitford ni con las de Evelyn Waugh, ni con las de Elizabeth von Arnim, recubiertas de melancolía, pedrería y abalorios; la novela de Greene elude la idealización o la sacralización del amor, aunque a veces el narrador recurra a frases como la “noche oscura del alma” para describir su desolación: “Simplemente me ha tocado heredar esas frases, igual que esos maridos que se tienen que quedar, a causa de la muerte, con la herencia inútil de los vestidos de una mujer, con sus perfumes, con sus cremas”.




“La infelicidad es mucho más fácil de narrar que la felicidad. Con la desdicha nos hacemos conscientes de la propia existencia, aunque sea a través de un egoísmo monstruoso: este dolor me pertenece solo a mí, este nervio que se retuerce es mío y de nadie más. Pero la felicidad, por el contrario, nos aniquila: nos hace perder nuestra identidad”. 

Graham Greene, El final del affaire


domingo, 9 de junio de 2019

Jo March soy yo

Llegué a Mujercitas (Little Women, 1868) por primera vez, como tantas otras primeras veces, a través de la pequeña pantalla. Un buen día, no recuerdo cuándo —tendría unos once o doce años—, la 2 de Televisión Española emitió la película que Mervyn LeRoy realizó en 1949 de la novela de Louisa May Alcott, con June Allyson en el papel de Josephine, o Jo, la segunda de las cuatro hermanas March, y la que a mí más me gustaba. Tanto en la película como en la novela, Jo tiene un carácter fuerte y una férrea voluntad de convertirse en escritora, aunque lo que más me atraía de ella era su aire masculino y su negativa “a identificarse como una chica”, como escribe la profesora Anne Boyd Rioux* en la introducción de la edición definitiva del libro publicada por Lumen. De haber vivido más Louisa May Alcott (1832-1888) —murió a los 55 años—, hubiera alcanzado la fama de Doris Lessing, quien en su obra mejor recibida, El cuaderno dorado, le da a la mujer el papel de determinar su destino y de cambiar las cosas tomando las riendas de su vida: “Idealmente, lo que debería decirse y repetirse a todo niño a través de su vida estudiantil es algo así: Estáis siendo indoctrinados. Todavía no hemos encontrado un sistema educativo que no sea de indoctrinación. Lo sentimos mucho, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que aquí se os está enseñando es una amalgama de los prejuicios en curso y las selecciones de esta cultura en particular. La más ligera ojeada a la historia os hará ver lo transitorios que pueden ser. Os educan personas que han sido capaces de habituarse a un régimen de pensamiento ya formulado por sus predecesores. Se trata de un sistema de autoperpetuación”. En Mujercitas, bajo la evocación idealizada de su propia vida y la de sus hermanas Anna, Elizabeth y Abigail May, que crecieron contra el telón de fondo de la guerra de Secesión —Alcott sirvió como enfermera durante la contienda que enfrentó a los estados del Sur (Confederados) contra los estados del Norte (Unión)—, la autora esboza modelos de comportamientos femeninos sutilmente innovadores para la época. Ahí es donde radica la universalidad y la rabiosa contemporaneidad de la novela de Louisa May Alcott, que ha inspirado a otras mujeres escritoras, como Ursula K. Le Guin, Joyce Carol Oates, Patti Smith —que firma el prólogo de la edición española—, Cynthia Ozick o Simone de Beauvoir, quien vio en Jo March “una visión de mi futuro yo”. Todos nos hemos visto reflejados en Jo March en algún momento. Es la grandeza de un personaje que se mueve alimentado por la rebeldía y por el poder transformador de la lectura.




“Jo sentía que estaba llamada a realizar algo portentoso y, aunque no sabía en qué podía consistir, confiaba en que lo descubriría con el tiempo. Mientras tanto, su principal frustración era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera”.

Louisa May Alcott, Mujercitas

  
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(*) Anne Boyd Rioux es autora de El legado de Mujercitas, construcción de un clásico en disputa (Meg, Jo, Beth, Amy: The Story of Little Women and Why It Still Matters, 2018; Ampersand, 2018), donde sostiene que “Mujercitas es el texto perfecto para estudiar con los alumnos de qué modo se construye el género y cómo, muchas veces, es impuesto desde afuera y no desde adentro (algo que ellos ya saben de manera innata, pero que rápidamente se les enseña a pasar por alto). [...] Cuando relegamos Mujercitas a la lectura hogareña y solo para niñas, perdemos la oportunidad de involucrarnos en los debates más amplios que plantea el libro acerca del género y de lo que significa crecer”.


domingo, 2 de junio de 2019

Si podemos decir que esto es lo peor

Bret Easton Ellis arranca su novela American Psycho —que Literartura Random House reeditará en España en 2020 adelantándose unos meses al 30 aniversario de su publicación— con la siguiente frase garabateada con letras rojo sangre en la fachada del Chemical Bank de Nueva York: “Perded toda esperanza al traspasarme”. La misma frase podría haber servido a Robert Stone para abrir su novela más celebrada, Dog Soldiers (Dog Soldiers, 1974; Malas tierras, 2019), alucinada odisea por la América de los años sesenta, la de la guerra de Vietnam, el movimiento hippie y los viajes de ácido lisérgico capitaneados por Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco. A través de la historia de John Converse, un corresponsal independiente destinado en Vietnam que vuelve de la guerra completamente transfigurado y se convierte en traficante de drogas con la ayuda de su mejor amigo Ray Hicks y su mujer Marge, quienes son arrastrados súbitamente a su apocalipsis personal, Stone dinamita muchas de las convenciones y clichés que sustentaban —según la feliz expresión que Rodrigo Fresán utiliza en el prólogo— el “Vietnam noir” en aquel momento y aún hoy. En Dog Soldiers, Stone no sólo hizo suya la sentencia de Shakespeare: “Si podemos decir que esto es lo peor, es que no lo es en realidad”, sino que también se atrevió a cuestionar desde dentro la tradicional inocencia e idealismo norteamericanos. Al igual que American Psycho, donde el lector asistía a la reconversión del hippie en yuppie, Dog Soldiers repinta el mapa de una América idílica y perfecta con litros de Johnnie Walker Black Label y kilos de polvo blanco. Sin embargo, al contrario de lo que pueda parecer, Vietman no fue la causante de la decadencia de los ideales de los años 60, sino que los trágicos y horrendos eventos que tuvieron lugar durante la segunda guerra de Indochina, librada entre 1955 y 1975 —“Aquí todos los días dejamos pasar cosas raras, extrañas, anormales”—, no fueron más que un reflejo de la violencia y la corrupción de toda una nación que encontró en Vietnam su patio trasero de recreo. Dog Soldiers, galardonado con el National Book Award en 1975, es uno de esos libros de cuya lectura no se sale indemne. Como dice Converse: “Es lo que hay. Es lo que decían todos:  soldados norteamericanos, periodistas, hasta soldados survietnamitas y chicas de bar”. Es lo que hay. No esperen paños calientes.




“Una vez Converse había acompañado a Ian Percy a ver una película en
color sobre la erradicación de las termitas rodada por la gente de conservación del medio ambiente de las Naciones Unidas. En un país que se parecía algo a Vietnam, donde había hierba de elefante, tierra roja y palmeras, los soldados nativos arrasaban las praderas con excavadoras y destruían inmensas colonias cónicas de termitas. Había un motivo, según recordaba él: provocaban la erosión del terreno o se comían las cosechas o las casas de la gente. Las termitas hacían algo malo. Cuando se daba la vuelta a las colonias, las termitas salían de las ruinas en frenéticos centenares de miles, blandiendo sus pinzas con inútiles movimientos de defensa. Soldados con lanzallamas venían detrás de las excavadoras abrasando la tierra y quemando las termitas y sus huevos, que reducían a cenizas negras. Al ver la película uno sentía algo parecido a un reparo moral. Pero el reparo moral se superaba. Las personas eran más importantes que las termitas. A veces el reparo moral quedaba superado por asuntos más importantes y profundos. Uno debía tener una visión más amplia. También era cierto que determinado punto de vista podía ser demasiado amplio y hacer que el reparo moral pareciese irrelevante. La visión de las cosas a tan gran escala era un error. Debía mantenerse el punto de referencia humano”.

Robert Stone, Dog Soldiers