jueves, 29 de noviembre de 2018

Frío de vivir

El escritor Aki Ollikainen, que tiene nombre de personaje de Star Wars, es un gran desconocido en España, pese a que ha sido uno de los grandes talentos surgidos de la nueva ola de la literatura finlandesa, gracias al cual ha podido tomar oxígeno y recuperar parte de su olvidado prestigio internacional alcanzado con la obra de dos de los escritores más relevantes del pasado siglo: Frans Eemil Sillanpää y Mika Waltari. Sin duda, la gran carta de presentación de Ollikainen fue su ópera prima, El año del hambre (Nälkävuosi, 2012; Libros del Asteroide, 2018), un relato tan subyugante como repulsivo en su fascinación por la representación de la enfermedad, del dolor y de las laceraciones del deseo durante la hambruna que sufrió Finlandia en 1867, en la que más de 250.000 personas, casi el 10% de su población, murieron de hambre. Lo mejor de El año del hambre radica en su retrato directo, duro, en absoluto gratuito, del desamparo de las clases más desfavorecidas, o en sus calculadas explosiones de sexualidad descarnada. La novela de Ollikainen juega desde sus primeras líneas a incomodar al lector, a zarandearlo con fuerza, al situarlo en un paraje hosco y desapacible, donde el frío predomina todo el año y es extremo en invierno, y, al contrario de lo que pueda parecer, “el color de la muerte es el blanco”. Todo ello hace de El año del hambre una novela de corte existencialista, cuya tesis —si la hay— es que dicho frío habita como una larva dentro de nosotros, esperando cualquier desequilibrio para invadir toda nuestra percepción de la realidad. “Un perro con aspecto de haber sido apaleado sale de un brinco de detrás de un edificio torcido. Arrastra una de las patas traseras. Se asemeja a su dueño, y no tiene otro dueño que el barrio de Katajanokka, sus casuchas de tablas improvisadas con prisa que tras cada ráfaga de viento parecen escorarse en una nueva dirección”. Con esta y otras imágenes pavorosas, Ollikainen delimita el espacio perfecto de la pesadilla finlandesa, un lugar de almas perdidas, donde los hermanos Teo y Lars Renqvist, un médico y un político, se aprovechan de la tragedia de todo un país. Pero El año del hambre no tendría relevancia literaria —en una época en la que la buena literatura se consume y se olvida a una velocidad vertiginosa— si no fuera por su elaborada construcción narrativa, que no busca florituras innecesarias, sino una deliciosa simplicidad que no impide, empero, contemplar de frente el horror cuando los elementos se alían para convertir lo inclemente, lo inhumano, lo insoportable, en épico.




“Cadáveres; durante este viaje ha visto varios en los arcenes, pero la mujer es la única de cuya muerte ha sido testigo. Sucedió rápido, sin drama. Simplemente cayó y no se levantó más. Como si la tierra hubiese aspirado el alma en sus entrañas y dejado la corteza vacía. ¿Será capaz el alma de penetrar en esa tierra helada?”. 

Aki Ollikainen, El año del hambre


sábado, 24 de noviembre de 2018

En el corazón del corazón del país

Escribo esta entrada en la cama, delante de una fotografía del Gran Desierto de Victoria, en Australia, y, visto así, se me antoja la joroba de un camello que respira profundamente. Cerca de este paraje de pequeñas dunas de arena en medio de planicies desnudas desapareció en 1848 el naturalista prusiano Friedrich Wilhelm Ludwig Leichhardt, cuando pretendía cruzar el continente de este a oeste con otros cuatro exploradores europeos y dos aborígenes australianos. Hasta hoy nadie sabe lo que le ocurrió con certeza, pero nada despierta más la imaginación que la realidad misma. Es por eso que el escritor británico Patrick White decidió escribir sobre Leichhardt en Voss (Voss, 1957; Impedimenta, 2018), uno de esos clásicos —inédito en España hasta ahora— que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. La novela está protagonizada por un naturalista alemán, Johann Ulrich Voss, interesado en explorar el interior de Australia, una tierra en la que “el sol probablemente le abrasará la piel, le arrancará la carne de los huesos, es posible que sea torturado de las formas más horribles y primitivas”, pero en la que “es más fácil descartar lo que no es esencial y perseguir lo infinito”. Voss no sólo narra la historia de la fatídica expedición de Leichhardt/Voss, a quien White describe como un hombre de mirada perdida, un “loco inofensivo”, al que algo le impulsa a adentrarse en el interior del país, sino que también narra la historia —ficticia— de la mujer que aguarda su regreso, Laura Trevelyan, una de esas mujeres victorianas que nunca se han aventurado más allá de su corpiño, y cuyo “tormento o gozo más profundo era, siempre, el más privado”. Entre ellos se establece una amistad que pronto se dirige a un romance no planeado y, más tarde, a visiones compartidas, con Voss en el corazón del corazón del país, haciendo frente a todo tipo de desafíos —la sed, el hambre y el motín—, y Laura en Sydney, haciendo acopio de fuerzas después de casi sucumbir a una fiebre cerebral: “Laura Trevelyan no dejaba de gritar que el pelo le estaba sajando las manos. Lo cierto es que sus cabellos quemaban y pesaban mucho, aunque también estaban suaves”. Frases poderosamente hipnóticas como éstas corroboran un don innato —la Academia Sueca concedió a White el Premio Nobel de Literatura en 1973—  para ahondar en los escozores y complejidades del ser humano, así como en los territorios inexplorados de las tierras salvajes. No es por desmerecer lo que vino antes (Julio Verne, Robert Louis Stevenson, Henry Rider Haggard), pero, si hubo un punto culminante para la literatura de aventuras, ese mal llamado género que nos habla de historias extraordinarias, pero que también son relatos humanos, ese fue la aparición de Voss de Patrick White. Una novela que, más allá de una simple reconstrucción del viaje a ninguna parte de Leichhardt, se erige en un fascinante retrato de la voluntad humana sometida a límites que son inimaginables hasta que el hombre los alcanza.




“Sobre aquel escenario, en el que la luz trémula jugaba un papel más importante que la arquitectura del paisaje, palpitaban extraordinarias mariposas. Hasta entonces, los hombres no habían visto nada que pudiera compararse con sus colores, que se abrían y se cerraban, se abrían y se cerraban. De hecho, gracias a aquel par de goznes, el mundo de las apariencias se comunicaba con el mundo de los sueños”. 

Patrick White, Voss


martes, 20 de noviembre de 2018

El tiempo, gran destructor

A veces la rutina diaria nos imposibilita recalar en la esencia de la realidad —la propia y la de nuestro entorno— y, por tanto, nos obliga a vivir en una permanente dimensión compuesta de apariencias y máscaras sociales que, aunque se saben falsas, son, ante todo, menos dolorosas que la cruda realidad. Nick Fowler, el protagonista de MacArthur Park (MacArthur Park, 2017; Alpha Decay, 2018), primera novela del poeta y crítico de arte Andrew Durbin, despierta de su letargo el lunes 29 de octubre de 2012, cuando el huracán Sandy toca tierra en Nueva York a 140 kilómetros por hora, sometiendo a la ciudad a las peores inundaciones de su historia. Pero el peligro de Sandy llega sobre todo por la crisis medioambiental, lo que lleva a Fowler —quien, como Durbin, es un escritor homosexual obsesionado por los desastres naturales, el arte contemporáneo y el sexo en clubes y lugares públicos— a reflexionar sobre el cambio climático mientras deambula de una ciudad a otra en un trayecto por el que huye de sí mismo sin saber dónde buscarse ni hacia dónde dirigirse. Algo parecido se puede decir del libro que Fowler está escribiendo (y que no es otro que el libro que el lector tiene en sus manos): “Mi libro tenía una forma de arco, auque todavía no era capaz de describir qué sentido narrativo tenía aquel arco o cuál era su idea de fondo. Como antología de textos, oscilaba entre la poesía y la ficción, entre Los Ángeles y Nueva York. El libro problematizaba, intencionadamente, el concepto de narrativa: cómo encajar las cosas que constituían mi vida, pero también las de otras personas, en la forma de un relato. Eso era todo lo que tenía. Cuando alguien me preguntaba de qué iba el libro, no me apartaba de mi respuesta ensayada: ‘El tiempo meteorológico’. ¿Qué tiempo? Ya no entendía por tiempo el estado de la atmósfera, el viento, la visibilidad, el calor, la probabilidad de lluvia, porque se había convertido en algo mucho más amplio, un sistema más general que englobaba nuestra política, o la política que había terminado englobándonos a todos”. En MacArthur Park hay una gran falta de pudor en lo que Durbin cuenta, y con esto no me  refiero a lo que sucede de puertas para dentro en clubes nocturnos como el emporio gay Spectrum y sus avatres, donde tiene lugar una buena parte de la trama, sino a un exhibicionismo primario que parece servirle de terapia, de catarsis. Con todo, MacArthur Park, que esconde claves en su título, tomado de una canción de Donna Summer compuesta por Jimmy Webb en 1968, no termina por despegar. Y no porque el libro decepcione, sino porque cuando pasa una página tras otra, llega un momento en el que el lector teme que vaya a hacerlo.




“California es el final de un arco construido sobre los muertos que se resistieron a ella: todos lo sueños, y especialmente la terrible promesa de un sueño americano, buscan un puerto, un sitio desde el que saltar al vacío, palmeras, un océano, una parada final. ¿De verdad echas mano del proverbio pop de que aquí todo es posible? Llegar, y luego desaparecer. [...] Todas las versiones de esta ciudad son el resultado de una desaparición”. 

Andrew Durbin, MacArthur Park


sábado, 17 de noviembre de 2018

El vacío verde

Decía Walter Benjamin que “no hay documento de cultura que no sea al tiempo de barbarie”. Vivir de espaldas a la naturaleza constituye la primera de las barbaries. Si bien nos gusta vernos como seres civilizados, viviendo en ciudades, lejos de las tierras salvajes, no hay mayor salvajismo ni más cruel división que la que existe entre la ciudad y el campo. “Tengo la teoría de que todas las personas del mundo desean realmente un jardín, aunque muchas quizá no sean conscientes de esta necesidad”, escribió Frances Hodgson Burnett en un ensayo póstumo titulado En el jardín (In the Garden, 1925), publicado por The Medici Society of America, de Boston y Nueva York. Hodgson Burnett se había hecho célebre a principios del siglo XX gracias a su novela El jardín secreto (The Secret Garden, 1911; Cátedra, 2013), donde dos niños traviesos y malcriados —hoy en día diríamos que lo que le ocurre a Mary Lennox y a su primo Colin Craven es un trastorno por déficit de atención e hiperactividad—, se vuelven buenos y generosos a causa de una combinación de misterio, aire fresco y, sobre todo, el cuidado de un jardín cerrado que no ha sido abierto en diez años. La novelista inglesa siempre defendió los poderes beneficiosos de la naturaleza, aunque no llegó a los niveles del escritor americano de origen polaco Jerzy Kosinski, cuya novela Desde el jardín (Being There, 1971; Anagrama, 2006), está protagonizada por un hombre analfabeto que llega a las más altas esferas de la política hablando sólo de jardinería, o, más cercano en el tiempo, del filósofo español Santiago Beruete, autor de dos libros que deben figurar en toda biblioteca que se precie: Jardinosofía (Turner, 2016), una historia filosófica de los jardines, y Verdolatría (Turner, 2018), un vocablo inventado para describir "el vacío verde que hay detrás de todo". Un vacío verde que Ray Bradbury empezó a vislumbrar —como casi todo lo demás— en El vino del estío (Dandelion Wine, 1957; Minotauro, 2008), en el que el protagonista sermonea al hombre que le corta el césped por cambiarlo por un pasto artificial: “Bill, cuando tenga usted mis años, descubrirá que las cosas pequeñas, las alegrías pequeñas, cuentan más que las grandes. Un paseo en una mañana de primavera es preferible a un viaje de cien kilómetros en un coche que corre a los saltos. ¿Sabe por qué? Porque en el paseo hay aromas, cosas que crecen. [...] Si de ustedes dependiera, emitirían una ley que aboliría todas las tareas menudas, las cosas menudas. Se quedarían sólo con las grandes cosas, y tendrían entonces que pasarse las horas ideando algo que hacer para no volverse locos. ¿Por qué no aprenden de la naturaleza? Cortar el césped y arrancar zarzas puede ser un modo de vida. [...] Un matorral de lilas es mejor que una orquídea. Y los dientes de león y la hierba común son todavía mejores. ¿Por qué? Porque lo doblan a usted, y lo alejan de toda la gente y lo hacen sudar, y le recuerdan que tiene nariz. Y cuando usted se dedica realmente a eso, es usted mismo un rato. Usted empieza a pensar. La jardinería es la excusa más a mano para ser un filósofo”. Si quieren cultivar un jardín no se lo piensen, o mejor sí, piensen en verde.




“Humildad es la palabra más importante del lenguaje del jardinero, pues describe ahora como hace miles de años nuestra relación con la naturaleza. [...] Si Dios quiso que la profesión de Adán, el primer hombre, fuera la de jardinero es porque, como nos recuerda Rudyard Kipling, la mitad de la labor se hace de rodillas”. 

Santiago Beruete, Verdolatría


domingo, 11 de noviembre de 2018

Lo que el mundo necesita ahora

Empecé a escribir las primeras líneas de esta entrada en mi portátil, mientras esperaba mi turno en la oficina de correos, y cómo no recordar inmediatamente las palabras que Gustave Flaubert le dirigió por carta a su amiga George Sand, en diciembre de 1875: “Siempre me he esforzado en ir al alma de las cosas, sin detenerme en las generalidades, desviándome expresamente de lo accidental y de lo dramático. ¡Sin monstruos y sin héroes!”. Así es la última novela de Kaouther Adimi, Nuestras riquezas (Nos richesses, 2017; Libros del Asteroide,  2018), un oasis de placidez en medio de una industria abonada a la velocidad. Nuestras riquezas es un libro sin monstruos y sin héroes. Su protagonista es una pequeña librería argelina, Las Verdaderas Riquezas, llamada así en honor a la novela homónima de Jean Giono —hay edición española en la editorial Errata naturae, 2016—, fundada en 1936 por Edmond Charlot, un hombre renacentista del siglo XX. Charlot fue librero, editor, bibliotecario, galerista y descubridor de talentos literarios, como Albert Camus, Jules Roy y Emmanuel Roblès. En Nuestras riquezas, la librería de Charlot, ubicada en el número 2 bis de la calle Charras, en Argel, es testigo mudo del transcurso de la vida de la ciudad, cuyos habitantes viven una existencia entre corriente y singular. No son héroes que muestren musculatura o arrojo como los personajes de las novelas de Victor Hugo o Alejandro Dumas, sino gente corriente que asiste a la transformación de la librería en cuartel general de la Francia Libre durante la Ocupación, en una biblioteca de préstamo en los años noventa y finalmente en un local de venta de buñuelos, aunque esto último es sólo un producto de la imaginación de la autora, porque la librería Las Verdaderas Riquezas sigue todavía en la calle Charras —hoy calle Hamani— abierta al público. En Nuestras riquezas, Adimi transita entre el pasado y el presente, entre el Argel de hoy y el de la década de los treinta. El libro alterna dos voces diferentes: la de un narrador sin nombre, que no es otro que la propia ciudad, agitada y bulliciosa; y la de Charlot, que da cuenta en su diario de los pormenores de su trabajo como librero y editor: “Larga conversación sobre la edición y la literatura. Le he dicho [a Gabriel Audisio] que yo no persigo la coherencia, sino que publico sobre todo aquello que me gusta, y únicamente libros que me siento capaz de defender. Mi compromiso tiene que ser absoluto. Así es como yo concibo mi trabajo. El escritor tiene que escribir, el editor tiene que dar vida a los libros. No veo límites a esta idea. La literatura es demasiado importante como para no dedicarle todo mi tiempo”. Al igual que Lawrence de Arabia, Charlot encarnó la imagen del aventurero como nadie en el mundo de las letras, pero la suya fue una aventura sin desierto y sin palmeras. Pero sobre todo sin monstruos y sin héroes. Sólo libros. Lo que el mundo necesita ahora.




“Un libro es algo que se toca, que se huele. No hay que preocuparse si se le doblan las páginas, si se abandona su lectura, si se vuelve a ella, si se lo esconde bajo la almohada”.

Kaouther Adimi, Nuestras riquezas


domingo, 4 de noviembre de 2018

Dice la verdad quien dice sombra

H.P. Lovecraft (1890-1937) nunca dejó de ser un escritor muy leído dentro y fuera de su país, pero sólo su muerte derribó las barreras que habían impedido considerarlo como lo que realmente fue: uno de los grandes maestros del relato de terror del siglo XX. Al contrario que Edgar Allan Poe, cuya fama estuvo expuesta a curiosas variaciones, como sostiene el propio Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura —hay edición española en Valdemar, 2010—, el autor de La sombra sobre Innsmouth se ha mantenido en primera fila entre los aficionados al género de terror y fantástico. Entre sus proezas figura la invención del infierno, como bien recordó el escritor congoleño Sony Labou Tansi en su novela La vida y media: “No busquemos más, lo hemos encontrado: el hombre ha sido creado para inventar el infierno”. Claro que el infierno del que habla Tansi en su novela, publicada en 1979, es el del despotismo iletrado de los dictadores africanos. El infierno de Lovecraft es el de los horrores que nos acechan en los oscuros y prohibidos ámbitos de lo desconocido. Lovecraft hizo de lo desconocido un culto civil con reminiscencias religiosas que le llevó a echar a perder su vida, como escribió Michel Houellebecp en Contra el mundo, contra la vida: “Lovecraft es un ejemplo para todos aquellos que quieran aprender a malograr su vida y, llegado el caso, a triunfar con su obra. Aunque esto último no está garantizado”. Con el tiempo, hemos visto más claramente que Lovecraft era un escéptico al que se le ha revelado una verdad, como escribe en Confesiones de un incrédulo y otros ensayos escogidos (A Confession of Unfaith, 1922; El paseo, 2018): “Mi postura ha sido siempre cósmica, contemplando al hombre como si viniera de otro planeta; tratándolo, simplemente, como una especie interesante presentada para su estudio y clasificación. [...] Al fin puedo admitir voluntariamente que los deseos, esperanzas y valores de la humanidad son asuntos del todo irrelevantes frente a la ciega maquinaria cósmica. Considero la felicidad como un fantasma ético cuyo simulacro no alcanza a nadie de forma completa —e incluso de refilón a muy pocos— y cuya posición como objetivo de todos los esfuerzos humanos es una mezcla grotesca de farsa y tragedia”. La inevitable impresión que desprenden los ensayos, las novelas y los relatos de Lovecraft vendrían a confirmar las palabras de Paul Celan: “Dice la verdad quien dice sombra”.




“El buscador de paraísos no es más que una víctima de mitos establecidos o de su propia imaginación”.

H.P. Lovecraft, Confesiones de un incrédulo


jueves, 1 de noviembre de 2018

Nada y así sea

Veamos. Si uno entra un día cualquiera en un hogar londinense de clase media alta y abre la tapa del cubo de basura —por supuesto antes de que existieran esos supermercados del detritus llamados contenedores donde se depositan los residuos por colores— y rebusca un poco en su interior podría encontrar a alguno de los personajes de Nada de nada (The Nothing, 2017, Anagrama, 2018), de Hanif Kureishi. La última novela del autor de El buda de los suburbios tiene como protagonista a Waldo, un director de cine ya viejo, postrado en un silla de ruedas, que vive fuera de la realidad, acompañado únicamente de su mujer, Zee —una india separada de un pakistaní y con dos hijas— y el amante de ésta, Eddie Warburten, periodista y admirador de Waldo. Waldo, que se define como un sensualista con debilidad por el marqués de Sade —aunque el sexo ha quedado atrás para él, en todos los sentidos—, está seguro de que Zee y Eddie hacen el amor en el dormitorio contiguo al suyo, pero lejos de provocarle celos le produce una especie de catártica terapia que le permite después dormir a pierna suelta: “Empiezo a imaginarme qué están haciendo, las posturas que adoptan. ¿Ella se ha arrodillado? ¿Se están besando mientras retoman su pasión? Un cuerpo, una bestia. Me gusta pensar que lo veo. Siempre he sido una cámara. [...] Los realizadores somos voyeurs que trabajan con exhibicionistas. Y ahora, al final de mi vida, sigo siendo un observador”. Una novela que parte de esta premisa debe pertenecer, por buena lógica, a los dominios de la comedia negra, la fantasía tortuosa o el puro esperpento aderezado por un apabullante discurso sobre las desdichas de la vejez y la decrepitud, así como sobre el hedonismo de nuestro tiempo: “El narcisismo es nuestra religión. El palo de selfie, nuestra cruz, y debemos acarrearlo a todas partes”. Nada de nada es la sublimación de esa capacidad subversiva de Kureishi, de esa habilidad, inigualable, de incomodar al lector con una montaña rusa emocional, presente desde las primeras obras de este escritor y cineasta británico de origen pakistaní, para quien las relaciones entre sexos consisten en un duelo de libidos y voluntades, cuya violencia o sufrimiento, tanto físico como psicológico, “pierde su carga de horror si la víctima encuentra un modo de disfrutar de él”. Es decir que si de algo no se le puede acusar es de tibieza o apocamiento. Nada de nada puede verse como un gesto airado, un gesto de supervivencia y una metáfora de su propia realidad actual en la que no le quedan sueños por cumplir, según reconoció él mismo en el último Hay Festival de Segovia, celebrado el pasado mes de septiembre. Así las cosas, Nada de nada no podía tener otro título que el elegido por Kureishi. Y así sea.




“Para adorar el sexo, debes asumir la repulsión”.

Hanif Kureishi, Nada de nada