domingo, 20 de octubre de 2019

La mujer de sombra

“Llamadme Ismael”. Estas dos palabras están consideradas casi con unanimidad como el mejor comienzo de novela de todos los tiempos. Si embargo, si hay un comienzo de novela que me hubiera gustado haber escrito no es el célebre inicio de Moby Dick de Herman Melville, ni el de El viejo y el mar de Ernest Hemingway (“Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”), ni el de Historias de dos ciudades de Charles Dickens ( “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”), ni el de Anna Karenina de Lev Tolstói (“Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”), ni el de El guardián entre el centeno de J.D. Salinger (“Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”), ni el de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”), ni el de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust ("Durante mucho tiempo me acosté temprano”). Si hay un comienzo de novela que me hubiera gustado haber escrito es el de La campana de cristal (The Bell Jar, 1963; Literatura Random House, 2019) de Sylvia Plath: “Fue un verano raro, tórrido, el verano en el que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas de metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro”. Leí por primera vez La campana de cristal a los 18 o 19 años, la misma edad que debía tener su protagonista, Esther Greenwood, alter ego de Sylvia Plath, o mejor dicho, la última Sylvia Plath, la mujer de sombra, ya cansada de ejercer —a los 31 años— de madre, amante, esposa, compañera y a ratos escritora. Si algo es La campana de cristal es la autobiografía apenas disimulada de una mujer que tuvo que luchar por sus ideas, sus derechos, sus sueños, su cuarto propio, y cuando ya no pudo más se dejó mecer por las sombras, poniéndose a salvo de la lucidez de su tiempo. 




“Pensaba que la creación más bella del mundo debía de ser la sombra, el millón de formas en movimiento y callejones sin salida de la sombra. Había sombra en los cajones de las cómodas y en los armarios y en las maletas, y sombra debajo de las casas y de los árboles y las piedras, y sombra en el fondo de los ojos y las sonrisas de la gente, y sombra, leguas y leguas y leguas de sombra en la cara nocturna de la tierra”. 

Sylvia Plath, La campana de cristal


miércoles, 16 de octubre de 2019

El invierno de nuestro descontento

Hoy murió el crítico Harold Bloom. O quizá ayer. El caso es que hace poco hojeando uno de sus libros —ahora no recuerdo cuál de ellos, quizá El canon occidental, o tal vez Genios— encontré esta frase que me hizo detenerme bruscamente, y volverla a leer: “La novela actual no sería la misma sin las aportaciones de los escritores irlandeses, del primero al último”. En honor a la verdad, tengo que decir que en el instituto me enseñaron a Flann O'Brien, pero no a Edna O'Brien. A Samuel Beckett, pero no a Colm Tóibín. A James Joyce, pero no a Bernard MacLaverty. No obstante, la sospecha que siempre he abrigado de que entre la obra de James Joyce y la de Bernard MacLaverty no había mucha distancia se ha convertido en certeza después de acabar Unas vacaciones en invierno (Midwinter Break, 2017; 2019, Libros del Asteroide). Ahora tengo claro que tanto Joyce como MacLaverty —al menos en las novelas que yo conozco, Solo a dos voces y Cal*— se han dedicado a capturar signos de vida y signos de muerte como quien atrapa con los dientes la hebra de una trama. Lo mismo ocurre en Unas vacaciones en invierno, donde MacLaverty disecciona la relación de una pareja de jubilados irlandeses durante un viaje de fin de semana a Ámsterdam. Gerry y Stella Gilmore se toman un respiro para celebrar el Año Nuevo, hacer turismo y, en general, hacer balance de lo que queda de sus vidas. Su matrimonio parece discurrir sin sobresaltos. Pero en el transcurso del fin de semana descubriremos las profundas grietas e incertidumbres que existen entre ellos. Al igual que en Los muertos de Joyce, es difícil saber dónde está el foco de Unas vacaciones en invierno. Ambos son retratos de pareja extraordinariamente íntimos. Tanto Gabriel y Gretta, en Los muertos, como Gerry y Stella, en Unas vacaciones en invierno, se encuentran en el epicentro de su seísmo interior después de haber vivido casi medio siglo en pareja. Si en Los muertos Joyce compuso un relato sereno y doloroso, sin un momento contado con más importancia que otro, en Unas vacaciones en invierno MacLaverty se las ingenia para componer un drama sin drama, construido alrededor de lo íntimo y lo cotidiano con una honestidad inmisericorde. Unas vacaciones en invierno es una novela conmovedora, pero sin autoengaños, ni infecciones sentimentales. La vecindad del fin no permite evasivas. Dura, no. Lo siguiente. Pero te recuerda la verdad de la vida, pero sobre todo te prepara para los sinsabores del amor y la desazón en la edad adulta y, en realidad, en cualquier edad. 




“Gerry le había dicho una vez, en mitad de una discusión, que él no creía en el alma, pero que, si por casualidad existía, la de Stella sería como una cuchilla de afeitar. Así es como la Iglesia católica la había hecho, dijo, inflexible, estrecha y capaz de infligir un daño terrible por su adherencia estricta a reglas y sistemas. [...] Su iglesia lo era todo para ella. Aunque, como cualquier organización humana, tenía su ración de manzanas podridas”.

Bernard MacLaverty, Unas vacaciones en invierno


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(*) Hay edición española, aunque ya algo lejana en el tiempo, de Solo a dos voces (Grace Notes, 1997; Edhasa, 1999) y Cal (Cal, 1983; Akal, 2002).


jueves, 10 de octubre de 2019

La desesperación de los pianistas y la alegría de los aficionados

Imposible adentrarse en las cloacas del Nobel y salir ileso. Después de las acusaciones de abusos sexuales de 18 mujeres contra una persona vinculada al premio* y las filtraciones interesadas del nombre de los últimos ganadores —son este tipo de cosas las que verdaderamente se merecen un libro para ellos solos— que obligaron a la Academia a no conceder el Nobel de Literatura el año pasado, los académicos suecos han querido curarse en salud este año otorgando el premio por partida doble. Los afortunados ha sido la escritora polaca Olga Tokarczuk y el austriaco Peter Handke, que han ganado el Nobel de Literatura de 2018 y 2019, respectivamente, para “la desesperación de los pianistas y la alegría de los aficionados”, como escribió Boris Vian en una crítica de un disco de jazz de Art Tatum. De Olga Tokarczuk —que sabe de premios ya que tiene en su haber el Brückepreis, el Man Booker Internacional y el Nike, el galardón más prestigioso de los que se conceden en su país— poco puedo decir, porque todavía no he tenido el placer de leer ninguno de sus libros pero que a buen seguro haré pronto, cuando la editorial Anagrama publique aquí el 23 de octubre Los errantes, un libro hecho de “historias incompletas, cuentos oníricos” que tienen como tema el viaje. Curiosamente la obra de Peter Handke, que ha recorrido grandes distancias a pie, por los Balcanes, Alemania, Austria y España (Sierra de Gredos), es la obra de un viajero interior y exterior. A mí me gusta más el primero, el viajero interior, con la mente dando vueltas mientras intenta reconciliar la creciente conciencia de su propia insignificancia en un mundo en el que “estamos amenazados por todos lados, y no sólo por guerras; estamos amenazados por la falta de espontaneidad, por un sistema organizado”. Hay un antes y un después tras acabar El miedo del portero al penalti, Carta breve para un largo adiós,  La mujer zurdaLento regreso o La doctrina del Sainte-Victoire. La obra de Handke, compuesta por novelas, relatos, ensayos, dietarios, misceláneas, ninguno de los cuales es sólo eso, o no es exactamente eso, es un monumento al lenguaje y al pensamiento. Handke es de ese tipo de escritor que da igual de lo que hable, queremos sólo que siga hablando. Tan pronto como habla, en una proximidad absoluta, “su voz es ya un rumor en mi cabeza”, como  confesó acertadamente el escritor español Ray Loriga. Por eso hay que saborearlo en pequeñas cucharadas.




“Podía decir que se alegraba de la vida, que estaba conforme con su muerte y que amaba el mundo; y podía advertir de qué modo, en consonancia con esto, las aguas avanzaban más lentamente, los mechones de hierba centelleaban y los bidones de gasolina sonaban recalentados por el sol. Vio a su lado una hoja de sauce amarilla, una sola, junto a una rama de color rojo brillante, y supo que, incluso después de su muerte, de la muerte de todos los humanos, esta hoja seguiría brillando en las profundidades de este paisaje y daría perfil a todas las cosas en torno a las cuales estaba posando ahora su mirada; y sintió con esto una beatitud que lo elevaba por encima de todas las copas de los árboles; y su rostro se quedó atrás como una máscara que representaba la felicidad”.

Peter Handke, Lento regreso

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(*) El fotográfo francés Jean-Claude Arnault, el “Weinstein de la literatura”, esposo de la académica Katarina Frostenson.