sábado, 26 de enero de 2019

Black, black, black

Lo primero que hay que advertir a quienes hayan descubierto a James Baldwin por primera vez, gracias a la adaptación cinematográfica de Barry Jenkins de su novela El blues de Beale Street (If Beale Street Could Talk, 1974; Literatura Random House, 2019), es que además de un conocido escritor afroamericano —con obras tan importantes como Blues para Mr. Charlie, La habitación de Giovanni y Otro País— fue una figura incomparable y necesaria para la causa negra, a la que se entregó en cuerpo y alma, y dedicó incendiarios ensayos como La próxima vez el fuego y Nadie sabe mi nombre, donde retrató sin ambages la condición del negro tanto en el Norte como en el Sur de Estados Unidos. “La gente del Norte se permite un lujo extremadamente peligroso. Al parecer, se figuran que porque lucharon en el bando bueno en la guerra civil, y ganaron, han conquistado el derecho a deplorar meramente lo que ocurre en el Sur, sin asumir ninguna responsabilidad por ello, y se figuran que pueden desdeñar lo que pasa en las ciudades del Norte porque todavía es peor lo que pasa en Little Rock o en Birmingham. [...] Ni el blanco del Sur ni el del Norte son capaces de mirar al negro simplemente como un hombre. [...] En el Norte nunca piensan en ellos, mientras que en el Sur nunca piensan realmente en otra cosa. Por consiguiente, los negros son despreciados en el Norte y vigilados en el Sur, y sufren atrozmente en una y otra parte”. Las palabras anteriores pertenecen a Carta desde Harlem —artículo publicado en la revista Esquire en julio de 1960 y recogido en Nadie sabe mi nombre—, y que termina con estas otras palabras: “Pasead por las calles de Harlem y mirad en qué nos hemos convertido nosotros, este país”. A pesar de que Baldwin pasó la mayor parte de su vida en París, mantuvo siempre la vista fija en el barrio neoyorquino de Harlem, donde nació en 1924, y en el que transcurre la historia de amor de Tish y Fonny, protagonistas de El blues de Beale Street. La novela de Baldwin pertenece a esa categoría de obras que interesan no en virtud de su trama —Tish, embarazada y recién prometida, lucha desesperadamente para demostrar la inocencia de Fonny, acusado de un delito que no cometió—, sino por la manera en que está narrada. Escrita en primera persona, El blues de Beale Street es, además de una narración poética, alejada de lo convencional, el espléndido retrato de su protagonista femenina: una joven afroamericana, dulce e inteligente, hija de una familia humilde, que en su afán por sacar de la cárcel a su novio busca en el fondo reafirmarse como persona ante un contexto social que la rechaza —a ella y a los suyos— por el color de la piel.




“La mente es como un objeto que acumula polvo. El objeto, al igual que la mente, no sabe por qué ese polvo se aferra a él. Pero una vez que lo hace, ya no desaparece. Por eso, después de aquella tarde en la verdulería, vi a Bell por todas partes y a todas horas. Por aquel entonces no sabía su nombre. [...] Evidentemente, lo había visto antes de aquella tarde, pero para mí sólo era un policía de tantos. Después de aquella tarde, se convirtió en un hombre pelirrojo de ojos azules. Cuando uno miraba fijamente ese azul imperturbable, esa punta de alfiler en el centro de cada ojo, descubría una crueldad infinita, una perversa frialdad. Era una suerte no existir para esos ojos. Pero si esos ojos, desde su altura, se sentían obligados a fijarse en ti, si llegabas a existir en el invierno increíblemente helado que vivía tras ellos, quedabas marcado”.    

James Baldwin, El blues de Beale Street


miércoles, 23 de enero de 2019

Houellebecq y otras drogas

Michel Houellebecq es hoy conocido —no todo lo que debería— antes por sus declaraciones fuera de tono que por sus novelas. Cuando todos creíamos que Sumisión iba a suponer, realmente, su canto de cisne como escritor —su ruinoso aspecto hacía presagiar lo peor—, Houellebecq, a sus 62 años, nos ha dado la alegría de ponerse de nuevo delante del teclado para perpetrar su octava novela. Y lo cierto es que resulta todo un placer encontrarse con él como protagonista en Serotonina (Sérotonine, 2019; Anagrama, 2019), apenas disimulado bajo el nombre de Florent-Claude Labrouste, un hombre de mediana edad, con el que comparte adicciones: al porno y a las drogas con receta. Precisamente, la novela empieza describiendo el Captorix: “Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible. [...] No crea ni transforma; interpreta. Lo que era definitivo lo convierte en pasajero; lo que era inevitable lo vuelve contingente. Proporciona una interpretación de la vida: menos rica, más artifical, e impregnada de cierta rigidez. No procurara ninguna forma de felicidad, ni siquiera un verdadero alivio, su acción es de otra índole: transformando la vida en una sucesión de formidales, permite engañar. Por lo tanto, ayuda a los hombres a vivir, o al menos a no morir..., durante un tiempo”. Si bien Serotonina parece un Houellebecq menos sombrío de lo habitual, no hay que llevarse a engaño. Desde la condición de voyeur, el lector conocerá las pequeñas miserias de Florent-Claude y de sus amantes: Claire, una actriz fracasada; Camille, el amor de su vida; y Yuzu, una japonesa  “despiadadamente maquillada” que graba en vídeo sus orgías sexuales con todo perro y gato —hombres también— que se le cruza en el camino. En Serotonina, Houellebecq explora las relaciones subterráneamente depredadoras que llegan a establecerse en la pareja, y lo hace con un desparpajo y una ferocidad que —en la comparación— deja a las novelas de Virginie Despentes como simples manifiestos. Tampoco escapa a su ojo escrutador la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI:He aquí como muere una civilización, sin inquietarse, sin peligros ni dramas, ni demasiadas matanzas, una civilización muere por cansancio, por asco de sí misma”. En Serotonina Houellebecq lleva a su cúspide un género que él ha inventado: el hastío. Al igual que Cioran, el autor de Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales concede un estatuto mayor al tedio que a la angustia.




“Durante mucho tiempo, me frenó el pensar en la duración de la caída, me imaginaba flotando unos minutos en el espacio, siendo progresivamente consciente del inevitable estallido de los órganos en el momento del impacto, del dolor absoluto que sufriría, y cómo a cada segundo de mi caída me invadiría un pavor espantoso. [...] Llegaría al suelo a una velocidad de 159 kilómetros por hora, lo cual era menos agradable de pensar, pero bueno, no era del impacto de lo que yo tenía miedo, sino sobre todo del vuelo, y la física establecía con certeza que el mío duraría poco”.    

Michel Houellebecq, Serotonina


sábado, 19 de enero de 2019

Se ha escrito un crimen

De un tiempo a esta parte nos hemos acostumbrado a vivir con el crimen, a ver, oír y leer, como si se tratase de un tema nuevo, cuando no es más que una repetición del crimen de Caín. Puede que no haya habido ningún testigo del crimen originario de la historia humana, pero no ocurre lo mismo con los crímenes que le precedieron, mucho más atroces y violentos. Desde entonces no hay crimen que se precie que no haya sido objeto de la revisitación literaria —pongamos por caso los crímenes célebres de Alexandre Dumas: Los Cenci, La Marquesa de Brinvilliers y Urbano Grandier—, o del periodismo narrativo, non-fiction, inaugurado por Truman Capote en A sangre fría (In Cold  Blood, 1966; Anagrama, 1987), fruto de largas entrevistas del escritor americano con los asesinos de la familia Clutter (padre, madre, hija e hijo), Perry Smith y Dick Hickock, en prisión. A ese libro siguieron otros en la misma línea, como Helter Skelter (1974; de próxima publicación en Capitan Swing) de Vincent Bugliosi y Curt Gentry, La canción del verdugo (The Executioner's Song, 1979; Anagrama, 1987) de Norman Mailer, El periodista y el asesino (The Journalist and the Murderer, 1990; Gedisa, 1991) de Janet Malcolm, La casa de los lamentos (This House of Grief, 2014; Libros del K.O., 2018) de Helen Garner, Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2017, Literatura Random House, 2019) de David Grann y Nada más real que un cuerpo (The Fact of a Body, 2017; Libros del Asteroide, 2018) de Alexandria Marzano-Lesnevich, entre otros. La particularidad de la obra de Marzano-Lesnevich está en la forma de contar la historia. La autora no sólo reconstruye la vida del pedófilo y asesino Ricky Langley, condenado a muerte por el asesinato en 1992 del niño Jeremy Guillory, de seis años, sino que también desentierra secretos familiares olvidados mucho tiempo atrás, como el abuso que ella sufrió de niña de su difunto abuelo materno: “Mi padre va cada vez con más frecuencia a recoger a mis abuelos a la ciudad y los trae a Tenafly para que cuiden de nosotros. [...] Mi abuelo lleva audífono; mi abuela, no. Debe de oír las escaleras, oír el fatigoso jadeo de mi abuelo en cada peldaño. ¿Sabe adónde va? ¿Sabe qué va a hacer allí? [...] Quizá esta noche, a diferencia de todas las noches anteriores, mi abuelo dé la vuelta. Bajará la escalera, y mi abuela se quedará con una historia del matrimonio en la que no lo oye subir. Me dejará en mi cama infantil, y a mi hermana en la suya, tumbadas en silencio, escuchando. Las dos sabemos qué escuchamos, pero nunca hemos pronunciado las palabras en voz alta”. Mientras Marzano-Lesnevich examina la infancia complicada que tuvo Ricky desarraigo familiar, pobreza, exclusión social—, se ve obligada a enfrentarse a su propia niñez, lo que la lleva a preguntarse sobre la relación entre familia y violencia, esa banalidad cotidiana del mal donde el dolor inventa su infinito y se sirve del crimen para expandirse, crecer, ir más allá. Da miedo pensar en lo que Marzano-Lesnevich nos puede ofrecer en el futuro.




“Cuando Ricky sueña, no sueña con amigos. Sueña con un sitio donde poder ser quien es y donde no haya nadie que parezca eso tan condenatorio: normal. Donde sólo esté él y él sea normal. Porque a lo mejor hay algún chaval como él, que no encaja, que solo quiere escapar, y al enterarse de la existencia de Ricky comprenderá que es posible”.    

Alexandria Marzano-Lesnevich, Nada más real que un cuerpo


sábado, 12 de enero de 2019

Una historia de fantasmas

Tengo, como todo el mundo, una especial predilección por Abraham Lincoln que me lleva a leer todo aquello que se escribe sobre él. Y como no podía ser menos, me compré nada más salió Lincoln en el Bardo (Lincoln in the Bardo, 2017; Seix Barral, 2018), de George Saunders, pero no lo había leído hasta ahora porque me daba miedo que no me pareciese para tanto: “Saunders consigue sin esfuerzo lo que parece imposible” (Jonanthan Franzen). Mejor: “Saunders nos cuenta justo el tipo de historia que necesitamos escuchar en estos tiempos” (Thomas Pynchon). Lincoln en el Bardo es una novela polifónica, en la que Saunders se sirve de distintas voces y extractos de obras (El mundo interior de Abraham Lincoln, Le conocían, La melancolía de Lincoln: Cómo la depresión retó a un presidente y avivó su grandeza, etcétera) para narrar la trágica muerte del tercer hijo de Lincoln y Mary Ann Todd. William Wallace Lincoln, llamado cariñosamente Willie, murió de fiebre tifoidea el 20 de febrero de 1862, a los once años. A partir de este hecho real, el autor de Guerracivilandia en ruinas construye una historia ficticia —ante la negativa de Lincoln de dejar marchar a su hijo al otro mundo, Willie queda atrapado en el Bardo, un estado intermedio, rodeado de otros fantasmas que no han podido avanzar hacia el siguiente estadio— a la que ni el tono sobrenatural ni las emociones a flor de piel restan un ápice de verosimilitud: “Durante aquellos últimos momentos preciosos en compañía de su hijo, el presidente estaba cabizbajo; o bien rezando, o llorando, o consternado, no pudimos verlo bien. [...] El presidente le dio la espalda al ataúd, en apariencia con un gran esfuerzo de su voluntad, y pensé en lo duro que debía de resultarle dejar atrás a su hijo en un lugar tan sombrío y solitario, algo que nunca habría hecho cuando era responsable del niño en vida. [...] Me acerqué al presidente y, cogiéndolo de la mano, le di mi más sentido pésame. No pareció que me escuchara. Un oscuro asombro le iluminó la cara. Willie está muerto, me dijo, como si acabara de ocurrírsele en aquel momento”. Aunque no todas las voces resuenan con la misma fuerza —a veces uno se pierde en el bosque—, Lincoln en el Bardo es pura elegía artesanal, una obra de orfebrería que se lee como una abrumadora historia de fantasmas. Salvo por una cosa. No da miedo. Ni siquiera un poco. Lo suyo es más bien reflexionar acerca de la pérdida y la aceptación y los poderes mayúsculos e invisibles que despliegan su dominio sin que los hombres puedan hacer nada. En Lincoln en el Bardo la literatura por primera vez está a la altura de la realidad.




“El joven Willie Lincoln fue entregado a la tierra el mismo día en que se anunció públicamente la lista de víctimas mortales de la victoria de la Unión en Fort Donelson, un anuncio que causó gran escándalo entre el público de la época, ya que el coste en vidas carecía de precedentes en lo que se llevaba de guerra. [...] Un millar de muertos. Aquello era algo nuevo. Ahora por fin parecía una guerra de verdad”.    

George Saunders, Lincoln en el Bardo


martes, 1 de enero de 2019

Bienvenidos al Norte

Hay muy pocos libros como 60 grados norte (Sixty Degrees North, 2015; Volcano, 2018), de Malachy Tallack, que sean capaces de llevarte de viaje a través de los países que atraviesa el paralelo 60 por tan poco (20€); esto no hay compañía low cost que lo supere: Noruega, Suecia, Finlandia, San Petersburgo, Siberia, Alaska, Canadá y Groenlandia. Supe de la existencia de este autor escocés por un libro anterior que había leído de él, Islas des-conocidas (The Un-Discovered Islands, 2016; Planeta, 2017), en el que realizaba un recorrido por todas esas islas fantasmas que han desaparecido de los mapas modernos —la isla Podestá, la isla de Maida, la isla Dougherty—, y en donde hacía dos fugaces menciones a las Islas Canarias. La primera relacionada con el nombre que recibía el archipiélago canario en los mapas medievales: Insula Fortunata (Islas afortunadas). La segunda referida a la isla de San Brandán —conocida también como San Borondón— que aparece y desaparece a su antojo desde hace varios siglos al noroeste de la isla de El Hierro, la más meridional de las Islas Canarias. En 60 grados norte, Tallack sale una mañana de su casa en las islas Shetland en el extremo septentrional del mar del Norte para encontrar el camino a casa. Aunque parezca una paradoja, no lo es. El autor lo explica así: “Comencé a escribir este libro cuando vivía en la isla de Fair. Mi obsesión con el paralelo y la idea de recorrerlo jamás me abandonaron, y en aquella isla me di cuenta de que por fin podría conseguirlo. [...] Lo que determinó que el viaje me pareciera factible fue que por primera vez reconocí, con alegría, cuál sería el destino final. El objetivo de dar la vuelta al paralelo era volver a las Shetland. Ahora podía partir porque deseaba regresar”. El detonante de su deseo —o necesidad— de partir de su hogar para volver de nuevo a él fue una tragedia familiar ocurrida cuando acababa de cumplir diecisiete años. Su padre se mató en un accidente de tráfico de camino al hospital donde iba a visitar a su abuela, dejándole una sensación de confusión abrumadora: “Hay ciertos momentos de la vida de los que tenemos un recuerdo particular. Los revivimos y los revivimos, y los revivimos sin parar, como si eso hiciera que la historia tuviera un final distinto. Pero es algo que jamás ocurre. El final de la historia siempre es el mismo”. Si algo hace memorable el personaje de Tallack —el adolescente y el escritor en el que se convertiría más adelante— es su manera de aprehender y ordenar el caos interior que le dejó la muerte de su padre, y que de alguna manera influyó en su manera idiosincrática de ver el mundo, en especial el Norte. Todo un material delicado, emotivo, sensible. Y, al menos para quien esto escribe, sin duda, el libro de viajes a superar de este 2019 que acaba de comenzar.




“Toda búsqueda geográfica comienza en el único punto del que podemos estar seguros. Comienza en el interior. Y de ese interior surge una única pregunta: ¿Dónde estoy? [...] Los orígenes de este interrogante —¿dónde estoy?— no son tan filosóficos ni de una exactitud científica, sino de índole práctica. Dónde estamos sólo tiene sentido si nos referimos a dónde hemos estado y dónde queremos estar”.    

Malachy Tallack, 60 grados norte