lunes, 30 de diciembre de 2019

Como mejor se disfrutan los libros

Quizá debería empezar aclarando el título. Como mejor se disfrutan los libros es comprándolos uno mismo. Como las flores. (“La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores”. Me pregunto si haría los mismo con los libros*. ¿Iría Clarissa Dalloway a una librería de Bond Street o de Charing Cross Road a comprar los libros ella misma, como, por ejemplo, Fiesta en el jardín de Katherine Mansfield, uno de los libros de cabecera de Virginia Woolf? Según Woolf: “Katherine Mansfield ha producido la única literatura que me ha hecho sentir celos. Sus relatos son el espectáculo de una mente privilegiada”. A mí me sucede lo mismo con Virginia Woolf. La lectura de sus libros me absorbe, me abstrae de todo lo que ocurre a mi alrededor, hasta de la persistente alarma del reloj despertador. A veces debo recordarme a mí mismo que tengo que respirar. Solo tomo aire cuando saco mi cuaderno de notas y copio algunos pasajes de Orlando, Al faro o La señora Dalloway, como la entrada invicta de Clarissa en la floristería Mulberry: “Avanzó, ligera, alta, muy tiesa, y de inmediato la saludó la señorita Pym, que tenía la cara redonda y las manos muy rojas, como si hubieran estado metidas en agua fría con las flores”**. Esta última frase me la repetí mentalmente tres o cuatro veces. Dando palmas). Bueno, a lo que iba. Como mejor se disfrutan los libros es yendo a comprarlos uno mismo. Los prolegómenos dicen mucho también acerca del lector común. Por eso nunca, o casi nunca, dejo que me regalen libros, prefiero ir a una librería y disfrutar del espectáculo de los libros ordenados en sus anaqueles por categorías, temas o autores, no hay que perder ese placer. El placer de coger un libro, hojearlo y determinar si es o no una buena lectura para nosotros. Sostiene Gabriel Zaid, en Los demasiados libros, que “la gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace intento de leerlo, sin éxito, y cuando llega a una docena de libros sin leer se siente tan mal que no se atreve a comprar otros”. La gente —dejando aparte los casos extremos de estupidez o pedantería— no va a una librería porque quiera ser culta, va a una librería porque de niño alguien le regaló un libro, ese juguete del que ahora no puede apartar la vista y que eligió entre muchos otros para que lo acompañe en un viaje hacia lo desconocido.




“Pocas personas piden a los libros lo que estos pueden darnos. La mayoría de las veces llegamos a los libros con la mente confusa y dividida, exigiendo a la ficción que sea verdad, a la poesía que sea falsa, a la biografía que sea aduladora, a la historia que refuerce nuestros propios prejuicios. Si pudiéramos desterrar todas esas ideas preconcebidas cuando leemos, sería un comienzo admirable. No le dictemos al autor; intentemos convertirnos en él”. 

Virginia Woolf, ¿Cómo debería leerse un libro? (De El lector común)


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(*) En un relato anterior a la novela, La señora Dalloway en Bond Street (Mrs. Dalloway in Bond Street), publicado por Virginia Woolf en la revista Dial en 1923, la protagonista iba a comprar guantes: “La señora Dalloway dijo que ella misma compraría los guantes”. Doy el texto de la edición española del relato, en La fiesta de la señora Dalloway (Mrs. Dalloway’s Party, 1923; Lumen, 2014), traducido por Ramón Gil Novales.
(**) La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925; Lumen,  2013). Traducción de Andrés Bosch.


domingo, 22 de diciembre de 2019

Mi año de descanso y relajación

Cuando ves que el mundo se está yendo a la mierda —brexit, cambio climático, partidos de extrema derecha, crisis catalana, Trump, Johnson, Salvini, 70,8 millones de personas desplazadas de sus hogares, hambre, pobreza, guerra, violencia, esclavitud y ya—, acabas por darle la razón a Cortázar: “Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”. 2019 ha sido para mí, utilizando el título de la novela de Ottessa Moshfegh, mi año de descanso y relajación. Los libros que me ayudaron a sobrellevar los males del mundo quizá no fueron muchos para los que suelo leer —inmediatamente después de comprarlos, todavía oliendo a nuevo—, pero todos los disfruté sin apuro y palabra a palabra, a veces leídas en voz alta, como hacían los maestros antiguos o las “institutrices en familias donde suelen experimentar pasiones románticas por los señores de la casa, pasiones que no pasan a mayores pero que sí pasan a sus mayúsculas novelas”, como escribió Rodrigo Fresán a propósito de Cumbres borrascosas. Aquí les dejo mi lista de lecturas favoritas —no va por orden— con un aviso a navegantes: de la misma forma que no es posible bañarse dos veces en el mismo río, nadie entra dos veces en el mismo libro. No hay dos lecturas que sean iguales.




Ficción

1 Mi padre, el pornógrafo de Chris Offutt  (Malas Tierras)
2 Frankenstein en Bagdad de Ahmed Saadawi (Libros del Asteroide)
3 La escuela católica de Edoardo Albinati (Lumen)
4 El que es digno de ser amado de Abdelá Taia (Cabaret Voltaire)
5 Zorro de Dubravka Ugresic (Impedimenta)
6 Quién mató a mi padre de Édouard Louis (Salamandra)
7 Sus hijos después de ellos de Nicolas Mathieu (Alianza)
8 El hombre de hojalata de Sarah Winman (Dos Bigotes)
9 El final del affaire de Graham Greene (Libros del Asteroide)
10 Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh (Alfaguara)
11 El viento de Dorothy Scarborough (Errata naturae)
12 Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez (Anagrama)




No Ficción

1 El coste de vivir de Deborah Levy (Literatura Random House)
2 Cosas que no quiero saber de Deborah Levy (Literatura Random House)
3 El colgajo de Philippe Laçon (Anagrama)
4 Paciente X de David Peace (Armaenia)
5 Cuando Einstein encontró a Kafka de Diego Moldes (Galaxia Gutenberg)
6 Tiempo de magos de Wolfgram Eilenberg (Taurus)
7 Los libros que devoraron a mi padre de Afonso Cruz (Blackie Books)
8 Una Odisea de Daniel Mendelsohn (Seix Barral)
9 Los errantes de Olga Tokarczuk (Anagrama)
10 Teoría de la gravedad de Leila Guerriero (Libros del Asteroide)
11 Homitern de Gregory Woods (Dos Bigotes)
12 En la mitad de la vida de Kieran Setiya (Libros del Asteroide)




Cuentos

1 Kentucky seco de Chris Offutt (Sajalín)
2 Lamento lo ocurrido de Richard Ford (Anagrama)
3 Incienso de Eileen Chang (Libros del Asteroide)
4 Cuentos completos (1895-1910) de Henry James (Páginas de Espuma)
5 Instrucciones para un funeral de David Means (Sexto Piso)
6 Madres e hijos de Colm Tóibín (Lumen)
7 La historia universal de Ali Smith (Nórdica)
8 Historias tardías de Stephen Dixon (Eterna Cadencia)
9 Breves amores eternos de Pedro Mairal (Destino)
10 Chistes para milicianos de Mazen Maarouf (Alianza)
11Todos los cuentos de Carmen Martín Gaite (Siruela)
12 Lo estás deseando de Kristen Roupenian (Anagrama)


sábado, 14 de diciembre de 2019

De qué (no) hablamos cuando hablamos de escritura creativa

Hace un tiempo mi amigo, el escritor Carlos Ortega Vilas, autor de El santo al cielo, me pidió que fuera a dar una charla a uno de sus talleres de escritura creativa. Le puse una excusa del tipo “no tengo tiempo” o “no sé hacerlo”. Pero casi siempre que nos veíamos volvía a pedírmelo. Ayer se me acabaron las excusas. Mis reticencias, por llamarlo de alguna manera, se debían a que existen muchos talleres de escritura creativa que fomentan la ilusión de un mundo en el que todos pueden ser escritores sin pasar antes por la literatura. Empecé la charla comentando el título: De qué (no) hablamos cuando hablamos de escritura creativa. Observé caras de interés, de asombro, de curiosidad entre los asistentes al taller que me impulsaron a continuar de la siguiente manera: “Si de verdad les interesa lo que voy a decirles sobre la escritura creativa, es imprescindible, antes que nada, que les haga una confesión: siento verdadero horror por todo lo que son límites y limitaciones. Más si cabe por las que uno mismo se impone consciente o inconscientemente, porque "es perfectamente posible para un hombre estar fuera de la cárcel y, sin embargo, no estar en libertad; estar sin ninguna limitación física y, sin embargo, ser psicológicamente un cautivo obligado a pensar, sentir y obrar como los representantes de un Estado nacional o de algún interés privado quieren que piense, sienta y haga". Estas palabras no son mías, son de Aldous Huxley, de su novela Nueva visita al mundo feliz.  Por eso quizás lo primero que deberían aprender sobre la escritura creativa es a desaprender. Desaprender las reglas que nos han enseñado que debemos respetar (y que está bien que las aprendamos, no digo que no, sobre todo para desaprenderlas), desaprender también la vergüenza a fallar, a errar, a fracasar. Aunque del fracaso también se aprende. Pero esa es otra cuestión, incluso quizás más interesante que la que intento explicar aquí. Hay que olvidar los autores que nos tienen que gustar obligatoriamente, las obras maestras que se conciben como las únicas posibles. Borrar de la mente los sustantivos, los adjetivos, los pronombres, los verbos, los adverbios, las fórmulas mágicas. Solo entonces seremos capaces de mirar hacia adentro y preguntarnos qué sentimos, qué nos gusta, qué tenemos ganas de contar. Y mirar hacia afuera, también. Mirar todo aquello que tenemos delante, no desechar nada por completo, aunque solo sea por llevarle la contraria a la poetisa americana Louise Glük que dijo que "miramos al mundo una vez, en la infancia. El resto es memoria".  Debemos atrevernos a dudar, a explorar, a preguntarnos todo el tiempo. Todo el tiempo es todo el tiempo. Salir de lo que "tiene que ser" y adentrarnos en lo que nos hace ser de verdad. Solo de esta manera seremos capaces de producir otra cosa que todavía no existe y que todavía no sabemos lo que será. Con razón se preguntarán: ¿Cómo empezar?. Pues habría que hacer como el protagonista de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald: "ocultarse a la vista de todos pero detrás de los demás", como escribe Rodrigo Fresán en La parte recordada. Por supuesto, la escritura cambia a medida que nosotros lo hacemos. Razón de más para desconfiar de las fórmulas mágicas. Como decía Terry Pratchett,  la magia no es más que otra forma de decir que no se conoce la respuesta a algo”. En ninguna forma Carlos conocía de antemano el contenido de estas líneas de las que he sopesado escrupulosamente cada palabra, por lo que querría expresarle mi gratitud por su confianza y desearle lo mejor en lo personal, ya que en lo profesional llegarán momentos muy buenos con la novela que está escribiendo.




“Irse a escribir —irse a todas partes pero, mágicamente, sin moverse de su escritorio— era para él la más cabal y precisa y omnipresente puesta en práctica de estar desaparecido en acción y, a la vez, de ejecutar gran prestidigitación: porque al escribir se desilusiona a los seres queridos y se ilusiona  a los desconocidos”. 

Rodrigo Fresán, La parte recordada


sábado, 7 de diciembre de 2019

Movimiento perpetuo

Augusto Monterroso decía, o escribía, mejor dicho, que “la vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”. La premio Nobel de Literatura polaca Olga Tokarczuk ha venido a darle la razón en Los errantes (Bieguni, 2007; Anagrama, 2019), una recopilación de historias que está llena de al menos tres cosas: vida, literatura y movimiento. Nada más empezar a leer la autora confiesa que carece de “ese gen que hace que en cuanto se detiene uno en un lugar por un tiempo más o menos largo, enseguida eche raíces. Lo he intentado muchas veces, pero mis raíces nunca fueron lo suficientemente profundas, y me tumbaba la primera racha de viento. [...] Mi energía es generada por el movimiento: el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión, el balanceo de los ferrys”. No es por tanto Los errantes un libro con principio y desenlace, como nos lo quiere vender la editorial, sino un diario personal en el que Tokarczuk, siempre con las maletas hechas y sin dejar de moverse, vierte todas sus obsesiones y reflexiones, a menudo desbrozadas a vuelapluma, sin vacilación ni esfuerzo, pero con un dominio de la escritura encomiable tanto cuando habla —y ya no digamos cuando escribe— sobre sí misma o de otros viajeros como ella (“Mi peregrinación es siempre en pos de otro peregrino”) como cuando se detiene a observar las efímeras huellas de la vida cotidiana de los lugares por los que pasa. Los errantes es un libro fronterizo, o si lo prefieren, no hay frontera genérica que lo frene. En él cabe todo, la ficción, la poesía, el ensayo, la autobiografía, la historia cultural y el libro de viajes, sin que sepamos diferenciar a ciencia cierta qué es lo uno y qué es lo otro. Si existe cierta unanimidad en señalar a Claudio Magris como el gran maestro del género mixto —ahí está El Danubio para probarlo—, también debería haberla para designar a Olga Tokarczuk como su relevista en el presente. Los errantes es un libro sobre las pequeñas epifanías que nos otorga el movimiento: “Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, sólo escaparás de él mientras te estés moviendo. [...] Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina”.




“Borro de mis mapas todo lo que hiere. Los lugares donde tropecé, caí, fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir. De este modo borré unas cuantas grandes urbes y toda una provincia. Quizá llegue el día en que borre un país entero. Los mapas, comprensivos, lo aceptan, porque añoran esos espacios en blanco que evocan su infancia feliz”.

Olga Tokarczuk, Los errantes