lunes, 14 de marzo de 2022

Leyendo el paisaje americano

El pasado 12 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento de Jack Kerouac (1922-1969), “un genio solitario e innovador que se adentró por su cuenta en áreas de composición no reconocidas ni cartografiadas, con valentía suficiente para hacerlo solo”, según el poeta Allen Ginsberg, amigo y compañero de correrías por Nueva York, San Francisco, México y Tánger. Mi primer recuerdo de Kerouac es un libro de tapas amarillas publicado por la editorial Bruguera en 1981 con el título En el camino* en la portada. Su traductor era Martín Lendínez, seudónimo —lo supe mucho más tarde— tras el que se ocultaba el escritor Mariano Antolín Rato**, cuya primera novela Cuando 900 mil mach aprox. (1973) no carece de conexiones con la obra de Kerouac. En En el camino, Kerouac aparece como personaje sin edad: Sal Paradise. Y Neal Cassady, "el estafador santo de mente brillante", como personaje sin ataduras: Dean Moriarty. Ambos, en compañía de Carlo Marx (Allen Ginsberg), inician un viaje que les llevará de una costa a otra de América. Dean sentado al volante, mientras Sal lleva en sus manos “un libro que había robado en una librería de Hollywood, Le Grand Meaulnes***, de Alain Fournier, pero prefería leer el paisaje americano que desfilaba ante mí”. En En el camino, los lectores encontrarán todo lo que necesitan saber sobre la Generación Beat, un movimiento formado por un grupo de jóvenes que comenzó como comienzan todas las cosas, de la manera más sencilla posible, con un encuentro, o mejor, una aparición: “Con la aparición de Dean Moriarty comenzó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera”. Esta frase inaugural de la literatura de carretera deja la novela tan arriba que las siguientes pueden pasar desapercibidas. No obstante, todas llevaban en su interior la raíz de la revolución que sacudiría el establishment de la cultura norteamericana de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Baste con citar cuatro de ellas que fueron, por un tiempo, el punto de llegada y el de partida de todos esos jóvenes que, como Sal y Dean, querían que les diera el aire: “No sabía a donde ir excepto a todas partes”; “No puedo ofrecer más que mi propia confusión”; “La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”; y la más importante de todas, con ecos de Whitman, el poeta de la naturaleza: “Todo me pertenece porque soy pobre”.

 

 


 

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(*) La editorial Anagrama volvió a publicarlo en 1986 y en 2006 con este mismo título, En el camino, traducción de Martín Lendínez del original inglés On the Road (1957). En 2009, la editorial barcelonesa sacó una nueva traducción a cargo de Jesús Zulaika, con el título En la carretera. El rollo mecanografiado original.

(**) Antolín Rato ha traducido, con su nombre o con el seudónimo de Martín Lendínez, Yonqui de William S. Burroughs (Júcar, 1978), Ser norteamericanos de Gertrude Stein (Bruguera, 1981), El ruido y la furia de William Faulkner (Bruguera, 1981), Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac (Bruguera, 1982), Reloj sin manecillas de Carson McCullers (Bruguera, 1984), American Psycho de Bret Easton Ellis (Ediciones B, 1991), entre otros títulos. 

(***) Hay traducción española con el título de Meaulnes el Grande (Alianza, 2012, red. 2018), traducción de Ramón Buenaventura.



miércoles, 2 de marzo de 2022

Gide en primera persona

No es sencillo lanzarse a la tarea de reseñar un libro de André Gide, autor de El inmoralista, La puerta estrecha, Los sótanos del Vaticano, Los monederos falsos y, redoble de tambor, de uno de los Diarios más monumentales de la literatura francesa —publicado recientemente por Penguin Random House en cuatro volumenes: Diario 1887-1910, Diario 1911-1925, Diario 1926-1935 y Diario 1936-1950—; una obra que es una puerta abierta a tantas cosas, contadas en primera persona, que una sola lectura no basta para comprender y aprehender a Gide. Si de algo podemos estar seguros es de que Gide, Premio Nobel de Literatura en 1947, no podría haberse reencarnado en el siglo XXI, un siglo en el que el valor de lo impreso disminuye a medida que aumenta el de las imágenes digitales que se suceden en las pantallas de los móviles. Es inevitable pensar que, de haberlo hecho, hubiera dedicado menos tiempo a poner por escrito sus crisis religiosas, los embates de su precoz sexualidad, sus lecturas a Madeleine —“Leerle Aristófanes a Madeleine, Las ranas, p. 417. La idea que los Antiguos tenían de la tragedia”—, su glorificación del deseo y los instintos, pero sobre todo nos hubiera privado a los lectores, como escribe el crítico Ignacio Echevarría en el prólogo del primer volumen, “observar la construcción de la personalidad de Gide como hombre y como escritor”. De haberse reencarnado en nuestra era electrónica, no sólo hubiera hecho uso de las incontables redes asociadas unas con otras, sino que sus twitters hubieran superado en número a las entradas de su monumental diario, cuya redacción Gide veía como un aprendizaje: “No sé si es bueno intentar escribir demasiado pronto; me temo que a menudo lo que uno produce cuando es demasiado joven es como esas frutas que maduran demasiado rápido, que a veces tienen un color reluciente pero son insípidas. Así que lo mejor quizá sea acumular sensaciones y emociones; más adelante ya se las podrá decir mejor”. En sus Diarios, en los que obra y vida se confunden y alimentan mutuamente, Gide se muestra sincero, aun cuando no siempre esté seguro de sus gustos, preferencias y sentimientos; pero no hay nada en ellos que recuerde ese “arte de pastelero” que el autor francés reprochaba a los diarios de Barrès**: “Un artista grande de verdad no cambia los colores de su paleta para resultar poético. Eso es un arte de pastelero. Lo que él mismo llamará, un poco más adelante (al hablar del arte de Praxíteles), relamido”. De la lectura de estos Diarios, publicados por primera vez en España íntegramente, en traducción de Ignacio Vidal-Folch, surge no sólo el retrato de un hombre brillante y contradictorio, sino también la biografía cultural de la Europa convulsa de inicios del siglo XX, un periodo por lo demás de creatividad artística extraordinaria, al igual que lo fuera el siglo que vió nacer el genio de Stendhal. 




“El gran secreto de Stendhal, su gran astucia, es escribir enseguida. Su pensamiento emocionado se mantiene vivo, y de colores tan frescos, como la mariposa que acaba de eclosionar y a la que el coleccionista ha sorprendio al salir de la crisálida. De ahí que haya en su estilo ese no sé qué alerta y espontáneo, sorprendente, súbito y desnudo, que siempre nos encanta. Se diría que su pensamiento no se toma nin el tiempo de calzarse para echar a correr. El suyo debería ser un buen ejemplo; o mejor dicho: yo debería seguir más a menudo ese buen ejemplo”.


André Gide, Diario 1936-1950



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(*) Su prima Madeleine Rondeaux, con la que se casó en 1895, a pesar de que Gide mantenía relaciones con hombres, especialmente con el director Marc Allégret, uno de sus grandes amores.

(**) Maurice Barrès (1862-1923), escritor y político.