sábado, 25 de noviembre de 2017

Muestra de infancia

"Siempre le reproché a mi padre haber sido ese hombre, esa suerte de encarnación de cierto mundo obrero que quienes nunca pertenecieron a ese ambiente ni vivieron ese pasado sólo pueden encontrar en las películas o las novelas: ‘Era como Émile Zola’, me dijo mi madre, que nunca leyó una sola de sus novelas. [...] Le costaba despegarse de cierta forma de sociabilidad obrera (masculina, al menos) que sólo había descubierto en la adultez: las salidas y las borracheras con amigos, el bar después de la jornada laboral. Y como podía suceder que no volviera durante varios días, es probable que no se privara de terminar la noche en la cama de otra mujer. [...] Yo no tardaría en sentir y cultivar el intenso sentimiento de distancia que los estudios y la homosexualidad contribuían a instalar en mi vida: no sería ni obrero, ni carnicero, sino algo diferente de aquello a lo que estaba socialmente predestinado". Es el sociólogo, filósofo y ensayista francés Didier Eribon, conocido por su biografía de Michel Foucault, quien así se expresa en su ensayo autobiográfico Regreso a Reims (Retour a Reims, 2009; Libros del Zorzal, 2015 [2017]), que viene a contribuir a aumentar un género de literatura que sólo los franceses saben hacer. Y lo saben hacer bastante bien. Es esa literatura de recuperación de la memoria personal y venganza contra sí mismo (Gérard de Nerval, Jean Genet) o esa literatura de pesadumbre dominada por un sentimiento de expiación (Marguerite Duras, Annie Ernaux). Algo de todo esto encuentra el lector en las páginas de Regreso a Reims. Autoexiliado en París, Eribon vuelve la mirada hacia atrás, hacia una ciudad de provincia que, en este caso, es Reims, pero que podría ser cualquier otra detenida en el tiempo, donde "todo conspira para instalar un sentimiento de no pertenencia y de exterioridad en la conciencia de quienes tienen dificultades para plegarse a este mandato social". La narración franca, con una carga de frustración generacional y rencor histórico, avanza describiendo una tradición social y educativa desestabilizadoras. Regreso a Reims es un valiente examen de conciencia y un canto a la verdad y a la ruptura de las fronteras sociales, sexuales y filosóficas. La verdad es una virtud relacionada íntimamente con la sinceridad. Y de eso hay de sobra en este libro. Sinceridad que, como escribió Christa Wolf en su novela autobiográfica Muestra de infancia, no es "un acto de fuerza, sino una meta, un proceso con posibilidades de aproximación en pequeños pasos que llevan a un terreno desconocido, que permiten hablar de un modo más fácil y más libre, de un modo aún inimaginable, abierta y sobriamente, sobre la realidad; por tanto, también sobre el pasado". Porque el pasado no ha muerto; es más, sigue actuando en nosotros de forma más irracional cuanto menos queremos saber de él.




"Reims aparece no sólo como el lugar de un anclaje familiar y social que debía abandonar para poder existir de manera diferente, sino también —y fue igualmente determinante en lo que guió mis elecciones— como la ciudad del insulto. ¿Cuántas veces me trataron de ‘puto’ [marica] u otras palabras equivalentes? No sabría decirlo. Desde el día en que lo conocí, el insulto nunca dejó de acompañarme. [...] En el fondo, estaba marcado por dos veredictos sociales: un veredicto de clase y un veredicto social. Nunca se puede escapar a las sentencias así dictadas. Llevo en mí la marca de uno y otro. Pero como en un momento de mi vida entraron en conflicto uno con otro, debí moldearme a mí mismo utilizando uno contra otro". 

Didier Eribon, Regreso a Reims


miércoles, 22 de noviembre de 2017

El asesino en vilo

Charles Manson entró en parada allá por 1971, cuando ingresó en la cárcel de Corcoran, en California, donde murió el pasado domingo, aunque su leyenda no dejó de crecer y extenderse por todo el mundo. Manson es, probablemente, el criminal más famoso de la historia desde Jack el Destripador, aunque a diferencia del asesino en serie británico, al que se le atribuyen al menos cinco asesinatos en el barrio londinense de Whitechapel en 1888, Manson no cometió ningún homicidio por su propia mano, sino que fue condenado a muerte (en 1972 la Corte Suprema de California abolió la pena de muerte y pasó a cumplir cadena perpetua) por ser el autor intelectual de los asesinatos de siete personas, entre ellas la actriz Sharon Tate, esposa de Roman Polanski, embarazada de ocho meses, en su mansión de Beverly Hills en Los Ángeles, en 1969. Si Manson se ha hecho con el primer puesto —y no le han faltado candidatos de todo tipo: Ed Gein, Ted Bundy, John Wayne Gacy, Jeffrey Dahmer, Edmund Kemper, David Berkowitz, Aileen Wuornos, Andrei Chikatilo— es porque se lo ganó a pulso, nadie le regaló nada. Hizo méritos de sobra pasándose a policías, jueces, jurado, forenses, psicólogos, periodistas, etcétera, por el forro de los cojones. En realidad, Manson es la antítesis de Jack el Destripador. Ni siquiera se le puede definir como un serial killer, sino como un lunático que profetizaba la llegada de un segundo Holocausto en forma de guerra entre negros y blancos. La idea la sacó de la canción Helter Skelter [Descontrol] de los Beatles. Manson creía que los Beatles eran los cuatro Jinetes del Apocalipsis. Al mismo tiempo él mismo se consideraba el Ángel Exterminador: "Lennon, el profeta, me dijo: Charlie, levántate; ¡acaba con esos cerdos!". ¿Se puede explicar con palabras un monstruo tan inexplicable como Manson? Quizás no. Pero Vincent Bugliosi, el fiscal de Los Ángeles que procesó a Manson y a cuatro miembros de su familia —Tex Watson, Susan Atkins, Linda Kasabian y Patricia Krenwinkel— lo intentó en el libro Helter Skelter: The True Story of the Manson Murders (1974), coescrito con Curt Gentry. Para quien no lo sepa, Helter Skelter está considerada como la Biblia de la crónica negra americana, con permiso de Robert K. Ressler y Tom Shachtman, autores de El que lucha con monstruos (Whoever Fights Monsters: My Twenty Years Tracking Serial Killers for the FBI,1992; Seix Barral, 1995 [hay nueva edición con el título de Asesinos en serie, Ariel, 2018]), que marcó un antes y un después en la historia de la literatura forense. En 2019, la editorial Contra publicará por primera vez en España el libro de Bugliosi, abogado de la acusación en el juicio de Manson. Váyanse preparando, Helter Skelter es un libro de una crudeza sin concesiones, triste, desasosegante y oscuro como el hilo musical de una tumba.  



  
"El acto mismo de matar deja al asesino en vilo, porque el crimen no ha sido tan perfecto como su fantasía". 

Robert K. Ressler y Tom Shachtman, El que lucha con monstruos [Asesinos en serie]


domingo, 19 de noviembre de 2017

Jesús no va a Alabama

El calendario marcaba el año 1999 cuando un escritor nacido en Dickinson, Alabama —no muy lejos del lugar donde nació setenta y tres años antes la autora de Matar a un ruiseñor— irrumpió en los últimos estertores del cambio de siglo con una colección de relatos deslumbrante, Furtivos (Poachers,1999; Dirty Works, 2017), que miraba hacia el Sur profundo y oscuro como el color de la sangre derramada. El impacto del libro de relatos de Tom Franklin fue tan visible y de largo alcance que captó la atención de escritores como Richard Ford y Philip Roth que se deshicieron en elogios que a día de hoy no hacen más que crecer. Dibujados sobre una extraña atmósfera grisácea, los diez relatos de Furtivos mantienen muy vivos los lazos con la tradición inaugurada por William Faulkner e incluso con las formas primitivas del arte narrativo. Al igual que el autor de El ruido y la furia, en sus relatos Franklin se empeña en una concienzuda labor de conservación y recreación narrativa de toda la riqueza y variedad de la vida en su Alabama natal, “frondosa, verde y llena de muerte”. La muerte y la violencia están presentes en todos los relatos, especialmente en el que da título al libro, galardonado con el Edgar Allan Poe Award al mejor relato corto. En Furtivos, los hermanos Gates —Kent, Neil y Dan— viven de la caza furtiva en los ríos Alabama y Tombigbee y de lo que roban en la única tienda del pueblo: "El nombre de esta comunidad, si podía considerarse tal cosa, era Lower Peach Tree, Melocotonero de Abajo, aunque de haber existido alguna vez un Melocotonero de Arriba, nadie lo había visto". Con una excusa mínima (la muerte del nuevo guarda de caza y pesca), Franklin urde una historia estremecedora de crímenes sin remordimiento en una tierra alejada de la mano de Dios, o como dice una señal pintada a mano y clavada a un árbol: JESÚS NO VIENE. Los autores de gran calibre se mueven entre estéticas y corrientes, pero hace falta un talento absolutamente único y soberbio como el de Franklin, crecido al margen de los estándares, para trascender las palabras hasta convertirlas en esquirlas de bala que se clavan en los ojos del lector. Si no me creen, lean esa miniatura maravillosa titulada Caballos azules, incluida en Furtivos. A la manera de las grades obras maestras, Caballos azules resume toda la complejidad social y moral del Sur profundo en diez páginas de montaña rusa emocional. Furtivos es el más acabado ejemplo de lo que se ha llamado "gótico sureño", al nivel de lo más alto que Faulkner, Flannery O’Connor o Cormac McCarthy hayan dado a la imprenta nunca.




"Su trabajo [de guarda de caza y pesca] era proteger las cosas salvajes que la ley consideraba merecedoras de dicha protección. Ciervos y pavos. Cocodrilos. ¿Pero cómo habían caído los chicos Gates en la misma categoría de bestias desechables a la que pertenecen los linces, las zarigüeyas y los armadillos, las tortugas mordedoras y las serpientes? Cosas que podías matar siempre que se te antojase, que podías atropellar con tu camioneta. Cosas a las que ni siquiera mirarías por el espejo retrovisor para verlas morir". 

Tom Franklin, Furtivos


jueves, 16 de noviembre de 2017

En casa con Claude

Hacía tiempo que me apetecía estar a solas en casa con Claude, me refiero a Claude Lévi-Strauss, no a la película de Being at Home with Claude de Jean Beaudin. La primera vez que leí Tristes trópicos (Tristes Tropiques, 1955; Paidós, 2006 [2017]), tenía 19 años, y lo leí en cuatro días, a razón de 150 páginas por día. Recuerdo que me sorprendió, o mejor dicho, me dolió la frase del inicio: "Odio los viajes y los exploradores". ¿Acaso el antropólogo y etnólogo francés no era un explorador (como Livingstone o Richard Burton), y Tristes trópicos un libro de viajes por el Mato Grosso de Brasil? Creo —repito, creo, no lo sé a ciencia cierta— que Lévi-Strauss se refería a que, como escribió Marcel Proust, "el verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos". De Lévi-Strauss se puede decir, como el mismo dijo de Rousseau, que fue “el más etnógrafo de los filósofos”, una de esas profesiones desprestigiadas, poco valoradas o malentendidas hoy en día. Es propio de los tiempos que corren que un libro de filosofía como Tristes trópicos deba justificar su existencia. Y no digamos ya si además de un libro de filosofía es un libro de viajes, un libro de memorias, un libro de historia, un libro de antropología, un ensayo sociológico y muchas otras cosas más. Tristes trópicos es una miscelánea inclasificable que no ha perdido vigencia a los sesenta y dos años de su publicación. El discurso humanista que transmite es fruto de la experiencia vivida por Lévi-Strauss sobre el terreno, consciente de que observaba los últimos vestigios de algo que desaparecería muy pronto: "Viajes: cofres mágicos de promesas soñadoras, ya no entregaréis vuestros tesoros intactos. Una civilización proliferante y sobreexcitada trastorna para siempre el silencio de los mares. Los perfumes de los trópicos y la frescura de los seres son viciados por una fermentación de hedores sospechosos que mortifica deseos y hace que nos consagremos a recoger recuerdos semicorruptos". No obstante, cada reflexión parece hecha con la mirada puesta en la actualidad: "Ninguna sociedad es perfecta. Todas implican por naturaleza una impureza incompatible con las normas que proclaman y que se traduce concretamente por una cierta dosis de injusticia, de insensibilidad, de crueldad". O también: "Todo el Islam parece ser un método para desarrollar en el espíritu de los creyentes conflictos insuperables". O esta otra: "El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él". La verdadera índole de Tristes trópicos sólo se revela a quien logra avizorar y vivir a través de sus páginas el nacimiento de una nueva conciencia ecológica, cuando la ecología era todavía una ciencia joven.




"La selva amazónica parece un montón de burbujas congeladas, una plantación vertical de tumefacciones verdes; se diría que un trastorno patológico ha afligido uniformemente al paisaje fluvial. Pero cuando reventamos la funda y entramos, todo cambia: desde dentro, esa masa confusa se transforma en un universo monumental. La selva deja de ser un desorden terrestre; parece un nuevo mundo planetario, tan rico como el nuestro, al cual hubiera reemplazado". 

Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos


domingo, 12 de noviembre de 2017

¿De qué otra cosa nos escapamos cuando nos escapamos de casa?

Ésta es la pregunta que se hace Paolo Cognetti en El muchacho silvestre (Il ragazzo selvatico. Quaderno di montagna, 2013; Minúscula, 2017), una estupenda invitación a descubrir la magnética personalidad de un escritor aventurero y amante de la literatura de la frontera y del camino (Walden de Thoreau, Historia de una montaña de Élisée Reclus, Hacia rutas salvajes de Jon Krakauer), comprometido con la naturaleza y, sobre todo, con la escritura, por la que no duda en escapar del mundanal ruido de Milán e instalarse en una baita de madera y piedra deshabitada a dos mil metros de altitud. Cognetti es único: pocos como él son capaces de dotar de humanidad, calor y color, aventura y descubrimiento a la vida en la montaña. Allá arriba Cognetti siente la necesidad de escribir la novela que todo ser humano lleva dentro, la que explica su vida: "Me había ido a la montaña con la idea de que, en un momento determinado, si resistía largo tiempo, me transformaría en otra persona y que esa transformación resultaría irreversible; por el contrario, mi viejo enemigo se presentaba cada vez con mayor insidia. Había aprendido a cortar leña, a encender un fuego bajo la tormenta, a cultivar un huerto medio silvestre, a cocinar con hierbas de la montaña, a ordeñar una vaca y a enfardar el heno, a utilizar la motosierra, la segadora, el tractor; pero no había aprendido a estar solo, que es el único objetivo auténtico de todo retiro". La estructura de El muchacho silvestre está compuesta por capítulos cortos (Invierno, Casas, Topografía, Nieve, Huerto, Noche, Vecinos, Pastor, adónde vas, Hombres, Cabras, Baita mágica, Refugio, Llanto, Regreso, Palabras, Desarpa, El último trago), piezas que podrían ser unidades autárquicas, a su vez divididas en párrafos de pura descripción de la vida simple de la montaña siempre bajo un prisma de melancolía y herencia. El muchacho silvestre como Le otto montagne (2016), su último libro galardonado hace unos días con el premio Médicis en Francia y el premio Pen en Inglaterra —obtuvo también en Italia el premio Strega en julio de este año—, son obras epifánicas. Sumas de momentos luminosos que sirven de arquitectura narrativa como las historias de Nick Adams de Hemingway. Lo mejor de El muchacho silvestre no es la poción de una prosa masculina y a la vez delicada, lo mejor es su descarnada autenticidad. Cuesta creer que hasta ahora no se hubiera traducido en España. Esperamos que la editorial Minúscula nos proporcione el deleite de nuevas traducciones. Cognetti es un autor para atesorar a manos llenas, llamado a convertirse, al modo de Thoreau, en lectura formativa para jóvenes a los que no les va practicar la resignación de la vida urbana. En 2018, cuando Literatura Random House publique en España su última novela, Las ocho montañas (Le otto montagne, 2016), volveremos a saber de él.




"¿Las casas tienen un modo de sentir el tiempo que pasa? ¿O para ellas un invierno equivale a un instante? Pensé en el día de diez años atrás en que salí por última vez por aquella otra puerta, echando una larga ojeada a todo. Ahora el sentido del regreso no era la vista sino el olfato, era el aroma de madera y resina lo que me aseguraba que estaba de nuevo en casa. [...] Si el objeto de una casa consiste en ser habitada, quizá experimentaba cierta forma de felicidad al sentir de nuevo a un hombre andar arriba y abajo con la leña, encender la chimenea y la estufa, lavarse las manos en la cocina. Así, aquella agua hecha de nieve y de roca volvía a circular por los muros como linfa en un árbol, y el fuego como sangre en un cuerpo". 

Paolo Cognetti, El muchacho silvestre


martes, 7 de noviembre de 2017

Civilización y barbarie

¿Qué tienen en común Buffalo Bill y Adolf Hitler? La respuesta: Éric Vuillard. El escritor francés ganó ayer el premio Goncourt 2017 por L'Ordre du jour, una novela sobre la llegada de Hitler al poder en 1933 y cómo "las grandes catástrofes se anuncian a menudo en pequeños pasos". De Vuillard tan sólo conocíamos en España Tristeza de la tierra, la otra historia de Buffalo Bill (Tristesse de la terre: Une histoire de Buffalo Bill Cody, 2014; Errata naturae, 2015), una obra perfecta por su construcción y su capacidad para aglutinar la semblanza biográfica, la narración poética y la desmitificación del Salvaje Oeste en buena parte sustentado por las novelas y relatos de autores como Ernest Haycox, Vardis Fisher o James Warner Bellah, y las películas de directores como John Ford, Howard Hawks o Nicholas Ray. En Johnny Guitar de Nicholas Ray, el personaje de Vienna (Joan Crawford) —de quien en un momento de la película escuchamos decir: "Nunca he conocido a una mujer tan hombre como ella"— explicaba así su adaptación al vasto territorio salvaje: “En el Oeste, ser hombre es cómodo”. Dicho de otro modo, sin una identidad fuerte —como la de Vienna, endurecida por el rencor— las mujeres lo tenían difícil para abrirse paso, al igual que los chinos, japoneses, mexicanos o nativos americanos, mal llamados indios. Sobre todo estos últimos, ya que los indios eran uno de los tres enemigos principales del cowboy —los otros dos eran los incendios y las tormentas—, según Gregorio Doval en Breve historia de los cowboys. En Tristeza de la tierra, finalista del premio Goncourt 2014, los indios hace mucho que han dejado de ser verdaderos guerreros y se han convertido en una atracción de feria más —como los turcos, mongoles y cosacos— del famoso espectáculo Buffalo Bill's Wild West que recorrió durante treinta años Estados Unidos y Europa. El espectáculo de Buffalo Bill, más parecido a una "parada de monstruos", de fenómenos o de Freaks (Tod Browning, 1932), que a una exhibición de las maravillas del Salvaje Oeste, pudo no gustar a muchos espectadores de su época, pero al menos los descolocó: "El espectáculo es el origen del mundo. En él radica lo trágico, inmóvil en una rara obsolescencia". En Tristeza de la tierra Vuillard reconstruye la aventura humana de quien personificó la vida salvaje en disputa contra la civilización, para luego convertirse él mismo, inexplicablemente, en la representación de la barbarie civilizadora llevada al extremo, esto es, quitándole a los indios no sólo su territorio, sino también su dignidad: "Toro Sentado está solo en el ruedo. [...] Y los que ocupan las gradas han acudido sólo para eso, todo el mundo ha acudido a ver eso, nada más que eso: la soledad". Tristeza de la tierra defiende una tesis casi subversiva hoy en día: el entretenimiento no da la felicidad, y el espectáculo de denigrar al adversario, tampoco.




"El espectáculo debe zarandear todo lo que conocemos, nos propulsa más allá de nosotros mismos, nos despoja de nuestras certezas y nos quema. Sí, el espectáculo quema, mal les pese a sus detractores. El espectáculo nos desposee y nos miente y nos aturde y nos ofrece el mundo en todas sus formas. Y, a veces, el escenario parece existir más que el mundo, está más presente que nuestras vidas, es más conmovedor y verosímil que la realidad, más espeluznante que nuestras pesadillas". 

Éric Vuillard, Tristeza de la tierra


sábado, 4 de noviembre de 2017

Un escritor con muchas luces

Los escritores americanos son dados a las grandes trilogías, no hay más que empezar a contar: John Dos Passos (Trilogía USA: Paralelo 42, 1919 y El gran dinero), Philip Roth (Trilogía americana: Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana), Paul Auster (Trilogía de Nueva York: Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), James Ellroy (Trilogía americana: América, Seis de los grandes y Sangre vagabunda), Cormac McCarthy (Trilogía de la frontera: Todos los caballos hermosos, En la frontera y Ciudades de la llanura), William Kennedy (Trilogía de Albany: Legs Diamond, La jugada maestra de Billy Phelan y Tallo de hierro [en 2002 pasó a ser un cuarteto con la publicación de Roscoe, negocios de amor y guerra]). A éstas se suma ahora otra gran trilogía americana: Al caer la luz (Brightness Falls, 1992; Libros del Asteroide, 2017), The Good Life (2006; próximamente en Libros del Asteroide) y Bright, Precious Days (2016; ídem), escrita por Jay McInerney, un autor con muchas luces (y alguna sombra) en su currículo. Muchos recordarán a McInerney por la iconoclasta, cool y audaz primera novela, Luces de neón (Bright Lights, Big City, 1984; Edhasa, 1986), hoy descatalogada. Luces de neón empezaba con una cita de Fiesta de Ernest Hemingway ("¿Cómo quebraste? —preguntó Bill. —De dos maneras —dijo Mike—. Gradualmente y después de repente") que resultó premonitoria no sólo para McInerney, sino también para los personajes de sus siguientes novelas: Ransom, La historia de mi vida, El último de los Savage y Modelo de conducta. Y aún más si cabe, para los protagonistas de Al caer la luz, Corrine Makepeace y Russell Calloway que tienen un lejano aire a los héroes y heroínas de Scott Fitzgerald: parece como si no acabáramos de dejar el mundo de El gran Gatsby y esa inalcanzable "luz verde" que año tras año se desvanece. Después de hacerse novios en la universidad, Corrine y Russell se casan y se trasladan a vivir al Nueva York de los años 80, donde no hay una cultura real, sino una alusión a los valores intelectuales como datos bursátiles desprendidos de esa felicidad ficticia que simboliza la ciudad de los rascacielos. Russell trabaja duro en el campo "mal pagado" de la edición editorial y Corrine como corredora de bolsa en Wall Street. Nueva York exige idolatría, y Russell y Corrine van convirtiéndose poco a poco en cómplices de ese extraño culto que tiene los pies de barro, pero eso lo veremos mejor en la siguiente novela de la trilogía, The Good Life, con los protagonistas instalados en la crisis de la mediada edad y las Torres Gemelas viniéndose abajo como metáfora, tanto de la caída de los Calloway, como de que "lo apocalíptico alcanzará nuevas alturas", como escribió el filósofo francés Édgar Morin. Y aquí estamos. Pero no tengan prisa por llegar hasta aquí, la lectura de Al caer la luz merece que le dediquemos mayor atención de la que tuvo cuando se publicó por primera vez en España hace 25 años con el título de A media luz (Ediciones B, 1992), traducida por Mariano Antolín Rato, a quien debemos también la traducción de American Psycho de Bret Easton Ellis, compañero de correrías nocturnas de McInerney en la época en la que transcurre la novela. Al caer la luz constata el salto hacia adelante de un escritor que ya no pierde el tiempo echándose cal en las heridas y ahora contempla la escritura como un bisturí con el que abrir en canal el mito del sueño americano, o lo que es lo mismo, la celebración vacía de un estilo de vida y unos valores igualmente vacíos.




"De la misma manera que las fuerzas geológicas y meteorológicas conspiran para depositar diamantes en el extremo de un continente y para que se encuentre oro en el borde de otro, una diversidad de situaciones generadas por el hombre confluyeron más o menos al comienzo de la nueva década para crear una nueva clase de ricos establecida en Nueva York con una escala radicalmente nueva de bienestar. El zumbido electrónico del dinero rápido sonaba en las calles conectadas por cables, afectando a todos los habitantes, haciendo que algunos de ellos enloquecieran de codicia y ambición, que otros se empobrecieran amargamente, y provocando que la mayoría desahogada se sintiera más pobre. Avanzada la noche, Russell y Corrine a veces oían ese zumbido —entre las sirenas y las alarmas y las bocinas— y se preocupaban vagamente, aferrados a los límites de sus tarjetas de crédito". 

Jay McInerney, Al caer la luz


miércoles, 1 de noviembre de 2017

Esa parte de nuestras vidas que podemos contarnos sin enrojecer

En una época de tanto sms, whatsapp y twitter, se echan de menos las cartas. Ahora que ya nadie escribe cartas, al menos nos queda el consuelo de leer las cartas que otros escribieron, como el escritor americano John Cheever, que durante años llegó a escribir una treintena semanalmente, y que a principios de 2018 el grupo editorial Penguin Random House publicará por primera vez en España reunidas en un solo volumen. Esperemos que más adelante hagan lo mismo con sus Diarios, publicados por la editorial Emecé, hoy inencontrables. Decía Ambrose Bierce, en el Diccionario del Diablo, que el diario es el "registro de esa parte de nuestras vidas que podemos contarnos sin enrojecer". Tal vez sea esta una de las razones que explican la absoluta franqueza con la que Cheever se expresó en sus Diarios (The Journal of John Cheever, 1991; Emecé, 1993, [2006]), y, en menor medida, pero con similar relevancia, en sus Cartas (The Letters of John Cheever, 1988; Literatura Random House, 2018), recopiladas por su hijo Benjamin Cheever. El autor de La crónica de los Wapshot plasmó en sus cartas, dirigidas a amigos y a otros escritores, como Philip Roth, John Updike o Saul Bellow, un retrato de sí mismo tan revelador como el que se ocultaba en sus Diarios. Por eso pidió a todos ellos que se deshicieran de sus cartas, pero fueron muy pocos los que le hicieron caso. Cheever vivió toda su vida atormentado por su alcoholismo y, sobre todo, por la culpa que le producía ocultar su bisexualidad —que en realidad era homosexualidad reprimida— a su mujer Mary y a sus tres hijos. Cuando Cheever murió de cáncer en 1982, su mujer encontró 29 cuadernos que constituyen sus Diarios. Lo que leyó en ellos, le dolió en lo más hondo: "Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable". O: "Leo una biografía de Dylan Thomas y se me ocurre que soy como Dylan: alcohólico, casado sin remedio con una mujer destructiva". Pero lo que más daño le hizo fue descubrir la magnitud del engaño: "Me enamoré de M en un cuarto de hotel de sordidez inusual. Su aire de seriedad y responsabilidad, las gafas de miope y su apostura serena despertaron en mí un amor profundo, y a la noche siguiente lo llamé desde California para expresarle mis sentimientos. [...] Hace poco, cuando volvimos a encontrarnos, corrimos al dormitorio más próximo, bajamos los pantalones del otro, asimos la polla del otro y tragamos la saliva del otro. [...] Creo que fue el mejor orgasmo que tuve en un año". La primera reacción de la familia fue arrojar al fuego los cuadernos —"donde se hablaba mucho de homosexualidad [y] lo poco que aparecíamos todos nosotros, excepto tal vez mi madre, aunque el trato que recibía no era como para desear la publicidad"—, pero decidieron no hacerlo, ni siquiera expurgarlos despiadadamente, lo cual les honra aún más.




"Mi padre era un hombre de contradicciones enormes y fundamentales. Era un adúltero que escribía con elocuencia a favor de la monogamia. Un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual. De niño, yo ignoraba lo que significaba la palabra 'homofóbico', pero sabía lo que significaba 'maricón' y la oía con frecuencia. Mi padre dijo una vez que su epitafio debería decir: 'Aquí yace John  Cheever / jamás decepcionó a una mujer / ni le dieron por el culo'. Hoy suena como un clásico ejemplo de negación. Da la impresión de que todo el mundo debía saber que John Cheever era bisexual, pero yo ni siquiera lo sospeché hasta que rondó los sesenta. Algunos de sus amigos y vecinos lo niegan aún hoy. Y no obstante el suyo no era un caso más de homosexual que no ha salido del armario. Mi impresión es que el engaño constituía una parte esencial de su carácter". 

John Cheever, Cartas