miércoles, 24 de enero de 2018

Maestra en fugas

Sería una lástima que una novela como Un debut en la vida (A Start in Life, 1981; Libros del Asteroide, 2018) de Anita Brookner pudiese pasar desapercibida por culpa de la escasa fortuna que ha acompañado a la publicación en España de sus obras anteriores, Hotel du Lac, Familia y amigos y Una relación inconveniente, aunque cronológicamente son posteriores a esta novela. Resultaría más lamentable que la historia —no muy diferente de la experiencia vital de la autora, hija de padre polaco y madre estadounidense, cuyo padre también había emigrado a Gran Bretaña—, despierte el desinterés del lector a fuerza de creer a pie juntillas lo que el escritor Julian Barnes dice con sorna en el prólogo: "Sus novelas tratan de mujeres solteras y solitarias que al parecer no hacen nada más que devolver libros a la biblioteca, ir a salones de té y reflexionar sobre la vida que no han vivido". Lo primero corroboraría una vez más, el mercantilismo que se ha adueñado de la industria editorial, por el cual un libro vale tanto como se hable de él, aunque en ocasiones haya que hacer un esfuerzo extra de imaginación si uno desea adentrarse en la posibilidad de un mensaje. Lo segundo sería una postura acomodaticia que Un debut en la vida se encarga de desterrar, puesto que la fascinación, el encanto y la empatía que desprende su protagonista femenina demuestran perfectamente que todavía hay personajes por conocer, así que pasen cuarenta años. En Un debut en la vida, Brookner parece estar menos interesada por la descripción de una atmósfera familiar monótona y desconectada de la realidad que por el retrato de una profesora solitaria con la nariz siempre metida entre libros (Eugénie Grandet, Anna Karenina, La pequeña Dorrit), cuyos sueños nunca llegan a materializarse. Tampoco las desgracias. Como escribió Montaigne: "Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron". Ruth Weiss es una gran creación de Brookner, pero no la única. Los personajes secundarios —sus padres, George y Helen, la señora Cutler—, son igualmente memorables. Ésa es una de las razones por las que su lectura proporciona un inmenso placer; las otras son su fino sentido del humor y su perversa habilidad para señalar lo ridículo de ciertos actos, de ciertos caracteres. Aunque con bastante retraso, Un debut en la vida es, valga la redundancia, el asombroso debut de una escritora desenvuelta, inteligente y dueña de una prosa adictiva llena de ironía e imaginación, de tradición y originalidad. La novela de Bookner puede leerse como una versión reducida de La comedia humana de Balzac, o una versión expandida de un poema de Emily Dickinson que dice que: "Para fugarnos de la tierra / un libro es el mejor bajel". La traducción es de Catalina la Grande, es decir, Catalina Martínez Muñoz, eximia traductora de autores como Wilkie Collins, Joseph Conrad, Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Henry James, R.L. Stevenson, Edith Wharton, Virginia Woolf o Doris Lessing. 




"No había tiempos mejores; no había tiempos peores. Con el sostén de aquellos padres juveniles y aquella abuela envejecida, la niña se asombraba de la estabilidad de su mundo. En los libros, por citar sólo las obras de Dickens, la gente pasaba pruebas durísimas. En su casa de Oakwood Court nunca había ningún cambio. Siempre los mismos platos contundentes en la misma mesa contundente; la presencia imponente de la abuela, vestida de negro, garantizaba que la niña cavilosa pudiera entregarse a sus procesos mentales sin ninguna interrupción".

Anita Brookner, Un debut en la vida


sábado, 20 de enero de 2018

Los hombres huecos

Henry James es noticia por partida doble. Por un lado, la editorial Páginas de Espuma ha publicado el primer volumen de sus Cuentos completos [1864-1878], un libro al cuidado del escritor Eduardo Berti que recoge las primeras tentativas literarias (Una tragedia del error, Un caso de lo más extraordinario, La historia de una obra maestra, Compañeros de viaje, El último de los Valerio, La coherencia de Crawford, etc.) de quien poco después se convertiría en uno de los grandes novelistas del siglo XIX. Por otro lado, Gatopardo ha publicado la novela La mecanógrafa de Henry James (The Typewriter’s Tale, 2005) de Michiel Heyns, que debe leerse como un homenaje al maestro y a su bonita forma de "no decir nada con frases interminables", según Thomas Mann. Para disfrutar del gran estilista que fue James sin duda hay que acudir a sus cuentos. Yo lo he hecho a lo largo de toda mi vida —a los veinte años, a los treinta años, a los cuarenta años— y debo confesar que no siempre he podido seguirle hasta el final. No soy el único que cree que James es insostenible después de cumplidos los dieciocho años. En 1968, John Cheever le escribió a su traductora al ruso Tanya Litvinov: "Leí casi todo James cuando tenía dieciocho años y me embriagaron las indirectas, los circunloquios, las zonas de luz y los elevados discursos pronunciados en el crepúsculo. Hace cinco años me compré sus obras completas y me dispuse a releerlas. Fue horrible. Recuerdo haberte oído decir que odiabas el ‘relleno’ y James parecía sólo eso. No entendía por qué había dedicado tanto tiempo a disponer el escenario, colocar las flores y preparar el té. Me parecía oír su aliento fatigado detrás de las paredes de esas habitaciones tan preciosas. Me sentí como si estuviese dedicándome a alguna ocupación que no dominara como el bordado. (Los novelistas que me gustan pisan con fuerza en el escenario, eructan, se hurgan los dientes con una cerilla y echan un trago de la botella que tienen oculta en la chimenea.) Pero su obra me pareció tener tan poca urgencia moral, tan poco ardor que lo dejé al llegar al volumen cinco. Aquí eso sigue siendo una herejía y si lo dijese en el club me expulsarían". Puede que Cheever no esté siendo justo con James. Puede que yo no esté siendo justo con James. Pero lo cierto es que hay que reconocer que, con independencia de lo que el autor de Los papeles de Aspern, Lo que Maisie sabía y Otra vuelta de tuerca significó en su tiempo, a nosotros hoy nos suena hueco. Pero también es posible lo contrario. Que los hombres huecos —como en el poema de T.S. Eliot— seamos nosotros.




“Crawford era un hombre alto, no especialmente agraciado. Tenía, de todos modos, eso que suele llamarse estampa de caballero y un muy bello perfil..., el perfil de un hombre dado a los libros, de un estudiante o tal vez de un filósofo. [...]  Era como si su rostro hubiera salido de un molde tosco e irregular y la imagen resultante hubiese sido retocada aquí y allá por una mano más delicada, más femenina. Tenía una expresión singular, un aspecto que no puedo describir más que diciendo que expresaba una inteligencia inocente, el aspecto de un ángel distraído. Era obvio que conocía la corrupción de este bajo mundo, pero nunca pensaba en ella. Soy incapaz de decir en qué pensaba: en grandes cosas, supongo, para las cuales no me necesitaba”.

Henry James, Cuentos completos [De La coherencia de Crawford]


miércoles, 17 de enero de 2018

En lo más crudo del crudo invierno

Después de mucho pensarlo, he llegado a la siguiente conclusión: mi gran problema con las novelas policíacas, detectivescas o, con más amplitud, criminales, es que siempre acaban produciéndome la sensación de que el autor está intentando demostrarme algo. Siendo honestos, el estilo, o la ausencia de él, tampoco invitan al optimismo. La ciudad blanca (Den vita staden, 2015; Anagrama, 2017) de la escritora sueca Karolina Ramqvist se presenta ante el lector español como una novela adscrita al género negro. Sin embargo, conociendo el nombre de su editor, Jorge Herralde, el bibliófilo perspicaz sabe de antemano que la novela de Ramqvist promete, como mínimo, un disfrute muy distinto al habitual en estos casos. Desde este punto de vista, La ciudad blanca cumple dichas expectativas, erigiéndose en una de las más singulares rarezas que haya dado la novela negra reciente: uno de esos accidentes que, como La granja (The Farm, 2014; Salamandra, 2016) de Tom Rob Smith, demuestran que la maquinaria criminal perfectamente engrasada y autosuficiente no es como la pintan y que, de vez en cuando, tiene fisuras de las cuales brota alguna que otra maravilla. La ciudad blancaque primero confunde, luego inquieta y finalmente acaba noqueando, demuestra con creces que no tiene nada que ver con el thriller de intriga al uso gracias, sobre todo, a una puesta en escena que parece hecha con la sana intensión de demoler las convenciones del género. Si tuviera que buscar un símil cinematográfico para definir La ciudad blanca sería sin duda Carretera perdida (Lost Highway, 1997) de David Lynchcuya historia adquiría, mediante un detalle del decorado o un aparentemente caprichoso ángulo de cámara, una tonalidad y un sentido diferentes al previsible. Hay en la novela de Ramqvist una constante tensión narrativa que busca situarla en un nivel irreal, más psíquico que físico, a tono con el conflicto psicológico de la protagonista, Karin, una mujer joven que tiene que hacer frente a la inesperada muerte de su amante, John. Sin embargo, ésta no va a ser la única de sus preocupaciones, acorralada por las deudas, el sustento de una hija de pocos meses y el crudo invierno que tiene por delante. Detrás de cada rostro de mujer golpeado hay una historia, y esto es lo que explora Ramqvist en La ciudad blanca, una de esas obras atípicas e inesperadas, a contracorriente de las modas imperantes y que, precisamente por ello, tiene muchas posibilidades de pasar desapercibida entre el agobiante aluvión de novedades. Apunten este nombre porque va a sonar mucho en los próximos años: Karolina Ramqvist.




"Si uno piensa que las cosas van a arreglarse, ¿se arreglan de verdad? ¿O hay que pensar que las cosas van a ir fatal, como si fuera un conjuro? [...] El miedo no es un conjuro que funcione, sino un malestar nacido del cálculo del riesgo. No es verdad que aquello que más nos preocupa no vaya a suceder. Al contrario: es muy probable que suceda".

Karolina Ramqvist, La ciudad blanca


domingo, 14 de enero de 2018

Creadores de sombras

A doscientos años de la publicación de Frankenstein o El moderno Prometeo (Frankenstein; or, The Modern Prometheus), que podemos considerar de alguna manera como la "carta de presentación" del horror científico en la literatura en la hoja publicitaria de dos páginas que acompañaba a la novela cuando se publicó el 11 de marzo de 1818 en 3 vols., la editorial inglesa Lackington, Hughes, Harding, Mavor & Jones recomendaba otros libros sobre temas de magia, alquimia y ocultismo—, no parece fácil ofrecer una visión novedosa, o como mínimo, interesante de la obra de Mary Shelley, de la que se ha analizado hasta el más mínimo detalle. Sin ir más lejos la editorial Ariel publicó en noviembre de 2017 una edición anotada para científicos, creadores y curiosos en general, acompañada de varios ensayos: La responsabilidad traumática de Josephine Johnston, ¡He creado un monstruo! (y tú también puedes) de Cory Doctorow, Concepciones cambiantes de la naturaleza humana de Jane Maienschein y Kate MacCord, Sin enturbiar por la realidad de Alfred Nordmann, Frankenstein reformulado de Elizabeth Bear, Frankenstein, género y madre naturaleza de Anne K. Mellor y El amargo regusto de la dulzura técnica de Heather E. Douglas. Nacida casi por casualidad —cuando Lord Byron, durante una estancia estival en Ginebra con Percy y Mary Shelley, su hermanastra Claire Clarmont y John William Polidori, sugirió que cada uno de ellos escribiese un cuento de horror—, Frankenstein no ha dejado de sumar adeptos; en concreto 67.400.000 son las menciones en Google de la palabra Frankenstein, lo que da una idea del alcance y la repercusión que la novela de Shelley ha tenido desde el siglo XIX hasta la fecha. Mucho se ha hablado de la fealdad de la criatura creada por Víctor Frankenstein sirviéndose de partes anatómicas de diversos cadáveres, pero poco se ha hablado de su verdadera monstruosidad. La palabra "monstruo" procede del latín "monstrum", que, a su vez, deriva del verbo "monere", que significa "advertir", por lo que la monstruosidad de la criatura es una advertencia —antiguamente cuando un niño nacía con algún tipo de malformación en su cuerpo se creía que era un aviso de que algo terrible iba a ocurrir— acerca de las consecuencias letales de las creaciones científicas o las tentativas de "mejorar" la especie humana. En esto Mary Shelley se adelantó un siglo y medio a Robert Oppenheimer, Leó Szilárd, Edward Teller y Eugene Wigner, los científicos detrás de la bomba atómica, y a Joseph Megele, el médico de los experimentos de Hitler.




"¡Maldito creador! ¿Por qué disteis forma a un monstruo tan espantoso que incluso vos mismo me disteis la espalda asqueado? Dios, en su piedad, hizo al hombre hermoso y atractivo, a su imagen y semejanza; pero mi figura no es más que un remedo inmundo de la vuestra, y más espantosa cuando se comparan. Satán tenía compañeros, otros demonios que lo admiraban y lo animaban; pero yo estoy solo y todo el mundo me detesta".

Mary Shelley, Frankenstein


jueves, 11 de enero de 2018

¿Qué tal el dolor?

Aunque se suele clasificar a James Ellroy en el género negro, especialmente en el hard boiled acuñado por Dashiell Hammett y Raymond Chandler en la primera mitad del siglo XX, para el autor del Cuarteto de Los Ángeles (La dalia negra, El gran desierto, L.A. Confidential y Jazz blanco) nada es blanco y negro. En su obra novelística hay lugar también para el amor, la redención y el martirologio familiar, como en su libro menos conocido pero sin embargo más personal, Mis rincones oscuros (My Dark Places, 1996; Literatura Random House, 2018), donde narra cómo llegó a ser quién es —un escritor con todas las letras, un escritor a perdurar más allá de las fronteras de la novela negra—  a partir del asesinato no resuelto de su madre Geneva (Jean) Hilliker a finales de los años cincuenta. Esa muerte violenta no sólo trastocó la vida de Ellroy, sino que además le convirtió en una víctima más. Ellroy tenía diez años cuando su madre fue violada y estrangulada el 22 de junio de 1958 en El Monte, Los Ángeles, lo que le llevó a arrastrar hasta bien entrada la madurez un sufrimiento brutal, un dolor infinito que le condujo a la autodestrucción y sus diversas formas de manifestarse: alcoholismo, drogadicción, delincuencia, violencia. Sus relaciones con las mujeres también estuvieron capitalizadas por el dolor: "Yo era un tornado que pasaba por sus vidas. Recibía sexo y escuchaba sus historias. Les contaba la mía. Intenté que funcionaran una serie de emparejamientos, unos breves y otros más prolongados. [...] Yo siempre daba el hachazo en la mayoría de mis relaciones. Me encantaba cuando alguna mujer me calaba y agarraba el hacha primero. Yo nunca cercené mis expectativas románticas. Nunca llevé una línea suave en el amor. Me sentía mal por las mujeres con las que follaba. Con el tiempo me acerqué a las mujeres con menos ferocidad. Aprendí a disimular mi ansia. Aquella avidez fue a parar directamente a mis libros, que se volvieron cada vez más obsesivos". El viejo precepto de "conócete a ti mismo" se transforma aquí en el arduo estandarte existencialista de "conoce tu dolor". Mis rincones oscuros no es en rigor una novela, sino una foto fija de una época, un mundo y unas vidas condenadas a cumplir una existencia miserable al otro lado de las puertas para siempre cerradas del Paraíso. Lo único que hace soportable su lectura es pensar que todo esto no te pasó a ti.




"El hijo de la víctima era regordete y más alto que la mayoría de los niños de diez años. Estaba nervioso, pero no se le veía nada afectado. El niño había llegado a la casa en taxi, solo. Se le informó de la muerte de su madre y encajó la noticia con calma. Le dijo a un agente que su padre estaba en la estación de autobuses de El Monte, esperando un vehículo de la compañía Freeway Flyer que lo llevara de regreso a Los Ángeles. Un coche patrulla recibió la orden de desplazarse hasta allí para recoger a Armand Ellroy. Padre e hijo no habían estado en contacto desde que se despidieron en la estación. Ahora estaban retenidos en habitaciones separadas".

James Ellroy, Mis rincones oscuros


lunes, 8 de enero de 2018

Casa de muñecas

Primero que nada, tengo que reconocer que aunque ya sabía de la existencia de La casa de las miniaturas (The Miniaturist, 2014; Salamandra, 2015) de Jessie Burton antes de la emisión el pasado 26 de diciembre de la adaptación televisiva producida por la cadena británica BBC, no me decidí a leer la novela hasta después de ver la miniserie de dos episodios dirigida por Guillem Morales. Al igual que la pieza de teatro Casa de muñecas del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, La casa de las miniaturas es fundamentalmente una honda exploración de la condición femenina en el siglo XVII, de cómo han sido educados hombres y mujeres, y especialmente cómo esa educación generalizada ha sido decididamente beneficiosa para el hombre y perjudicial para la mujer. Cualquier lector avezado seguramente recordará estas palabras de la heroína de Ibsen, Nora Helmer: "He sido una muñeca grande en tu casa, como fui muñeca en casa de papá. Y nuestros hijos, a su vez, han sido mis muñecas. A mí me hacía gracia verte jugar conmigo, como a los niños les divertía verme jugar con ellos. Esto es lo que ha sido nuestra unión". Hay rasgos de Nora Helmer en Nella Oortman, la protagonista de La casa de las miniaturas. Nella es una muchacha de pueblo que acaba de contraer matrimonio con Johannes Brandt, un rico comerciante de Ámsterdam cuyo trabajo lo mantiene fuera de casa. Por lo que cuando Nella abandona su territorio familiar y llama a la puerta de la casa del hombre con el que acaba de casarse es recibida únicamente por su cuñada Marin, vestida de negro riguroso, y los dos criados al servicio de la familia Brandt. Pasan los días y la relación que mantiene Nella con Johannes es mínima, tan sólo recibe de él como regalo de bodas una casa de muñecas que es una réplica exacta de su nuevo hogar. Desde el primer momento, Nella se dibuja como una heroína que busca su papel en la sociedad y debe asumirlo a través de un complejo ritual de extrañamiento, muerte y adversidad: "Nella ha soltado el ancla, pero no ha encontrado un lugar donde agarrarse al fondo y la cadena la arrastra, enorme, imparable y peligrosa, y la hunde en el mar".  Por si fuera poco, en La casa de las miniaturas Burton desliza entre líneas una original mirada sobre algunos de los conflictos que definieron el barullo del siglo XVII europeo, como fueron el racismo y, sobre todo, la homosexualidad, que tuvo su escalada más extrema en Holanda en 1730 con la persecución a gran escala de homosexuales en Utrecht, Ámsterdam, La Haya, Rótterdam, Haarlem y Leiden, terminando a menudo en un sentencia de muerte.




"No se ha casado con un hombre, sino con un mundo. Los plateros, una cuñada, extraños conocidos, una casa en la que se siente perdida y otra en miniatura que la asusta. En apariencia tiene muchas cosas al alcance de la mano, pero la asalta la impresión de que le arrebatan algo".

Jessie Burton, La casa de las miniaturas


viernes, 5 de enero de 2018

Es hora de emborracharse

Lo primero que me llama la atención de El lector decadente, una antología de textos de escritores franceses e ingleses de finales del siglo XIX publicada por la editorial Atalanta a finales del año pasado, es el título. ¿Somos decadentes porque estamos inmersos en un proceso de decadencia globalizada o porque nuestros gustos y costumbres son refinados? Quiero convencerme de lo segundo. No obstante, identificar al lector de hoy con el escritor decadentista del siglo XIX —llamado así por ir en contra de la tradición naturalista imperante— no es la mejor manera para reconducir la banalización de la literatura actual. Como señala el periodista y escritor Jaime Rosal en el prefacio del libro: "El decadentista era un escritor de vuelta de todo". El lector de hoy, ayer y siempre no está de vuelta de todo, por el contrario, nunca está satisfecho. Tal vez por eso Charles Baudelaire, uno de los mayores exponentes del decadentismo literario que se dan cita en esta antología, junto a Théophile Gautier, Isidore Ducasse, Jules Barbey d’Aurevilly, Villiers de L’Isle-Adam, Joris-Karl Huysmans, Marcel Schwob, Pierre Louÿs, Stéphane Mallarmé, Octave Mirbeau, Jean Lorrain, Oscar Wilde, Aleister Crowley, etcétera, se confortaba experimentando con otros medios: "En este mundo angosto, mas tan lleno de asco, sólo me sonríe un objeto conocido: la ampolla de láudano; una vieja y terrible amiga; como todas las amigas, ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones". Tal como el lector habrá supuesto hasta aquí, Baudelaire cumple como pocos la condición de escritor decadente cuya obra conduce “a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor”, según el juez que le condenó a pagar 300 francos de multa en 1857. Su vida fue un cúmulo de adversidades, algunas causadas por la falta de comprensión de sus contemporáneos y muchas otras debidas a sus ataques cerebrales y sus debilidades. Lo más digno de mención en Baudelaire es que no sólo inició el movimiento decadentista —el autor de Las diabólicas, Barbey d’Aurevilly, lo proclamó "el Dante de una época decadente"—, sino que prácticamente agotó sus posibilidades. A diferencia de Wilde, que se arrepintió de su "perversidad" y hedonismo después de salir de la cárcel de Reading, Baudelaire fue sublime sin interrupción.




"Hay que estar siempre borracho. Eso es todo: ésa es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que destroza vuestros hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero embriagaos. Y si alguna vez, en la escalinata de un palacio, en la hierba verde de un foso, en la triste soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida o disipada ya la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo cuanto huye, a todo lo que gime, a todo cuanto rueda, a todo lo que canta y a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el reloj os responderán: ¡Es hora de emborracharse!".

Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa [De El lector decadente]