domingo, 23 de febrero de 2020

Vendedores de tragedias

Cuando Marcel Duchamp se fue a Nueva York en la década de los años veinte —“No me voy a Nueva York, me marcho de París, que es muy distinto”, aclaró a sus amigos más cercanos—, el artista francés se mostró encantado con los escritores y la literatura americana: “En París, en Europa, todos los jóvenes, sean de la generación que sean, actúan siempre como nietos de un puñado de grandes hombres [...] De Victor Hugo, en Francia, y supongo que de Shakespeare, en Inglaterra. No lo pueden evitar. Aunque no crean en ello, lo llevan metido dentro, de modo que cuando consiguen producir algo propio, hay una suerte de tradicionalismo que es indestructible. Todo eso aquí no existe. Shakespeare os importa un rábano, ¿no? Tampoco sois sus nietos. Por eso éste es un territorio perfecto para nuevos progresos”*. Uno de esos progresos fue la aparición de la novela negra o noir,  el fenómeno literario más importante del siglo XX —en su momento considerado como prueba precoz del genio por venir y, por añadidura, del porvenir de la literatura americana— por encima de otras corrientes literarias como la generación beat, el posmodernismo, el realismo sucio y otros movimientos contemporáneos, a juzgar por su duración hasta nuestros días. Acaso porque la novela negra —hablo de autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain, Horace McCoy— tiene mucho de novela social que se empapa de la realidad del tiempo. A los nombres mencionados, y otros más como Ross Macdonald y James Ellory, viene a sumarse ahora el de Colin Harrison (Nueva York, 1960), un autor que no ha tenido demasiado éxito en España —su obra apareció a mediados de los 90 desperdigada por distintas editoriales sin pena ni gloria**—, pero con la reciente recuperación de tres de sus novelas más celebradas, Manhattan nocturne (Manhattan nocturne, 1996; Navona, 2020), Havana room (The Havana Room, 2004; Navona, 2020) y Un mapa para un crimen (You belong to me, 2017; Navona, 2020), las cosas pintan diferente. Ya del todo entronizado por la intelectualidad —Michiko Kakutani, Rodrigo Fresán, Tom Jones—, Harrison podría ser el nieto que nunca tuvo Raymond Chandler. No hace falta más que asomarse a las primeras líneas de Manhattan nocturne: “Vendo confusión, escándalo, crimen y perdición. Ay, joder, claro que sí, vendo tragedia, venganza, caos y fatalidad. Vendo los sufrimientos de los pobres y las vanidades de los ricos. Niños que caen de ventanas, trenes del metro en llamas, violadores que escapan hacia las sombras. Vendo ira y redención. Vendo el musculoso heroísmo de los bomberos y la asmática avaricia de los jefes de la mafia. El hedor de la basura, el tintinear del oro. Vendo negros a los blancos, blancos a los negros. A los demócratas, a los republicanos, a los izquierdistas, a los musulmanes, a los travestis, a los okupas del Lower East Side. Vendo a John Gotti y a O.J. Simpson, a los bomberos del World Trade Center, y venderé a cualquiera que venga a continuación. Vendo falsedad, y lo que pasa por verdad, y todos los matices intermedios. Vendo a los recién nacidos y a los muertos. Les vendo la ciudad de Nueva York, miserable y magnífica, a sus propios habitantes. Vendo periódicos”. Quien habla es Porter Wren, columnista mercenario de un periódico sensacionalista, para quien la prioridad es desvelar el rostro humano de la muerte. Wren sabe muy bien qué quiere contar y cómo debe contarlo, y para ello no duda en poner en peligro su vida —y su matrimonio— para resolver el asesinato del marido de la hermosa y enigmática Caroline Crowley, una femme fatal a la que nada le preocupa menos que su atractivo ("se puede ser interesante más años de lo que se puede ser atractivo", según la feliz expresión de Rodrigo Fresán***) que se vuelve más escalofriante con cada vistazo a ciertas partes de su anatomía imposibles de ignorar. Lo mismo ocurre con las novelas de Harrison, donde la tragedia, la venganza, el caos y la fatalidad son tan comunes como los renos en Finlandia.




“El degradado escenario que identificamos como civilización urbana norteamericana es, de hecho, otra forma de la naturaleza misma: amoral, impredecible, burbujeante, florida, frenética, terrorífica. Un lugar donde los hombres tienen la misma muerte inútil que las tortugas marinas y los pinzones observados por Charles Darwin”.

Colin Harrison, Manhattan nocturne

  
____
(*) En Duchamp de Calvin Tomkins (Anagrama, 1999; nueva edición ampliada y revisada 2019).
(**) Las cenizas del día (Plaza & Janés, 1994); Laberinto de corrupción (Plaza & Janés, 1995); Manhattan nocturne (Emecé, 1998); El peso del pasado (Diagonal, 2001); Havana room (Mondadori, 2005); El rastreador (La otra orilla, 2008); Alto riesgo (Mosaico, 2010).
(***) En La parte soñada (Literatura Random House, 2017).



lunes, 10 de febrero de 2020

Un gurú llamado Philip K. Dick

No sé si habrán caído en la cuenta, pero a veces los libros se revelan antes de ser leídos —incluso mucho antes de ser cogidos de la estantería de la librería para hojearlos— a través de los títulos. No sucede con todos los libros, en todo caso no sucede con cualquier autor. A mí me sucede sobre todo con los escritores de ciencia-ficción. Sin ir más lejos, ayer me puse a pensar en esto cuando le buscaba sitio en mi biblioteca a los últimos libros de Ray Bradbury (Ahora y siempre, Las doradas manzanas del sol, La feria de las tinieblas, El árbol de las brujas) y Philip K. Dick (La penúltima verdad, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Ubik, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía), publicados por Minotauro en la Biblioteca de Autor. Llevaban varios días amontonados en la mesilla de noche de cualquier manera, apilados casi hasta el techo, junto con una biografía de Philip K. Dick escrita por su tercera mujer, Anne Williams Rubinstein —después Anne R. Dick—, titulada En busca de Philip K. Dick (The Search for Philip K. Dick, 1995, 2009, 2010; Gigamesh, 2020). Puede que En busca de Philip K. Dick no arroje una luz excesiva a los rincones oscuros de este autor visionario, paranoico, para algunos un gurú, que se sentía espiado por los servicios secretos estadounidenses. De hecho, los mejores momentos del libro hay que buscarlos antes y después de sus alucinaciones y paranoias, como cuando Dick se muestra azorado, atolondrado, incómodo, desorientado, no sabe cómo comportarse, al ver a su mujer tomando el sol desnuda en el jardín de su casa de Point Reyes Station, California. Para quienes no conozcan la obra de Dick, hay también una buena cantidad de jugosas anécdotas y reflexiones sobre sus títulos más conocidos, como Confesiones de un artista de mierda —su novela más autobiográfica y personal—, El hombre del castillo, Tiempo de Marte, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Ubik, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía y la que todos consideran su obra maestra, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, pero no terminan de mostrar el infierno que se vive dentro de la cabeza del autor. No obstante, a diferencia de la célebre biografía de Emmanuel Carrère sobre Dick, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Je suis vivant et vous êtes morts, 1993; Anagrama 2018), en la que el novelista francés se adentra en las profundidades de la mente del escritor, la biografía de Anne es la que más nos acerca al verdadero yo de este autor vulnerable, esquivo y poliédrico que nunca quiso llamar la atención.




“No llames jamás la atención de las autoridades. No nos intereses nunca. No hagas que deseemos saber cosas acerca de ti”.

Philip K. Dick, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía


miércoles, 5 de febrero de 2020

¿Et in Arcadia ego?

Por regla general, los autores contemporáneos precisan rodearse de un discurso, el que sea, para sentirse escritores comprometidos con su tiempo. No es el caso del británico Max Porter, cuya segunda novela, Lanny (Lanny, 2019; Literatura Random House, 2020), redunda en la poética exploración del mundo de la infancia, como ocurriera en su sorprendente debut, El duelo es esa cosa con alas (Grief is the Thing with Feathers, 2015; Rata, 2016), que tan buen sabor de boca nos dejó hace unos años.  Depurando la simpleza de lo simple, en Lanny Porter vuelve a desbordar oficio y poesía a partes iguales al darle otra vuelta de tuerca a sensaciones profundas —el dolor de la pérdida, la nada cotidiana— con un dominio asombroso de las palabras, porque tan importante es lo que pasa como la manera en que Porter describe los pensamientos de los personajes delimitados por un cinturón verde que dista mucho del referente vital romántico Et in Arcadia ego (yo también estuve/estoy en la Arcadia). De hecho llevaría más tiempo describir esta “novela de voces” que leerla. Es como esas muñecas rusas que contienen otras más pequeñas en su interior. Lanny cuenta la historia de un niño sensible y soñador, que se siente intrigado por Papá Berromuerto, un ente mitad vegetal, mitad animal, misterioso siempre, que es tan antiguo como el bosque que rodea el pueblo donde vive a las afueras de Londres. Además están los adultos: los padres de Lanny, Robert, un hombre gris que no destaca en nada (y del que su hijo pequeño no sabe nada: “Tengo un dibujo hecho por Lanny pegado encima del escritorio. Soy yo con una capa, volando por encima del perfil de una ciudad, y dice: ¿Adónde va papá cada día? Nadie lo sabe”), y Jolie, una ex actriz de teatro reconvertida en escritora de novelas policíacas. También están el loco Pete, un artista excéntrico y controvertido que toma a Lanny bajo su protección, y Peggy, la alcahueta del pueblo. Los personajes no son bloques pétreos, sino entidades complejas y capaces de albergar distintas emociones que no siempre vienen como quieren ni cuando quieren. Lanny es un libro para leer reposadamente, dedicándole toda tu atención, como el dibujo de un niño que ha sufrido abusos y busca la forma de expresarlo. Una cosa es segura: Porter puede reclamar ya su lugar entre los maestros artesanos (no se me ocurre otra palabra mejor) de la novela inglesa actual.




“Lo primero que descubrí [Mamá de Lanny] es que el pueblo era un lugar ruidoso. Los pájaros hacían ruido, el patio de la escuela hacía ruido, la maquinaria agrícola hacía ruido, las llamadas constantes a la puerta, los golpes y el martilleo a todas horas. [...] La misma idea de un lugar seguro resulta opresiva”.

Max Porter, Lanny