domingo, 25 de octubre de 2020

El chico imposible

Si nos olvidamos por un momento de sus tres libros anteriores publicados en España por la editorial Blackie Books (Crezco, Lolito y Hurra), la última novela de Ben Brooks, La historia imposible de Sebastian Cole (The Impossible Boy, 2019; Blackie Books, 2020), no deja de ser una entretenida obra juvenil que bebe tanto de Matilda de Roald Dahl como del humor satírico, surrealista y paródico de la inagotable serie de novelas de David Walliams encabezadas con el antetítulo La increíble historia de...*. Al igual que en sus anteriores libros, en La historia imposible de Sebastian Cole los adultos se comportan como niños, como “alguien que se viese de repente en un cuerpo demasiado grande como para saber manejarlo”. Dicho esto, no hay ninguna necesidad de seguir hablando de esta novela protagonizada por Oleg y Emma, dos amigos de sexto de primaria que, para llenar el vacío que ha dejado en sus vidas una compañera de clase que se ha mudado a las afueras, deciden inventarse un amigo ficticio llamado Sebastian Cole. Ni que decir tiene que La historia imposible de Sebastian Cole está a años luz de su novela debut, Crezco (Grow up, 2011), escrita a los 19 años, y no digamos ya de su novela de licenciatura —en precocidad sexual— Lolito (Lolito, 2014), que vino a confirmar lo que ya suponíamos, que Brooks más que británico (de Gloucester, en el suroeste de Inglaterra) había llegado de los anillos de Saturno. Sólo así se entiende el arrojo con el que el autor toma por asalto el clásico de Nabokov para —celebrarlo, sí, pero también— darle la vuelta como a un calcetín viejo. El protagonista de Lolito es un adolescente inglés de 15 años, Etgar Allison, que mantiene un breve encuentro sexual con una mujer escocesa de 46 años, Marcy Anderson, a la que ha conocido a través de Internet después de romper con su novia de toda la vida, Alice: “Estuvimos juntos mil treinta y siete días. Los acabo de contar. Son muchos días. En este tiempo te salieron las tetas, mi polla se volvió de un color como marrón y los dos crecimos y nos presentamos a los exámenes. Creo que esto significa que cuando salgamos con otra gente será diferente. [...] Por eso en las películas la gente dice ‘seamos amigos’ cuando rompen. No creo que debamos ser amigos porque te he visto el coño y sería raro. Cuando se me olvide cómo es podremos ser amigos, pero a lo mejor entonces ya seremos viejos. A lo mejor tenemos cafeteras exprés. No quiero una cafetera exprés, Alice”. En La historia imposible de Sebastian Cole, el lector echa de menos la sinceridad de Etgar, las brutales inseguridades de Jasper (Crezco), el toque de cruda realidad de Hurra, pero sobre todo echa de menos a Ben Brooks, el verdadero chico imposible. 





“—He estado fuera tres días y ni siquiera te has dado cuenta.

—¿Cómo? ¿Dónde has estado?

—Eso da igual. Lo que importa es que si te olvidas de la gente, desaparece. Los metes en una habitación donde nadie los recuerda y es como si nunca hubiesen existido”.


Ben Brooks, La historia imposible de Sebastian Cole 



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(*) En España la serie La increíble historia de... está publicada por Montena: El monstruo del Buckingham Palace (2020), La cosa más rara del mundo (2019), El gigante alucinante (2019), El papá bandido (2018), Los amigos de medianoche (2017), La gran fuga del abuelo (2016), El mago del balón (2014).


domingo, 18 de octubre de 2020

Sin los ojos de fuera

Decía Joan Pons, crítico musical y guionista del programa Sputnik del Canal 33, que “sin los ojos de fuera, sin que nadie los fabule incluso antes de verlos, todos los lugares están incompletos”. La impresión habitual que produce Marte, ese pequeño astro que en el imaginario común se conoce con el nombre de Planeta rojo, es el de habitar un presente continuo que es un tiempo infinito. Su historia tiene la consistencia de una minúscula hebra de hilo que se hubiera desprendido de un vasto tapiz del que no se conserva memoria alguna, lo que ha hecho que se haya disparado la imaginación de científicos y escritores a lo largo de los dos últimos siglos. No obstante, el exiguo pasado del que se tiene constancia —la superficie del planeta conserva las huellas de grandes cataclismos— no es nada comparado con el futuro que tiene por delante, y que algunos escritores de ciencia-ficción se apresuraron a contar enseguida, como Edgar Rice Burroughs (Una princesa de Marte), Ray Bradbury (Crónicas marcianas), Frederik Pohl (Homo Plus), Philip K. Dick (Tiempo de Marte) o Kim Stanley Robinson, de quien la editorial Minotauro acaba de reeditar Marte rojo (Red Mars, 1992), primer volumen de la Trilogía de Marte, galardonada con los premios Nébula y Hugo. La novela de Robinson narra la historia de los primeros cien colonos de diferentes países, enfrentados por dos concepciones de Marte incompatibles: la que pugna por salvaguardar la belleza salvaje y abrupta del planeta, y la que pretende transformarlo a imagen y semejanza de la Tierra. Burroughs, Bradbury, Pohl, Dick y Robinson no son los únicos autores que han fabulado sobre el planeta rojo. La literatura marciana ha encontrado en la poetisa Tracy K. Smith, autora de Vida en Marte (Life of Mars, 2011; Vaso roto, 2013) por la que ganó el Premio Pulitzer de poesía en 2012, a una nueva abanderada. El padre de Smith, fallecido en 2008, era ingeniero en el telescopio espacial Hubble, por lo que pasó casi toda su vida observando el cielo, ese cielo que: “Oculta algo elemental. No a Dios, exactamente. Más bien / algún escuálido con el rutilante espíritu de Bowie—Starman / o un as cósmico que se debate, se tambalea y sufre para que podamos ver. / ¿Y qué haríamos nosotros, tú y yo, si pudiéramos saber con seguridad / que alguien estaba allí con los ojos entornados por el polvo, / diciendo que nada está perdido, que todo vive tan solo esperando / volver a ser querido lo suficiente?”. ¿Queremos a la Tierra lo suficiente? ¿Nos queremos a nosotros mismos lo suficiente? Si hay algo que hace de la ciencia-ficción un género cada vez más en auge, no es su visión anticipada del futuro hacia el que nos dirigimos, sino su capacidad para reflejar en sus márgenes nuestro abrupto e incierto presente.




“—¡Lo único que digo es que hemos venido a Marte para siempre! —exclamó Arkadi, mirándola con ojos desorbitados—. Vamos a hacer no solo nuestros hogares y nuestra comida, sino también nuestra agua y el aire mismo que respiramos… todo en un planeta donde faltan esas cosas. Podemos hacerlo; tenemos una tecnología que manipula la materia hasta el nivel molecular. ¡Una capacidad de verdad extraordinaria! Y, sin embargo, algunos de los que están aquí pueden aceptar transformar la total realidad física de este planeta sin intentar cambiarnos a nosotros mismos o nuestra manera de vivir. Somos científicos del siglo veintiuno en Marte, pero, al mismo tiempo, vivimos dentro de un sistema social del siglo diecinueve, basado en las ideologías del siglo diecisiete. Es absurdo, es disparatado, es… es… —Se agarró la cabeza con las manos, rugió:— ¡No es científico! Y digo que entre todas las cosas que transformaremos en Marte, tendríamos que estar nosotros y nuestra realidad social. No solo hemos de terraformar Marte; tenemos que terraformarnos nosotros mismos”.


Kim Stanley Robinson, Marte rojo 




lunes, 12 de octubre de 2020

Blanco, amarillo, limpio

Es inaudita la cantidad de metáforas demoledoras que Leonard Michaels vierte sobre la institución matrimonial en su novela debut que permanecía inédita en nuestro país, El club (The Men’s Club, 1981,1993; Malas tierras, 2020). Ambrose Bierce dijo una ocasión acerca de la gratitud que se trataba del “sentimiento que se encuentra a medio camino entre un favor recibido y un favor esperado”. Que nadie espere una palabra de gratitud en las historias que un grupo de hombres, de clase media alta, heterosexuales, con estudios, urbanitas —un psicoanalista, un abogado, un médico, un ex jugador de baloncesto, un contable, un profesor universitario— se cuentan unos a otros sobre sus respectivos matrimonios durante una larga noche que termina en una batalla campal. Es imposible hablar de uno de los procedimientos clásicos de la literatura universal —la recopilación de historias enlazadas por una idea central— sin citar a Chaucer y sus Cuentos de Canterbury*, pero Chaucer no llegó tan lejos como lo hace Michaels en El club, donde plasma en una colección de sketches** la ironía de la vida sexual y la infidelidad conyugal estadounidenses, aunque vale para cualquier país del planeta. Uno de los hombres del club, Cavanaugh, está obsesionado con follar con cuantas mujeres mejor, pero siempre vuelve a casa después de hacerlo: “No veo el momento de llegar. La cena está lista, los niños están bañados y esperándome. Hay un jarrón de margaritas en el centro de la mesa. Hay leche para los niños. Como si nada hubiera pasado. Eso es, así es y así tendría que ser. Blanco, amarillo, limpio. Hasta el gato parece feliz”. Pero esto no es más que un espejismo, como se encarga de recordarle, cuando se lleva el tenedor a la boca, “una bocanada de coño porque hace veinte minutos estaba follando como loco calle abajo. Me he restregado bien, pero ahí está”. En El club, Michaels demuestra poseer un don especial para señalar el momento exacto en el que un matrimonio —la historia de su matrimonio la contó en su segunda novela Sylvia (Sylvia, 1990; Libros del Asteroide, 2017)— se quiebra como una rama seca y cualquier deseo o esperanza se transforma en un sanguinolento amasijo de culpa, vergüenza, violencia y pérdida. La visión que Michaels da de estos hombres confundidos, desesperados o frustrados, que se preguntan constantemente “¿cómo debo sentirme?” tiene algo de Apocalipsis, de pérdida objetiva de privilegios como resultado de una nueva visión feminista. Un libro tan actual hoy como hace cuarenta años.




“Volví a pensar en las mujeres. Ira, identidad, política, derechos, injusticias. Las envidiaba. Parecía interesante formar parte de un colectivo en desventaja de nuestra sociedad. Las desventajas te dan algo por lo que luchar, te hacen moralmente superior, te dan seguridad. ¿Qué nos quedaba a los hombres hoy día? Ya lo tenían todo”.


Leonard Michaels, El club 



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(*) Uno de los hombres del club se apellida Canterbury.

(**) La novela fue llevada al cine en 1986 por Peter Medak, con el mimo título (en España se rebautizó como Secretos indiscretos) y con guión del propio Michaels. 



sábado, 10 de octubre de 2020

Glu glu glu glu (Glück)

El Premio Nobel de Literatura de 2020 ha recaído en la poetisa estadounidense Louise Glück. Como dice el dicho: “Mi gozo en un pozo”. O si lo prefieren, mi gozo hizo glu glu glu glu. Pues mi favorita —y la de muchos— era la poetisa canadiense en lengua inglesa Anne Carson. Se sabe que a la Academia Sueca no le gusta ser segundo plato, de ahí que el Premio Princesa de Asturias de las Letras de 2020 concedido a Anne Carson en junio de este año haya hecho que sus miembros se decantasen a regañadientes por Louise Glück. Lo de Carson no es nuevo, le sucedió a Arthur Miller, Claudio Magris, Paul Auster, Amos Oz, Margaret Atwood, Ismael Kadaré, Amin Maalouf, Leonard Cohen y Philip Roth, entre otros, que vieron cómo sus candidaturas al Premio Nobel de Literatura caían en saco roto tan pronto como la Fundación Princesa de Asturias (Príncipe de Asturias hasta 2014) les otorgó su premio anual*. Carson no tiene el Nobel —ellos se lo pierden—, pero tiene el reconocimiento de sus lectores, que somos muchos. Cualquiera que haya leído alguno de los libros de poesía de Carson, en especial Autobiografía de Rojo (Autobiography of Red, 1998; Pre-Textos, 2016), Hombres en sus horas libres (Men in the Off Hours, 2000; Pre-Textos, 2007) y La belleza del marido (The Beauty of the Husband; 2001; Lumen, 2003), sabe que no se trata sólo de poesía: casi se podría decir que Carson funde edades históricas a través de la sensibilidad y la épica de sus composiciones —a veces ensayos narrativos o novelas en verso—, que atraviesan océanos de tiempo, bañadas en una estética ancestral, pero revelándose a la vez absolutamente contemporáneas y ancladas al presente. El resultado, como escribe el traductor Andreu Jaume en el prólogo de La belleza del marido, es una “obra ecléctica, mezcla de ensayo, narración y verso, [que] ha tensado los límites de la poesía e incluso del libro”. Demasiado para una Academia (la sueca, pero ya que estamos, la estadounidense también, donde ni siquiera figura Louise Glück) que después de los últimos escándalos de filtraciones y abusos sexuales ha terminado por abrazar el conservadurismo frente a la reinvención.




“No me avergüenza decir que lo amé por su belleza.

Como volvería a amarlo si se acerca.

 La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.

La belleza hace el sexo sexo”.


Anne Carson, La belleza del marido 



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(*) La única excepción fue la escritora británica Doris Lessing, que obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2001 y el Premio Nobel de Literatura en 2007. Por utilizar un símil futbolístico, el galardón español le costó a la autora de El cuaderno dorado estar seis años sentada en el banquillo de los nobelables hasta cumplir los 88 años. Aunque también hicieron doblete Mario Vargas Llosa (Príncipe de Asturias en 1986 y Premio Nobel en 2010) y Camilo José Cela (Príncipe de Asturias en 1987 y Premio Nobel en 1989), en realidad no cuentan porque en el pasado siglo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras tenía por norma no escrita galardonar únicamente a autores de habla hispana.