domingo, 31 de mayo de 2020

Hemingway es una fiesta

Si hay un autor al que me hubiera gustado parecerme a los veinte, treinta, cuarenta años, ese es Ernest Hemingway. Ahora, entrado en los cincuenta, parece que lo que conseguido, al menos en el parecido físico: pelo y barba blanca, aunque yo luzco bastante más joven y delgado que el escritor americano. Viene todo esto a cuento porque no veo la hora de que Amazon me envíe por correo la biografía Hemingway en otoño ( Autumn in Venice. Ernest Hemingway and His Last Muse, 2018) de Andrea Di Robilant, que acaba de publicar en España Hatari Books coincidiendo con el 70 aniversario de su novela Al otro lado del río y entre los árboles, basada en el affaire que Hemingway mantuvo en las postrimerías de su vida con una joven veneciana, Adriana —Renata en el libro— Ivancich. La novela fue publicada por entregas de febrero a junio de 1950 en Cosmopolitan y en formato libro en septiembre de ese mismo año. Para entretener la espera, he vuelto a releer Muerte en la tarde, un libro al que en su día, hace ya tiempo, no presté mucha atención —quizás porque no comparto la afición de Hemingway por los toros, aunque el trasfondo del libro es otro, como escribe el autor en el primer capítulo*—, pero que contiene reflexiones que todo escritor que se precie debería conocer: “Al escribir una novela el autor debe crear personas vivas; personas, no personajes. Un personaje es una caricatura. Si el escritor puede hacer que vivan personas, quizá no haya en su libro grandes personajes, pero es posible que permanezca como un todo, con su propia entidad, como una novela... Las personas de una novela (no los personajes hábilmente construidos) deben proyectarse desde la experiencia asimilada por el autor, desde sus conocimientos, desde su cabeza y su corazón y desde todo lo que es él. Si es afortunado y constante y logra que salgan completas, tendrán más de una dimensión y durarán mucho tiempo”. Eso y no otra cosa es lo que hace auténticos a Jake Barnes y Brett Ashley (Fiesta), Frederick Henry y Catherine Barkley (Adiós a las armas), Nick Adams (En nuestro tiempo), Harry Morgan (Tener y no tener), Robert Jordan (Por quién doblan las campanas), Richard Cantwell (Al otro lado del río y entre los árboles), Harry Street (Las nieves del Kilimanjaro), Santiago (El viejo y el mar), Thomas Hudson (Islas a la deriva), David Bourne (El jardín del Edén) o el propio Hemingway de joven en el París de los años veinte, cuando el hambre era una buena disciplina (París era una fiesta). En pocas palabras, Hemingway es una fiesta. Disculpen un momento, que llaman a la puerta. Ahora vuelvo...




“Esta carta es para hablarte de un hombre joven que se llama Ernest Hemingway, que vive en París, escribe para el Transatlantic Review y tiene un futuro brillante... Yo trataría de encontrarlo enseguida. Es el mejor”.

Francis Scott Fitzgerald a Maxwell Perkins, editor de Scribner's, en 1924


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(*) “El único lugar donde se podía ver la vida y la muerte —esto es, la muerte violenta— una vez terminadas las guerras era en el ruedo, y yo ansiaba ir a España para estudiarlo. Estaba intentando aprender a escribir comenzando por las cosas más sencillas, y una de las cosas más sencillas y la más elemental es la muerte violenta”. Muerte en la tarde (Death in the Afternoon,1932; Random House Mondadori, 2005, reed. 2011).


domingo, 24 de mayo de 2020

Palos de ciego

Confieso que me esperaba más de Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires (2000; Lumen, 2020), aunque no sé exactamente qué era lo que esperaba de estas clases grabadas por sus alumnos en 1966 —cuando Borges estaba prácticamente ciego—, recuperadas por Martín Arias y Martín Hadis (seguro que la mantis religiosa María Kodama también tuvo algo que ver), después de un exhaustivo trabajo de análisis e investigación, cuyo resultado está a la vista, pero nunca estuvo a la vista del autor de El Aleph. Y esto tenía que haber sido algo muy triste para Borges, quien escribió toda su obra con la misma técnica que utilizó Juan Rulfo en Pedro Páramo, dicho por él mismo: “Escribí Pedro Páramo quitando palabras”. Y ya que estamos, hubiera quitado también autores y puesto en su lugar a otros*. Qué distinto este Borges oral del que narra Adolfo Bioy Casares en Borges (Destino, 2006), donde el autor de La invención de Morel recoge casi medio siglo de amistad: escribían juntos, trabajaban juntos, paseaban, veraneaban y comían juntos. Lo que más se agradece —y yo lo agradezco mucho— de este voluminoso diario, en el que la mayoría de las entradas se inician con un conciso y lacónico “come en casa Borges”, son los aspectos pocos conocidos de su personalidad, escindida entre un Borges privado y un Borges público. Así nos enteramos que para el Borges privado Neruda “es un discípulo de Lorca, mucho peor que Lorca. El mejor Lorca es el que escribe poemas andaluces y gitanos. Cuando creyó que podía escribir de todo, cuando escribió los versos libres de Poeta en Nueva York, escribió poemas horribles. Estos poetas, en cierto modo, son muy hábiles. No se les puede acusar de insensatos, porque están jugando a ser insensatos” (5-6-1963). En Borges, el autor de Historia universal de la infamia da palos a diestro y siniestro, y no precisamente palos de ciego, o sí. De James Joyce dice que: “Rompí una primera edición de Work in Progress, que me había regalado Elvira de Alvear, porque me daba rabia que un escritor publique borradores” (8-1-1971). De Marcel Proust confiesa: “No lo leí por miedo de quedarme metido en ese laberinto. Ahora me pasa eso con las novelas largas. Pienso que el tiempo que voy a perder siguiendo esas vidas imaginarias puedo aprender algo, y no leo la novela” (26-7-1971). Tampoco se libra el Premio Nobel de Literatura, sobre el que Borges y Bioy sostienen un diálogo divertido. Parecen una de esas parejas cómicas del cine, Stan Laurel y Oliver Hardy, Jack Lemmon y Walter Matthau. Borges dice: “Le dieron el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez”. Bioy: “Qué vergüenza...” Borges: “...para Estocolmo. Primero a Grabriela [Mistral], ahora a Juan Ramón. Son mejores para inventar la dinamita, que para dar premios” (25-10-1956). Así, miles de frases y apostillas que podrían ser discutidas una a una, aunque de poco vale porque “todas estas polémicas literarias son como efusiones de sangre en el teatro: después nadie muere”.




“Se ha dicho que la idea de que un hombre es dos es un lugar común. Pero como ha señalado Chesterton, la idea de Stevenson [en El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde] es la idea contraria, es la idea de que un hombre no es dos, la idea de que si un hombre incurre en una culpa, esa culpa lo mancha. [Hyde] es un hombre que ignora todos los remordimientos y los escrúpulos. Se entrega a ese placer de ser puramente malvado, de no ser dos personas, como somos cada uno de nosotros”.

 Jorge Luis Borges, Borges profesor


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(*) En Borges, el palabrista (2013), Esteban Peicovich recoge la siguiente respuesta de Borges: “Lo que yo escribo es algo que se ha pulido, y cuando hablo, lo que doy es sólo lo que puedo dar hablando: pastillas, virutas. Una especie de arcilla que no ha sido plasmada”.


domingo, 17 de mayo de 2020

Vivimos a medias

Dice el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en sus diarios, publicados recientemente en España con el título Lo que fue presente (Alfaguara, 2020), que: “He perdido el gusto de escribir en mis cuadernos. Ante todo por la dificultad de ser como antes: franco, sincero, abierto (por lo cerrado y privado del cuaderno). [...] Tal vez crecer es dejar de confiar”. El lector haría bien en no tomárselo al pie de la letra. En todo caso, no debería hacerle caso. Lo que fue presente es un libro franco, sincero, abierto a las confidencias más dolorosas, que nos ayuda no sólo a conocer mejor la trayectoria literaria del autor de El olvido que seremos —el libro de Faciolince que mejor vaya a aguantar el paso del tiempo: “Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme y este mismo libro no es más que una carta a una sombra”—, sino también a conocerle de primera mano, de tú a tú, personalmente; cara a cara. Su voz resulta íntima, como si nos hablase al oído. Así nos enteramos de que: “Cuando no escribo me inundo de pesadillas. Estas desaparecen cuando escribo”. O que: “A mí solamente me entusiasma lo que está empezando. Me entusiasman los principios. Un amor, una novela, un libro”. Y todavía una más sucinta: “Busco consuelo en la literatura, como todos, como muchos”. En Lo que fue presente, Abad Faciolince se alía con Flaubert para crear la imagen del escritor como una anomalía: sufre y hace sufrir. Pero, sobre todo, es incapaz de conectar con las Albertinas de su vida: “El sábado pasado terminé mi relación con Eugenia. Duró casi dos años y creo que —aunque quemé tanto de mi vida pasada, aunque sacrifiqué tanto— valió la pena. Y si no hubiera valido la pena tampoco se podría hacer nada ya, o sea que es mejor pensar que sí valió la pena. [...] Era paradójico que en el acto amoroso de leerle En busca del tiempo perdido yo me iba desenamorando. Eugenia lo tomó horrible, con alaridos de furia y dolor, con golpes y patadas salvajes, con un descontrol casi total. El terrible final de un amor muy apasionado”. Lo que fue presente es muchas cosas a la vez y todas adictivas: un diario íntimo, un libro de pensamientos y reflexiones, un cuaderno de lecturas, un compendio de citas inspiradoras, un recuento de uno mismo y, en cierto modo, también un künstlerroman pero al revés —la idea la he tomado de La parte recordada de Rodrigo Fresán—: la historia de un escritor que, habiendo alcanzado una especie de felicidad tranquila, una “serenidad por haber hecho lo que tenía que hacer”, y ya sin nada más que escribir, comenzase a replegarse sobre sí mismo. Faciolince nos regala una enorme lección de vida.




“Somos muchos, demasiados, los que en este siglo ejercemos esta profesión masturbatoria de escribir, casi para nosotros mismos, en un cuaderno privado. Luego, lo escrito es tan solo una botella de náufrago con un mensaje que no llegará nunca a ningún lado. Que no es un mensaje de auxilio, sin embargo, no es una señal, sino más bien una huella, el testimonio de algo simple y único: que vivimos (a medias, no como Neruda, que se creía tan completo en todo). 

 Héctor Abad Faciolince, Lo que fue presente


lunes, 11 de mayo de 2020

El río que nos lleva

Del estado de confinamiento a esta parte no paro de leer libros que me recuerdan que en la primera mitad del siglo XX había obras y escritores que hemos olvidado injustamente. O quizás la desmemoria es justa —cada generación tiene sus propios autores—, pero el reciclaje de estas voces en manos de escritores actuales ha renovado tanto su recuerdo como su atractivo. Pienso en Chris Offutt, en Chip Cheek y, sobre todo, en Max Porter, quien parece haber heredado de Thomas Wolfe la subjetivización de la realidad. Precisamente de Thomas Wolfe, la editorial Páginas de Espuma acaba de reunir en un solo volumen sus Cuentos, traducidos por Amelia Pérez de Villar. El libro, de casi 1.000 páginas, está a la altura de sus dos grandes y torrenciales novelas, El ángel que nos mira y Del tiempo y el río. No obstante, resulta difícil hablar de cimas narrativas cuando se trata de Wolfe, lo que sí podemos decir es que estos cuentos hicieron imposible ignorar desde el mismo momento de su aparición el caudal poético y la personalidad de un hombre con una sensibilidad única. Correspondió a Maxwell Perkins, editor de Scribner, el pulimento del genio personal y expansivo de Wolfe, pero no fue el único autor al que ayudó a salir adelante. El primer gran acierto de Perkins como editor fue apostar por un joven de Minessota que le envió por correo el manuscrito de su primera novela. Tras sugerirle diversos cambios y retoques, decidió editarla. La novela era A este lado del paraíso y el autor Francis Scott Fitzgerald. Su publicación en 1920 se convirtió en un acontecimiento literario de primera magnitud, al igual que ocurrió con sus siguientes novelas: Hermosos y malditos (1922) y El gran Gatsby (1925). Perkins mantuvo una estrecha relación con Fitzgerald, pero sin duda su relación más intensa y profunda fue con Wolfe, cuyos originales necesitaban un camión de mudanzas para ser trasportados hasta su despacho. Convencido del talento de Wolfe y empeñado en publicar su primera novela, El ángel que nos mira (1929), Perkins trabajó con él durante más de un año, sugiriendo cortes y correcciones hasta que el libro adquirió proporciones humanas y ganó en coherencia, o al menos legibilidad para los ojos asustados de los lectores poco acostumbrados a un torrente descriptivo sin límites. Tras la publicación de su segunda novela, Del tiempo y el río (1935), los comentarios de algunos críticos que opinaban que Wolfe no hubiera llegado a nada sin la ayuda de Perkins, hirieron el ego del escritor y fue uno de los motivos del distanciamiento entre ambos hasta la muerte temprana del escritor, a los 38 años. Al igual que sus novelas, los cuentos de Wolfe parecen competir con la vida en duración y extensión. Y debido a que están, en gran medida, extraídos de su vida, resultan particularmente dramáticos. Si tuviera que quedarme con uno solo de sus cuentos, entre tantos y tan grandiosos, me quedaría con No hay puerta* (No Door), donde Wolfe, tumbado a oscuras en su cama, en la casa de su madre, en Saint Louis, Missouri, un mes de octubre —“el país es tan grande que es difícil afirmar que en todas partes es el mismo octubre”—, rememora la muerte de su padre. 




“Supe de pronto que todo hombre que una vez ha vivido ha buscado y busca aún a su padre. Que incluso cuando su padre muere ese hijo le buscará furiosamente por las calles de la vida: intentará encontrarle sin perder la esperanza, siempre sintiendo que un día le hallará y volverá a verle la cara. Yo había vuelto en octubre, pero no había puertas. No había puerta alguna por la que yo pudiera entrar. Y supe entonces que ya nunca podría hacer mía esa vida. Con todo, sumido en ese hondo desasosiego que me instaba a volar, yo no tenía refugio en la tierra, ni un lugar o una puerta a los que dirigirme”.

Thomas Wolfe, No hay puerta

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(*) Hay una edición española anterior con el título Una puerta que nunca encontré (Periférica, 2012), traducida por Juan Sebastián Cárdenas.


domingo, 3 de mayo de 2020

Felicidad y alienación

Algunos, muchos, tenemos libros pendientes por leer, y sin embargo no podemos evitar volver a los libros ya leídos, acaso porque es una forma de redescubrir sensaciones, conversar con el lector que fuimos hace diez, veinte, treinta años. En su ensayo Elegía a Gutenberg, el crítico Sven Birkerts examinaba su experiencia como lector de la siguiente manera: “La literatura cambia a medida que nosotros lo hacemos. Las palabras permanecen, pero su significado oscila en torno de nosotros como una sombra. En ciertos casos crecemos más que el libro; aquellos párrafos que nos inflamaron con tanta intensidad parecen pálidos reflejos cuando volvemos a leerlos. [...] Por el contrario, hay libros que sólo comenzamos a comprender cuando maduramos”. Birkerts no se refiere —o no sólo, al menos— a las obras canónicas de la literatura, como Ulises, El hombre sin atributos o En busca del tiempo perdido, sino a toda la amplia gama de novelas que forman parte de nuestra educación sentimental. Todo esto viene a cuento porque acabo de releer de una sentada tres novelas cortas de Annie Ernaux reeditadas recientemente, y que se suman a la recuperación* de su obra que vienen haciendo varias editoriales españolas: La vergüenza (La Honte, 1997; Tusquets; 1999, reed. 2020), El lugar (La Place, 1983; Tusquets, 2002, reed. 2020) y El acontecimiento (L’événement, 2000; Tusquets, 2001, reed. 2019). Si hubiera que definir en una frase a la escritora francesa, nacida en Lillebonne en 1940, ésta sería aquélla que la cantante rapera Missy Elliott dijo en cierta ocasión sobre sí misma: “Mientras le duró el celo, ninguna fue más perra que ella”. Toda la obra de Annie Ernaux gira en torno a un repetido, reiterado, insistente deseo: contarlo todo, no guardarse nada. “Siempre he deseado escribir libros de los que me sea imposible hablar a continuación, que hagan que la mirada ajena me resulte insostenible”, confiesa la autora en La vergüenza; revelación que volvería a repetir en La ocupación (L’occupation, 2002; Herce, 2008): “Siempre quise escribir como si no fuera a estar cuando publicaran lo escrito”. Escribir, o en su caso, desnudarse en cuerpo, alma y fluidos en párrafos muy cortos y condensados, responde a algo más que a un gusto literario: es una cuestión de apasionamiento por una escritura de una avasalladora sinceridad que recuerda a la actitud narrativa de Christopher Isherwood en Adiós a Berlín: “Soy una cámara con el obturador abierto, totalmente pasiva, que registra sin pensar. Registra al hombre que se afeita en la ventana de enfrente y a la mujer del kimono lavándose el cabello. Algún día, habrá que revelar, hacer copias cuidadosamente y fijar todo esto”. A diferencia de Isherwood, Ernaux vuelve la cámara hacía sí misma, se sirve de los acontecimientos de su propia vida —las disputas con sus padres, la enfermedad, el aborto, los celos, la pura pasión**— para trazar el mapa de la felicidad y la alienación de una mujer francesa antes de la era del #MeToo.






“Al escribir se estrecha el camino entre dignificar un modo de vida considerado inferior y denunciar la alienación que conlleva. Porque esas formas de vida eran las nuestras, y casi podía considerarse felicidad, pero también lo eran las humillantes barreras de nuestra condición, me gustaría decir felicidad y alienación a la vez. O, más bien, la impresión de balancearse de un extremo a otro de esta contradicción”.

Annie Ernaux, El lugar

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(*) Véase mi reseña El placer como un dolor futuro en este mismo blog. 
(**)¿De qué otra manera llamar a la evocación obsesiva de sus encuentros sexuales o la observación aún más obsesiva de sus hábitos amorosos? Valga el siguiente ejemplo, extraído de La ocupación: “El primer ademán que hacía yo, al despertarme, era cogerle el sexo, que le había enderezado el sueño, y quedarme así, aferrada a una rama. Pensaba: ‘Mientras esté agarrada a esto no estoy perdida en el mundo’. Y, si pienso hoy en lo que significaba aquella frase, creo que lo que yo quería decir era que no había nada más que desear”.