domingo, 3 de mayo de 2020

Felicidad y alienación

Algunos, muchos, tenemos libros pendientes por leer, y sin embargo no podemos evitar volver a los libros ya leídos, acaso porque es una forma de redescubrir sensaciones, conversar con el lector que fuimos hace diez, veinte, treinta años. En su ensayo Elegía a Gutenberg, el crítico Sven Birkerts examinaba su experiencia como lector de la siguiente manera: “La literatura cambia a medida que nosotros lo hacemos. Las palabras permanecen, pero su significado oscila en torno de nosotros como una sombra. En ciertos casos crecemos más que el libro; aquellos párrafos que nos inflamaron con tanta intensidad parecen pálidos reflejos cuando volvemos a leerlos. [...] Por el contrario, hay libros que sólo comenzamos a comprender cuando maduramos”. Birkerts no se refiere —o no sólo, al menos— a las obras canónicas de la literatura, como Ulises, El hombre sin atributos o En busca del tiempo perdido, sino a toda la amplia gama de novelas que forman parte de nuestra educación sentimental. Todo esto viene a cuento porque acabo de releer de una sentada tres novelas cortas de Annie Ernaux reeditadas recientemente, y que se suman a la recuperación* de su obra que vienen haciendo varias editoriales españolas: La vergüenza (La Honte, 1997; Tusquets; 1999, reed. 2020), El lugar (La Place, 1983; Tusquets, 2002, reed. 2020) y El acontecimiento (L’événement, 2000; Tusquets, 2001, reed. 2019). Si hubiera que definir en una frase a la escritora francesa, nacida en Lillebonne en 1940, ésta sería aquélla que la cantante rapera Missy Elliott dijo en cierta ocasión sobre sí misma: “Mientras le duró el celo, ninguna fue más perra que ella”. Toda la obra de Annie Ernaux gira en torno a un repetido, reiterado, insistente deseo: contarlo todo, no guardarse nada. “Siempre he deseado escribir libros de los que me sea imposible hablar a continuación, que hagan que la mirada ajena me resulte insostenible”, confiesa la autora en La vergüenza; revelación que volvería a repetir en La ocupación (L’occupation, 2002; Herce, 2008): “Siempre quise escribir como si no fuera a estar cuando publicaran lo escrito”. Escribir, o en su caso, desnudarse en cuerpo, alma y fluidos en párrafos muy cortos y condensados, responde a algo más que a un gusto literario: es una cuestión de apasionamiento por una escritura de una avasalladora sinceridad que recuerda a la actitud narrativa de Christopher Isherwood en Adiós a Berlín: “Soy una cámara con el obturador abierto, totalmente pasiva, que registra sin pensar. Registra al hombre que se afeita en la ventana de enfrente y a la mujer del kimono lavándose el cabello. Algún día, habrá que revelar, hacer copias cuidadosamente y fijar todo esto”. A diferencia de Isherwood, Ernaux vuelve la cámara hacía sí misma, se sirve de los acontecimientos de su propia vida —las disputas con sus padres, la enfermedad, el aborto, los celos, la pura pasión**— para trazar el mapa de la felicidad y la alienación de una mujer francesa antes de la era del #MeToo.






“Al escribir se estrecha el camino entre dignificar un modo de vida considerado inferior y denunciar la alienación que conlleva. Porque esas formas de vida eran las nuestras, y casi podía considerarse felicidad, pero también lo eran las humillantes barreras de nuestra condición, me gustaría decir felicidad y alienación a la vez. O, más bien, la impresión de balancearse de un extremo a otro de esta contradicción”.

Annie Ernaux, El lugar

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(*) Véase mi reseña El placer como un dolor futuro en este mismo blog. 
(**)¿De qué otra manera llamar a la evocación obsesiva de sus encuentros sexuales o la observación aún más obsesiva de sus hábitos amorosos? Valga el siguiente ejemplo, extraído de La ocupación: “El primer ademán que hacía yo, al despertarme, era cogerle el sexo, que le había enderezado el sueño, y quedarme así, aferrada a una rama. Pensaba: ‘Mientras esté agarrada a esto no estoy perdida en el mundo’. Y, si pienso hoy en lo que significaba aquella frase, creo que lo que yo quería decir era que no había nada más que desear”.