jueves, 3 de noviembre de 2022

Todo cambia

Hace tiempo que no actualizo este blog. La razón no es otra que el hecho de que en los últimos meses he abierto dos cuentas de Instagram, una de libros (@labibliotecadelapiscina) y otra de cine (@elenemigodelasrubias) donde escribo casi a diario sobre las lecturas y películas que me gustan. Esto no quiere decir que vaya a cerrar el blog, donde hay mucho escrito y muy poco leído, y tal vez pueda tener una segunda oportunidad en las nuevas tecnologías. Decía Kurt Vonnegut —cito de memoria— que los novelistas que dejan de lado la tecnología malinterpretan la vida tan mal como los victorianos tergiversaron la vida, dejando fuera el sexo. Les invito a que me sigan en mis cuentas de Instagram, en las que me gusta compartir y que compartan conmigo sus opiniones. Este mes de noviembre, centenario de la muerte de Marcel Proust (1871-1922), La biblioteca de la piscina hará un repaso de las últimas publicaciones sobre el autor de En busca del tiempo perdido (desde un libro de artículos de Roland Barthes sobre Marcel Proust a una selección de sus Cartas escogidas 1888-1922, pasando por una colección de ensayos de Proust sobre arte y literatura, Escribir), así como de algunas nuevas traducciones de su obra, como la de María Teresa Gallego y Amaya García Gallego para Alba Editorial del célebre primer tomo, Por el camino de Swann, rebautizado para la ocasión como Por donde vive Swann. Esto no es un adiós, sino un hasta pronto.




Aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia.

Marcel Proust

sábado, 2 de abril de 2022

Regreso al Edén

En mi mesilla de noche tengo varios libros abiertos, pero en realidad es como si fueran un solo libro, pues todos tienen una estrecha relación con el jardín: Jardinosofía: una historia filosófica de los jardines (Turner, 2016) de Santiago Beruete, El jardín perdido (Elba, 2018) de Jorn de Percy, Un pequeño mundo, un mundo perfecto (Elba, 2020) de Marco Martella, Vida en el jardín (Impedimenta, 2019) de Penelope Lively, Aún no se lo he dicho a mí jardín (Errata naturae, 2021) de Pia Pera y Mis flores (Gustavo Gili, 2020) de Vita Sackville-West. El último libro recién llegado a la pila es El huerto de una holgazana (Errata naturae, 2022) de Pia Pera. El por qué de esta predilección por los libros sobre jardines, reales, imaginarios o simbólicos, es probable que se encuentre en un recuerdo infantil. Me acuerdo que de niño jugaba con mis primos en un jardín de plataneras que se extendía detrás de la casa de mi abuelo. El cielo azul sin ninguna nube a la vista, el color amarillo de los plátanos, las travesuras arrojándonos agua unos a otros con los pies dentro de las acequias, la libertad con que corríamos por el campo hacía que nos sintiéramos en el paraíso, en ese “poema vegetal”, en palabras del filósofo francés Gilles A. Tiberghein, que fue el mundo en otro tiempo. Como dijo el poeta alemán Hölderlin, puede que los jardines existan para recordarnos que en el pasado habitamos la Tierra de una forma más poética. En el actual estado de destrucción medioambiental, hay pocos trabajos más gratificantes que la jardinería y la filosofía, pues como escribe Beruete en Jardinosofía, cada una a su manera ayuda a restablecer nuestra confianza en el mundo: “Sí, como sugiere Aristóteles, los hombres aspiran por naturaleza a la felicidad, parece lógico y razonable que busquemos un lugar donde hacer realidad ese íntimo anhelo de paz y dicha. Ese espacio idílico, edénico, a la par que bello y saludable, eutópico, por usar la expresión de Assunto*, no es otro que el jardín. […] Frente a una existencia frustrante, mezquina y desdichada, el jardín permite soñar con un mundo mejor”.  A falta de jardín, nada mejor que llenar la casa de flores, como hace la protagonista de La señora Dalloway de Virginia Woolf, una de mis novelas de cabecera: “La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores. […] Avanzó, con paso ligero, alta, muy erguida, para ser inmediatamente atendida por la señorita Pym. […] ¡Ah, las flores! Espuelas de caballero, guisantes de olor, ramos de lilas; y claveles, grandes cantidades de claveles. También había rosas, lirios. ¡Ah, sí! Aspiró el dulce olor del jardín terrenal mientras hablaba con la señorita Pym. […] Y era el momento entre las seis y las siete cuando todas las flores —rosas, claveles, lirios, lilas— brillaban; blanco, violeta, rojo, naranja intenso; cuando todas las flores parecían arder con un fuego interior, suavemente, con gran pureza”. Para Penelope Lively, la ascendencia del jardín actual está en el jardín del Edén: “Puede ser que no lo percibamos así en el nuestro un día de lluvia, con las malas hierbas y las babosas y los caracoles y todos los reptiles del campo campando a sus anchas, pero es instructivo tener presentes las antiquísimas implicaciones de la terminología […] que relaciona dos conceptos: el del jardín y el del paraíso**”. Paraíso o no, cultivar el jardín nos enseña más que ninguna otra cosa a relativizar la vida, a prepararnos para el “arduo arte de vivir bien” del que hablaba Michel de Montaigne. 

 


 

Paraíso en la tierra, paraíso terrenal. Ya no recuerdo dónde, pero Kafka escribió que no habría que preguntarse por qué el ser humano perdió el paraíso terrenal, sino por qué no hace nada para regresar. A él, ciudadano de Praga, quizá se le escapó que todo el que vuelve al campo, todo el que quiere un jardín, está empujado por este deseo, el de un regreso al Edén”.

Pia Pera, El huerto de una holgazana

 

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(*) Rosario Assunto (1915-1994), filósofo italiano, profesor de estética y pionero en el estudio de la naturaleza y el paisaje desde una perspectiva filosófica.

(**) Penelope Lively, Vida en el jardín. Impedimenta, 2019. Traducción de Alicia Frieyro



lunes, 14 de marzo de 2022

Leyendo el paisaje americano

El pasado 12 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento de Jack Kerouac (1922-1969), “un genio solitario e innovador que se adentró por su cuenta en áreas de composición no reconocidas ni cartografiadas, con valentía suficiente para hacerlo solo”, según el poeta Allen Ginsberg, amigo y compañero de correrías por Nueva York, San Francisco, México y Tánger. Mi primer recuerdo de Kerouac es un libro de tapas amarillas publicado por la editorial Bruguera en 1981 con el título En el camino* en la portada. Su traductor era Martín Lendínez, seudónimo —lo supe mucho más tarde— tras el que se ocultaba el escritor Mariano Antolín Rato**, cuya primera novela Cuando 900 mil mach aprox. (1973) no carece de conexiones con la obra de Kerouac. En En el camino, Kerouac aparece como personaje sin edad: Sal Paradise. Y Neal Cassady, "el estafador santo de mente brillante", como personaje sin ataduras: Dean Moriarty. Ambos, en compañía de Carlo Marx (Allen Ginsberg), inician un viaje que les llevará de una costa a otra de América. Dean sentado al volante, mientras Sal lleva en sus manos “un libro que había robado en una librería de Hollywood, Le Grand Meaulnes***, de Alain Fournier, pero prefería leer el paisaje americano que desfilaba ante mí”. En En el camino, los lectores encontrarán todo lo que necesitan saber sobre la Generación Beat, un movimiento formado por un grupo de jóvenes que comenzó como comienzan todas las cosas, de la manera más sencilla posible, con un encuentro, o mejor, una aparición: “Con la aparición de Dean Moriarty comenzó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera”. Esta frase inaugural de la literatura de carretera deja la novela tan arriba que las siguientes pueden pasar desapercibidas. No obstante, todas llevaban en su interior la raíz de la revolución que sacudiría el establishment de la cultura norteamericana de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Baste con citar cuatro de ellas que fueron, por un tiempo, el punto de llegada y el de partida de todos esos jóvenes que, como Sal y Dean, querían que les diera el aire: “No sabía a donde ir excepto a todas partes”; “No puedo ofrecer más que mi propia confusión”; “La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”; y la más importante de todas, con ecos de Whitman, el poeta de la naturaleza: “Todo me pertenece porque soy pobre”.

 

 


 

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(*) La editorial Anagrama volvió a publicarlo en 1986 y en 2006 con este mismo título, En el camino, traducción de Martín Lendínez del original inglés On the Road (1957). En 2009, la editorial barcelonesa sacó una nueva traducción a cargo de Jesús Zulaika, con el título En la carretera. El rollo mecanografiado original.

(**) Antolín Rato ha traducido, con su nombre o con el seudónimo de Martín Lendínez, Yonqui de William S. Burroughs (Júcar, 1978), Ser norteamericanos de Gertrude Stein (Bruguera, 1981), El ruido y la furia de William Faulkner (Bruguera, 1981), Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac (Bruguera, 1982), Reloj sin manecillas de Carson McCullers (Bruguera, 1984), American Psycho de Bret Easton Ellis (Ediciones B, 1991), entre otros títulos. 

(***) Hay traducción española con el título de Meaulnes el Grande (Alianza, 2012, red. 2018), traducción de Ramón Buenaventura.



miércoles, 2 de marzo de 2022

Gide en primera persona

No es sencillo lanzarse a la tarea de reseñar un libro de André Gide, autor de El inmoralista, La puerta estrecha, Los sótanos del Vaticano, Los monederos falsos y, redoble de tambor, de uno de los Diarios más monumentales de la literatura francesa —publicado recientemente por Penguin Random House en cuatro volumenes: Diario 1887-1910, Diario 1911-1925, Diario 1926-1935 y Diario 1936-1950—; una obra que es una puerta abierta a tantas cosas, contadas en primera persona, que una sola lectura no basta para comprender y aprehender a Gide. Si de algo podemos estar seguros es de que Gide, Premio Nobel de Literatura en 1947, no podría haberse reencarnado en el siglo XXI, un siglo en el que el valor de lo impreso disminuye a medida que aumenta el de las imágenes digitales que se suceden en las pantallas de los móviles. Es inevitable pensar que, de haberlo hecho, hubiera dedicado menos tiempo a poner por escrito sus crisis religiosas, los embates de su precoz sexualidad, sus lecturas a Madeleine —“Leerle Aristófanes a Madeleine, Las ranas, p. 417. La idea que los Antiguos tenían de la tragedia”—, su glorificación del deseo y los instintos, pero sobre todo nos hubiera privado a los lectores, como escribe el crítico Ignacio Echevarría en el prólogo del primer volumen, “observar la construcción de la personalidad de Gide como hombre y como escritor”. De haberse reencarnado en nuestra era electrónica, no sólo hubiera hecho uso de las incontables redes asociadas unas con otras, sino que sus twitters hubieran superado en número a las entradas de su monumental diario, cuya redacción Gide veía como un aprendizaje: “No sé si es bueno intentar escribir demasiado pronto; me temo que a menudo lo que uno produce cuando es demasiado joven es como esas frutas que maduran demasiado rápido, que a veces tienen un color reluciente pero son insípidas. Así que lo mejor quizá sea acumular sensaciones y emociones; más adelante ya se las podrá decir mejor”. En sus Diarios, en los que obra y vida se confunden y alimentan mutuamente, Gide se muestra sincero, aun cuando no siempre esté seguro de sus gustos, preferencias y sentimientos; pero no hay nada en ellos que recuerde ese “arte de pastelero” que el autor francés reprochaba a los diarios de Barrès**: “Un artista grande de verdad no cambia los colores de su paleta para resultar poético. Eso es un arte de pastelero. Lo que él mismo llamará, un poco más adelante (al hablar del arte de Praxíteles), relamido”. De la lectura de estos Diarios, publicados por primera vez en España íntegramente, en traducción de Ignacio Vidal-Folch, surge no sólo el retrato de un hombre brillante y contradictorio, sino también la biografía cultural de la Europa convulsa de inicios del siglo XX, un periodo por lo demás de creatividad artística extraordinaria, al igual que lo fuera el siglo que vió nacer el genio de Stendhal. 




“El gran secreto de Stendhal, su gran astucia, es escribir enseguida. Su pensamiento emocionado se mantiene vivo, y de colores tan frescos, como la mariposa que acaba de eclosionar y a la que el coleccionista ha sorprendio al salir de la crisálida. De ahí que haya en su estilo ese no sé qué alerta y espontáneo, sorprendente, súbito y desnudo, que siempre nos encanta. Se diría que su pensamiento no se toma nin el tiempo de calzarse para echar a correr. El suyo debería ser un buen ejemplo; o mejor dicho: yo debería seguir más a menudo ese buen ejemplo”.


André Gide, Diario 1936-1950



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(*) Su prima Madeleine Rondeaux, con la que se casó en 1895, a pesar de que Gide mantenía relaciones con hombres, especialmente con el director Marc Allégret, uno de sus grandes amores.

(**) Maurice Barrès (1862-1923), escritor y político.




domingo, 20 de febrero de 2022

El humo de la frase

No sé dónde leí que Aristóteles dijo que ser humano es vivir con otros seres humanos. De igual manera ser lector es vivir —no necesariamente en la misma casa ni siquiera en la misma ciudad— con otros lectores. A uno de estos lectores le debo el hallazgo de Mira que eres (Candaya, 2021) de Luis Rodríguez, cuyo anterior libro 8.38 (Candaya, 2019) fue calificado por la crítica como “una inteligente y sutil antinovela”*. Frase que podría servir perfectamente para definir tanto el anterior título como éste último, del que no entendí nada y lo entendí todo. Así de grande es la literatura. Pese a que el autor escribe que “los comiezos, contra toda opinión, carecen de importancia”, no hay que creerle. Mira que eres tiene uno de esos comienzos que se recuerdan una vez terminado el libro, e incluso diría que su función es regresar a él llegado el final, como un bucle infinito, como un círculo vicioso del cual te convences a ti mismo que es imposible salir: “Como si la sombra hubiera sobrevivido al árbol. Eso parece lo que he escrito, una sombra que se ha desentendido de mí, aunque terminará por rendise a la costumbre”. Mira que eres es a un tiempo un poderoso crisol de historias, fragmentos, citas, y una sagaz reflexión sobre el papel de la escritura —oral o escrita— en nuestras vidas. Un libro prodigioso que se mueve entre la realidad y la ficción, entre lo vivido y lo imaginado; un inteligente juego de espejos en el que hay que hacer un gran esfuerzo para no quedar atrapado dentro de él, como en el sueño que el narrador, él o ella —no está claro si es hombre o mujer— tiene con un desconocido que se sienta a su lado en una cafetería: “Soñé que estabamos juntos. Yo abría una cajita cuadrada que contenía un espejo y lo ponía delante de él para que apareciera reflejado su rostro. La cerré. Al cabo de un rato, ya sin que estuviera presente, volví a abrirla. Su cara seguía allí, en el espejo”. Con Mira que eres, Rodríguez ha vuelto a situar la literatura en lengua española en el mapa con una fuerza que no se veía desde Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Está claro que no es una lectura fácil, requiere que atravesemos todos los rubicones de los prejuicios. A cambio la recompensa es grande. Si un milagro se define como una violación de una ley natural, Mira que eres es un milagro literario que viola todas las leyes escritas hasta hoy sobre lo que es y no es una novela. Les llegará al corazón, pero les volará la cabeza.


“Mi escritura lidia con el humo de su frase; la claridad, la elección de una palabra u otra, su posición dentro de la oración, los puntos, párrafos, el latido, no cuentan con el lector. Tienen más que ver con el efecto del humo en mis ojos”.


Luis Rodríguez, Mira que eres



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(*) J. Ernesto Ayala-Dip, “Una simulación del ‘big bang’ de la ficción”, Babelia, 22 de abril de 2019.



jueves, 27 de enero de 2022

La literatura como criada que te ordena la casa

Llevo días, semanas, sin escribir.  Sólo leo, leo todo lo que he ido dejando a medio leer encima de estantes, mesas y sillas, como hace el niño de la película Señales de M. Night Shyamalan, Morgan (Rory Culkin), que sufre de asma y va dejando recipientes llenos de agua por toda la casa con una finalidad que él mismo desconoce y que cobra sentido sólo al final de la película. Ayer me encerré en el cuarto de atrás, la habitación de los invitados —aunque hace mucho tiempo que ha dejado de cumplir esa función debido a la cantidad de libros que hay por todas partes— para terminar de leer las últimas páginas de Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 (Anagrama) de Rafael Chirbes. El motivo es muy simple. El cuarto de atrás está lejos del mundanal ruido que entra a través de la puerta ventana de aluminio del salón. Si algo tienen las entradas de los Diarios de Chirbes es que despiertan ideas y sensaciones para escribir. Yo podría haber escrito —no con la misma profundidad, claro está—, lo que escribe el autor de Crematorio acerca de la imposibilidad de dejar de escribir sin que te afecte emocionalmente: Llevo días sin escribir. Me siento vacío, vacío, vacío. Qué pulsión más rara, la de escribir, sin que importe lo que se escriba. Yo diría que escribir te permite seguir viviendo sin que te haga falta sentirte de alguna parte o de alguien”. Los Diarios de Chirbes, escritos a ratos perdidos como dice el subtítulo, es una sucesión de apuntes, reflexiones y pensamientos repletos de lo que solemos buscar en los dietarios de los escritores. Algo parecido al “clic” que buscaba Paul Newman en la película La gata sobre el tejado de zinc de Richard Brooks, donde bebía sin parar hasta alcanzar cierto grado de intoxicación aguda que le permitía escuchar en su cabeza ese deseado “clic”. Yo lo he escuchado en anotaciones como: “Me digo: busco una historia. Y al rato: no, lo que busco no es una historia, sino un tono; aunque, en realidad, lo que busco es cómo tapar el ruido que hace la rata del miedo cuando me corre por dentro”. O en esta otra: La idea de una futurible escritura me parece cada día más una excusa para fingir que todo este desorden en que se ha convertido mi vida tiene un sentido, una brújula que lo guía y le da sentido, y que me empeño en algo que lleva a algún sitio. La literatura, como criada que te ordena la casa”. Cuando te encuentras con párrafos como éste, persiguiéndote durante semanas, entiendes que sí, que este es otro gran libro de Chirbes.

 

 


“Ayer me compré la pluma estilográfica con la que escribo estás líneas. Otra más. Para mí, las estilográficas son fetiches, como si el encuentro con la estilográfica perfecta tuviese que ver con algo más que la escritura: con la literatura, o directamente con la felicidad. Pienso que el día que encuentre una que escriba bien, me quedaré con esa, y ya no buscaré más. Además, ese día seguro que empiezo a escribir a mano cosas que merecen la pena. Algo así es lo que uno piensa que le ocurre con los amantes; uno es infiel, corre detrás de unos y de otros, porque sigue buscando al que le hará detenerse”.

Rafael Chirbes, Diarios. A ratos perdidos 1 y 2



domingo, 2 de enero de 2022

¡Qué año el de aquel siglo!

Decía el crítico Sven Birkerts que leer es un término tan amplio e impreciso como amor. Puede darse el caso de que mientras estamos leyendo un libro, deslizando por primera vez nuestra mirada por sus páginas, nos enamoremos de él. La verdadera lectura sólo se inicia con ese enamoramiento, tras el que recordamos párrafos y frases transcurridos unos meses o unos años. Obviamente, no sucede con todos los libros, pero sí —al menos en mi caso— a menudo. El enamoramiento se refuerza periódicamente volviendo a algunos de esos libros. No tiene porqué ser necesariamente una segunda o tercera lectura, basta con sostenerlo de nuevo entre las manos como una novia o un novio que hace tiempo no vemos. En este año 2022 que acaba de comenzar me he propuesto volver a La tierra baldía de T.S. Eliot, Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke, Sodoma y Gomorra —cuarto volumen de En busca del tiempo perdido— de Marcel Proust, Siddhartha de Hermann Hesse, El cuarto de Jacob de Virginia Woolf, El hombre que sabía demasiado de G.K. Chesterton, Carta a una desconocida de Stefan Zweig, Hermosos y malditos de Francis Scott Fitzgerald, Babbitt de Sinclair Lewis y, sobre todo, a Ulises de James Joyce. El motivo nos es otro que celebrar el centenario de la publicación de todos ellos en 1922. ¡Qué año el de aquel siglo! La editorial Lumen anuncia para el próximo 13 de enero una edición especial de Ulises*, cuya audacia formal llevó a Ezra Pound a proponer abolir el cómputo del calendario cristiano e introducir desde la fecha de su publicación un d. de U. (después de Ulises). Virginia Woolf, que se negó a imprimir la novela en su editorial Hogarth Press**, fundada en 1917, confesó más tarde en su diario haber leído Ulises un verano “entretenida, estimulada, cautivada”. El novelista John Berger debió leerla también un verano, y con igual entusiasmo, a tenor de sus palabras: “Navegué por primera vez en el Ulises con catorce años. Y digo navegar y no leer porque, como nos recuerda su título***, el libro es como un óceano; no lo lees, navegas a través de él”. No es para menos. No es sólo que con  abrir la primera página nos hallemos al instante lejos de nuestro entorno. Es una inmersión gradual, un intercambio en el que entregamos nuestra base en el aquí y ahora para poder asumir otra nueva en el ámbito de la novela, situada en el Dublín de 1904, concretamente el 16 de junio. Cuanto más a fondo se sumerja uno en sus páginas —732 páginas en la versión original de tapas azules, de ocho centímetros de grosor y un kilo y medio de peso— más podrá decir que se ha acercado al misterio de la epopeya lingüística de Joyce. El propio Joyce apuntó una de las claves para desentrañar su novela: “La cuestión suprema sobre una obra de arte es saber desde qué profundidad de vida surge”. Lo primero que llama la atención al entrar en Ulises es la cantidad de cosas que hay dentro, y que no están expuetas a la vista del lector. La novela está más allá de lo que cuenta. A lo largo de un solo día, Leopold Bloom y Stephen Dedalus —ambos trasuntos del autor irlandés— vagabundean por las calles de Dublín reproduciendo nuevamente las míticas etapas de la Odisea homérica. Bloom va a la búsqueda inconsciente de un hijo que venga a sustituir al que se le muriera de niño. Dedalus tiene necesidad, igualmente inconsciente, de una figura paterna que le sirva de punto de referencia en sus inquietudes intelectuales. En el ir y venir de sus dos personajes por la ciudad dublinesa, Joyce aspira afectar nuestra sensibilidad completa, soltando todos los cabos que nos aseguran a tierra firme. Si bien Ulises no es un libro para cualquier lector, en él no hay palabras difíciles u oscuras: “Encuentras mis palabras oscuras. La oscuridad está en nuestras almas. ¿No crees?”. Que Ulises se siga leyendo cien años después de su publicación, sólo significa una cosa, que su travesía es larga. Y la nave va.





“Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los pórticos del descubrimiento”.


James Joyce, Ulises



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(*) En la versión canónica de José María Valverde, galardonado con el Premio Nacional de Traducción a toda una obra en 1990, ahora revisada y actualizada.

(**) Woolf publicó en cambio en 1922 La tierra baldía de T.S. Eliot, de la que Lumen también publicará una edición especial.

(***) El título alude al nombre del héroe de la Odisea de Homero.