martes, 30 de mayo de 2017

Thoreau (y 3)

Un aplastante entusiasmo, eso es lo que produce la lectura de Thoreau. Biografía de un pensador salvaje (Henry David Thoreau. A Life of the Mind, 1987) de Robert Richardson, publicada por Errata naturae. Y, después de eso, o al mismo tiempo, un profundo deseo de salir al campo a pasear y disfrutar de paisajes y colores. En la biografía de Richardson, inmensa en su minúscula cápsula de tiempo y brillante en todos los sentidos, no sólo escuchamos el pensamiento de Thoreau, sino también los chapoteos, revoloteos, zumbidos y vibraciones de los bosques de Concord, donde el autor de Walden se retiró para meditar a sus anchas, aunque no estuvo solo. “Era un placer y un privilegio pasear con él”, reconocerá Ralph Waldo Emerson —el principal arquitecto del pensamiento americano—, en cuya finca de Walden, junto a una laguna, Thoreau vivió en una cabaña durante dos años y dos meses. Las cuatro paredes, el techo y el suelo de la cabaña fueron el santuario desde el que saldrían en procesión al mundo sus cánticos a la naturaleza, como fuente de sosiego: “Dichoso es el hombre al que cada día se le permite contemplar algo tan puro y sereno como el cielo de poniente a la puesta de sol, mientras las revoluciones irritan el mundo”. Pocos saben hoy que un rincón del Festival de Woodstock le rindió culto como si fuera el verdadero amo de la creación. Sin embargo, Thoreau no creía en la vida divina; creía que la muerte borraba al hombre, pero que el cuerpo seguía convertido en abono para “el apetito voraz y la salud inviolable de la naturaleza”. Si es cierto, Thoreau no está del todo muerto.



“Thoreau no estaba interesado en una religión que se esforzase por redimir al hombre de este mundo, o elevarlo por encima de él. Thoreau buscaba la claridad de la mente, no transporte extático; conocimiento, no gracia. [...] Los cimientos para el sentido de la veneración que vemos en Thoreau es su reconocimiento de que lo divino ha de hallarse en el mundo natural”. 

Robert Richardson, Thoreau. Biografía de un pensador salvaje


jueves, 25 de mayo de 2017

Bolaño póstumo

En una carta dirigida a su gran amigo A.G. Porta, Roberto Bolaño le ponía al corriente de su implacable lucha por terminar El espíritu de la ciencia-ficción (con guión intermedio, como se escribía antes de 2000), nuevo libro póstumo —y van seis— del autor de Los detectives salvajes: "Esta novela de mierda me tiene atenazado por todas partes. Quiero y debo terminarla pronto y en la tarea me he convertido en Hulk". El espíritu de la ciencia-ficción es sin duda una novela de juventud, bien construida y de amena lectura donde Bolaño se retrata a sí mismo buscando incansablemente la manera de subsistir sin abandonar su sueño de convertirse en escritor. Al igual que en Los detectives salvajes, la trama de la novela sitúa en el México DF de los años setenta a dos escritores jóvenes que intentan abrirse hueco en el mundo de la literatura. Uno es Remo Morán, que trabaja en el suplemento cultural del periódico La Nación; y el otro, Jan Schrella, alter ego del autor, que ocupa sus días en enviar cartas apasionadas a sus escritores de ciencia-ficción favoritos: Alice Sheldon (alias James Tiptree Jr.), Robert Silverberg, Fritz Leiber, Ursula K. Le Guin, Philip José Farmer, etc. El espíritu de la ciencia-ficción no suena tan pulida ni perfecta como Los detectives salvajes, pero da la sensación de que precisamente ahí reside su encanto. Y qué apropiadísimo título, por cierto: la ciencia-ficción ha cambiado por completo desde que Bolaño escribió la novela en 1984, hace  treinta y tres años, pero su espíritu se conserva intacto en sus páginas. Y hasta renovador.



"Querida Ursula K. Le Guin: 
Le había escrito una carta pero por suerte no se la he mandado: era una carta pretenciosa y llena de preguntas cuyas respuestas usted de alguna manera ha dado en sus hermosos libros. Tengo diecisiete años y nací en Chile pero ahora vivo en una azotea en México DF desde donde se pueden observar unos amaneceres extraordinarios. [...] Leí que uno de cada diez norteamericanos ha soñado alguna vez con misiles nucleares cruzando un cielo estrellado. En Latinoamérica el sueño, me temo, está en relación con otros demonios".

Roberto Bolaño, El espíritu de la ciencia-ficción



martes, 23 de mayo de 2017

¿Cultura de mujeres?

Las distopías o utopías negativas —o, para entendernos mejor, un mundo donde la realidad transcurre en términos contrapuestos a los de una sociedad ideal—, no acostumbran a ser tan directas, perspicaces y subversivas como en El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 1985), de Margaret Atwood. Al rebufo del éxito de la serie de televisión de la cadena americana HBO, la editorial Salamandra ha recuperado esta novela descatalogada en España desde 2008, en que la publicó Bruguera. Al igual que en Un mundo feliz, el clásico de Aldous Huxley que describe una sociedad futura que fabrica embriones humanos a imagen y semejanza de una cadena de montaje, los personajes —sobre todo femeninos— de El cuento de la criada mantienen su heroicidad de puertas adentro. Viven atrapados entre los propios dilemas y la estructura matriarcal generada desde el temor y el control. Si bien el hombre conserva su papel dominante en la República de Gilead, una teocracia radical instaurada en los Estados Unidos tras el asesinato del presidente, son las mujeres quienes se dominan entre sí, sometidas a la inercia paralizante de la sociedad patriarcal anterior. El cuento de la criada viene a ser como esa América retrograda de mitad del siglo pasado que algunos quieren arrancar y que, como la mala hierba, siempre vuelve a crecer.




"En este momento me siento desgarrada, exhausta. Me duelen los pechos, incluso me gotean; no es verdadera leche, a algunas nos ocurre. Nos sentamos en nuestros bancos, frente a frente, mientras nos trasportan; nos hemos quedado sin emoción, casi sin sensaciones, debemos de ser como fardos de tela roja. Nos duele todo. En nuestros regazos llevamos un espectro, un bebé fantasma. Ahora que el nerviosismo ha pasado, debemos hacer frente al fracaso. Mamá, pienso. Estés donde estés, ¿puedes oírme? Querías una cultura de mujeres. Bien, aquí la tienes. No es lo que pretendías 
pero existe. Tienes algo que agradecer".

Margaret Atwood, El cuento de la criada


domingo, 21 de mayo de 2017

Lo bello y lo bueno

"El objetivo de la arquitectura es hacer visible lo que podríamos ser". Estas palabras de Alain de Botton, extraídas de La arquitectura de la felicidad (The Architecture of Happiness, 2006), recogen la utopía de la arquitectura moderna: una sociedad instalada cómodamente en el living-room de su hogar, reflejo de lo que piensan y de lo que son. Pero también expresan la gran trampa de esta misma arquitectura: los edificios no pueden hacer bueno aquello que no lo es. Lo bello y lo bueno no siempre van de la mano. El ejemplo más claro es el de la megalomanía de Adolf Hitler, que encargó a su arquitecto de cabecera Albert Speer construir un Berlín similar al de la antigua Roma. El Berlín planeado y nunca construido contemplaba avenidas imperiales y plazas de armas, así como una colosal estructura abovedada basada en el Panteón de Agripa mandado a construir por el emperador Adriano. Hitler, que no hay que olvidar fue un frustrado estudiante de arquitectura, había hecho bocetos del edificio en 1925, pero cuando en 1938 visitó el Panteón —"El más bello recuerdo de la antigüedad romana", según Stendhal—, decidió hacerlo más grande y más visible. La tentación de lo bello no nos debería engañar acerca de su capacidad para transformar nuestras vidas.




"La arquitectura puede contener mensajes morales, pero carece de poder para imponerlos. Ofrece sugerencias en vez de dictar leyes. En lugar de ordenárnoslo, nos invita a emular su espíritu, y no puede evitar que se abuse de ella. Deberíamos ser lo suficientemente comprensivos para no culpar a los edificios de nuestro fracaso a la hora de seguir los consejos que ellos sólo pueden insinuarnos sutilmente".

Alain de Botton, La arquitectura de la felicidad


sábado, 20 de mayo de 2017

Thoreau (2)

Imagino que muchos admiradores de Walden, en la que Thoreau encontró su mayor vía de escape después del entreacto de Walden Pond, donde vivió en una cabaña durante dos años, entre 1845 y 1847, se sienten más atraídos por su feroz individualismo, por la idea de que podemos ser autosuficientes, que no necesitamos de los demás, que por sus frases, esas maravillosas frases concisas y cortantes que se clavan en la carne y nos hacen aullar como lobos: "Amo lo salvaje tanto como el bien". Thoreau fue a los bosques de Concord, Massachusetts, porque quería vivir deliberadamente. Lo dice él mismo en Walden, reeditada por Errata naturae con ilustraciones de Michael McCurdy y prólogo de Michel Onfray con motivo del 200 aniversario de su nacimiento: "Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido". Todo en Thoreau es deliberado, premeditado, adrede, ex profeso. ¿Pero cómo podía ser de otra manera quien, como Thoreau, desempeñó muchos papeles en su vida como parte de su campaña de desobediencia civil contra el conformismo dictado desde el gobierno? No puedo dejar de pensar que Thoreau nos enseñó el camino o una manera de concebir nuestra vida que ya no somos capaces de llevar a cabo. Pero siempre estamos a tiempo de cambiar de sentido.




"La idea de dedicar la mejor parte de la vida a trabajar y ganar dinero, y disfrutar sólo más tarde de una dudosa libertad durante la peor parte de la misma, me recuerda a la historia de aquel inglés que se fue a la India a hacer una fortuna para volver después a Inglaterra y llevar una vida de poeta. Debería haber subido directamente a la buhardilla".

Henry David Thoreau, Walden


jueves, 18 de mayo de 2017

Piensa más, diseña menos

En el mundo del cómic existen lo que se llama "variant covers", o portadas alternativas, es decir, portadas de un mismo cómic con un diseño diferente. Estas portadas suelen estar realizadas por dibujantes que no guardan relación con la serie original. Por desgracia, esta práctica es habitual sólo en Estados Unidos, pero habría que implantarla por decreto en España, en especial para las cubiertas de libros. Si bien un famoso dicho dice que "nunca juzgues un libro por su portada", no siempre es fácil ignorar una mala portada. Nos guste o no, juzgamos según la primera impresión que nos producen las cosas. Como dijo San Jerónimo, 331-420 d. de. C.: "Es difícil erradicar del espíritu una primera impresión. Una vez que la lana se tiñe de morado, ¿quién puede restituirle su anterior blancura?". De la misma opinión es el diseñador americano Chip Kidd, cuyo trabajo se basa principalmente en el diseño de cubiertas de libros para la prestigiosa editorial Alfred A. Knopf: "Como diseñador gráfico, diría que no sólo me interesa causar una buena primera impresión, sino que en eso consiste mi trabajo". Juzguen ustedes mismos si la sentencia tiene razón o no en el caso de la cubierta de la novela El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence, publicada por la editorial Cátedra. Lo que me desconcierta no es la mayor o menor pertinencia de la ilustración, sino el hecho de que el diseño sea bastante aburrido, demasiado mecánico.


Ilustración y diseño: masgrafica.com


Como diría Clark Kent, This looks like a job for Superman! o para un diseñador gráfico.


Cortesía de Benji de Seitas para este blog


Así y todo, en España contamos con magníficos diseñadores de cubiertas de libros, históricos y contemporáneos, como Daniel Gil, Enric Satué, Alberto Corazón, Julio Vivas, Marta Borrell, Nora Grosse, Manuel Estrada, Pepe Moll de Alba, Luz de la Mora, Enric Jardí, Javier Arce y Raúl Lázaro, entre otros. Quizás mis preferencias como lector tienen algo que ver con sus diseños gráficos, en especial los fotomontajes de Daniel Gil, autor de más de dos mil cubiertas realizadas para la colección El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial entre 1966 y 1989. Las cubiertas de Gil, hechas desde el inconformismo —recuerdo que sacaba montones de libros en préstamo de la biblioteca pública: Conrad, London, Camus, Hesse, Borges, Nietzsche, Freud, Asimov; cualquier cosa que llevara, aun remotamente, su portentosa creatividad—, eran como un adoquín amarillo en el camino de Oz que se abría ante mí. Sus portadas se podían leer incluso antes de aprender a juntar las letras. En mi caso vorazmente, febrilmente. Por eso tengo que forzarme a leer un libro si tiene una portada fea. Lo hago sólo cuando me lo recomiendan. Pero lo evito al máximo. Hay muchos modos de diseñar la cubierta de un libro. El mejor, por descontado —también por decencia profesional—, es el de la diseñadora y "activista tipográfica" Ellen Lupton: "Piensa más, diseña menos". 


martes, 16 de mayo de 2017

Un tal Juan Nepomuceno

Tal día como hoy, hace cien años, nació en Sayula, México, el autor de Pedro Páramo. Antes de convertirse en uno de los precursores del boom latinoamericano, Juan Rulfo fue Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. O, dicho de otro modo: un don nadie que perdió a su padres a temprana edad, quedando a cargo de su abuela y posteriormente de los curas del orfanato Luis Silva de Guadalajara, fundado en 1887, de quienes lo único que aprendió, dicho por él mismo, fue a deprimirse. Su paso por el orfanato fue una suerte de holocausto personal, sometido a un régimen semejante a un campo de concentración. Contradiciendo a Adorno, Rulfo confirmó en su primer libro El llano en llamas (1953) que después del dolor sí se puede escribir. Cuando apareció Pedro Páramo (1955), su única novela, ya no había ninguna duda. Las privaciones ayudan a escribir mejor que las musas. En Pedro Páramo, Rulfo hizo de su orfandad un acontecimiento vital y literario. Toda la novela está escrita desde la desolación absoluta, desde la postura de un hombre que se encierra con sus fantasmas.



"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo".

Juan Rulfo, Pedro Páramo


sábado, 13 de mayo de 2017

El diablo sobre ruedas

Así sería el tráiler de Interestatal (Interstate, 1995) de Stephen Dixon si fuera una película: una miniván Ford blanca con matrícula de Florida aparece bajo la canícula conducida por un desquiciado que en nada tiene que envidiar al conductor del camión cisterna de El diablo sobre ruedas. Si hay algún listillo que no haya visto la película de Steven Spielberg, basada en el relato de Richard Matheson Duelo (Duel, 1971; hay edición española en Pesadilla a veinte mil pies y otros relatos espeluznantes, 2016), sin embargo, que sepa que esto no es lo mismo. No, la novela de Dixon no intenta jugar con nuestro subconsciente. Su argumento parte de una situación tan corriente —el viaje de regreso a casa después de un largo fin de semana— que se ofrece sin dobles lecturas; eso no quiere decir que el autor de Calles y otros relatos no repase ese viaje en auto de Nathan Frey y sus dos hijas de 6 y 9 años hasta ocho veces, cada vez desde una perspectiva distinta. La razón no es otra que la angustia que sufre el protagonista, psicológicamente dañado, después de perder a una de sus hijas en el encuentro —absurdo e irracional— con la camioneta.  Dixon sabe, como el historiador inglés Tony Judt, que  "algo va mal", y ese algo en Interestatal viaja sobre cuatro ruedas.



"Nota el auto a su izquierda. Nada inusual. El auto avanza a la par del suyo, dos tipos adentro. Los mira, el pasajero que va adelante le sonríe y él le devuelve la sonrisa, mira al frente, el auto se mantiene a la par del suyo, echa un vistazo, sin ninguna razón en especial, solo algo para distraerse un poco en la ruta. [...] No eran caras agradables. Y ese sentimiento acerca de sus caras no vino de lo que pasó ese día a continuación. Eran rostros como... duros, casi crueles y como que ladinos, especialmente el del pasajero. No, era definitivamente cruel y ladino y algo mucho peor".

Stephen Dixon, Interestatal


jueves, 11 de mayo de 2017

Carretera y manta

Si algo queda claro en la entrevista que David Foster Wallace le concedió al periodista David Lipsky, en 1996, cuando el autor de La broma infinita estaba en plena gira promocional de su segunda novela, es que no era un escritor corriente. Ni en estilo, ni en contenido, ni en talante, sobre todo en esto último, pues difícilmente podía ocultar su timidez, como se desprende de la lectura de Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo (Although Of Course You End Up Becoming Yourself, 2010), cuyo contenido es la transcripción completa de las cintas que Lipsky grabó durante los cinco días que compartió carretera y manta con el escritor. Su timidez era una forma de estar en sociedad. Foster Wallace no quería que se le viera como un escritor de éxito que se eleva por encima de los demás, aun a riesgo de parecer esquivo: "No soy un escritor huraño, no me estoy negando a esto, tan sólo intento manejarlo con cuidado. Y mi pesadilla es que llegue a gustarme de veras. Y ser entonces uno de esos repulsivos: ‘Eh, otra fiesta editorial, y aquí esta Dave metiendo la cabeza en la foto’. Preferiría estar muerto. De veras. Sencillamente... no quiero que se me vea de esa manera". Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo representa a Foster Wallace como ningún otro de sus libros. Es un viaje en el que el lenguaje llano y directo, cargado de sentido como nunca antes, es importante, pero mucho.




"No hay nada más grotesco que quienes van por ahí en plan, ‘Soy escritor, soy escritor, soy escritor’. [...] A una pequeña parte de mí claro que le gusta esto. Aunque esa pequeña parte de mí no va a coger las riendas... Sabes a qué me refiero. En un momento dado estabas en la universidad, uno de tantos candidatos, y ahora ya tienes un par de libros publicados y eso despierta esa parte de ti. Y no puedes deshacerte de ella. Pero sí puedes alcanzar una especie de tregua con ella. Para que no te gobierne. Y he visto casos donde esa compulsión tiene el mando y sencillamente te come vivo".

David Lipsky, Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo


martes, 9 de mayo de 2017

Una secuela espiritual

Los estudiosos de la obra de Terry McMillan tienen en Casi me olvido de ti (I Almost Forgot About You, 2016) ejemplos a mansalva para establecer correspondencias entre esta novela y su vida personal, aunque la propia McMillan dijera, en una entrevista reciente, que "yo no me pondría a mí de personaje, eso me parece masturbación literaria, mis personajes deben ser distintos a mí porque es la única manera de que empatice con ellos". Que Casi me olvido de ti pueda parecer una "secuela espiritual" de su primera novela, Esperando un respiro, no quita para que el personaje de Georgia Young, una mujer madura, exitosa, divorciada y con la vida resuelta, tenga más de un parecido con la escritora afroamericana, incluido el episodio de la salida del armario de uno de los yernos de Georgia, trasunto de la salida del armario de su propio marido, Jonathan Plummer, en 2005. Como novela en sí, sin establecer diálogo con su vida, Casi me olvido de ti es la consolidación de una personalidad propia, con momentos álgidos y otros que no lo son tanto, y que si algo viene a demostrar es que las cruzadas personales, contra el mundo o contra uno mismo, no son grandes o pequeñas, eso lo decide cada uno en función de sus ganancias.




"Me gustaría hacer saber a los demás lo que gané por amarlos, quizá también por odiarlos. Ahora mismo no sé exactamente en qué consistió esa ganancia, porque jamás he reflexionado sobre ello. Lo que sí sé es que mis parejas han ocupado casi treinta y cinco años de mi vida adulta. Esto es mucho tiempo. Hoy día salta a la vista que la manera en que nos educan condiciona enormemente el tipo de persona que seremos más tarde. También lo hace a quién amamos".

Terry McMillan, Casi me olvido de ti


domingo, 7 de mayo de 2017

Una mujer innecesaria

Había que aprovechar el éxito de La mujer de papel (An Unnecessary Woman, 2014) tras haber sido galardonada en Francia con el premio Fémina 2016, y la editorial Lumen lo ha hecho rápidamente reeditando la novela del escritor libanés Rabih Alameddine que, cuando se publicó en 2014, al menos en España, pasó desapercibida. La mujer de papel es una novela tan apasionante como apasionada de los libros es su protagonista Aaliya, una mujer de sesenta años que vive enclaustrada en su apartamento de Beirut, dedicada a leer libros y a traducirlos, mientras fuera caen las bombas. La vida de Aaliya está brutalmente condicionada por la guerra del Líbano, y esa necesidad de leer y traducir es su manera de estar en el mundo, aunque ella es consciente de que su trabajo no tiene ninguna trascendencia más allá de las cuatro paredes que la rodean: "El mundo sigue tanto si yo hago lo que hago como si no. Tanto si encontramos la maleta perdida de Walter Benjamin como si no, la civilización continuará yendo hacia adelante y hacia atrás, la gente recorrerá el planeta, estallarán guerras, se servirán comidas. Tanto si alguien lee a Pessoa como si no. Todo este negocio del arte no tiene ninguna trascendencia". La mujer de papel es una joya que brilla raro en un mundo que está para otra cosa.




"La mayoría de la gente afirma sentir nostalgia de su infancia o de un primer amor, o quizá de Beirut tal como era antes, o de sus padres, ya muertos. Yo no, o al menos no en el sentido en que lo dice la gente. Yo siento nostalgia de ciertas escenas, [...] siento nostalgia de los paseos por el camino de Swann, así como por el camino de Guermantes; del momento en que Charles Kinbote sorprende a John Shade bañándose; de cómo se sienta Ana Karenina en el tren".

Rabih Alameddine, La mujer de papel


sábado, 6 de mayo de 2017

Thoreau (1)

No siempre ni en todas partes podemos celebrar que somos libres para ir adonde queramos, salvo que te llames Henry David Thoreau. El próximo 12 de julio se cumple el 200 aniversario de su nacimiento. Libros, biografías y antologías de sus mejores pensamientos llegan a las librerías este mes, de la mano de la editorial Errata naturae, para recordarnos al más “humano” de los padres fundadores de la literatura norteamericana, y también al más libre y salvaje a lo largo y ancho de los 50 estados y un distrito federal. La obra de Thoreau es, esencialmente, una literatura de ideas que, al menos en su oposición a la sumisión y la injusticia, continúa inspirándonos, a pesar de la frecuencia con la que el mundo parece olvidar sus principios, principios que son finales. Ningún escritor antes de Thoreau había llegado tan lejos al señalar la naturaleza baldía de la ciudad: "Cada vez estoy más convencido de que, en lo que respecta a cualquier asunto público, es más importante saber lo que piensa el campo que la ciudad. La ciudad no piensa mucho. Preferiría saber la opinión de Boxborough [un pueblo del condado de Middlesex, Massachusetts] sobre cualquier asunto que la de Boston y Nueva York juntas". Lo mejor que le podía pasar a la literatura norteamericana fue Thoreau para hacer revivir la pasión por la naturaleza que se había perdido junto con el respeto por su modo de vida. Su obra abrió ventanas al campo como nadie lo ha hecho después, gracias a una prosa —poética, ecológica, silvestre, huelga decirlo— que germina en todas y cada una de sus palabras.



"No siento más aprecio por la ciudad cuanto más la veo, sino al contrario. Es mil veces peor de lo que habría imaginado. Los cerdos que hay por la calle son la parte más respetable de la población. ¿Cuándo aprenderá el mundo que un millón de hombres carece de la importancia 
de un solo hombre?"

Henry David Thoreau, Todo lo bueno es libre y salvaje


martes, 2 de mayo de 2017

Cosas que quiero borrar

Guardo recuerdos desordenados de mis primeros años, imágenes desordenadas de la casa de mis tíos en el campo —un campo raso y sol, algo que ahora es impensable porque el asfalto y el hormigón pasaron por encima—, donde pasábamos los fines de semana y los veranos, de mis primos y yo caminando contra el viento. Entonces creíamos que la vida, la vida auténtica, aún estaba por llegar; y que todo era posible. No me había vuelto a acordar de ese momento hasta que hace unos días tuve un encuentro providencial con Mario Benedetti: "Me gusta el viento. No sé por qué, pero cuando camino contra el viento, parece que me borra cosas. Quiero decir: cosas que quiero borrar". Me pregunto si no habré dado con una nueva razón para creer que la vida, la vida auténtica, aún está por llegar.




"Nunca vamos a ser los de antes. Mejores o peores, cada uno lo sabrá. Por dentro, y a veces por fuera, nos pasó una tormenta, un vendaval, y esta calma que ahora tiene árboles caídos, techos desmoronados, azoteas sin antenas, escombros, muchos escombros, [...] escombros que nadie podrá quitar del corazón y de la memoria".

Mario Benedetti, Primavera con una esquina rota