Julio Cortázar, en Rayuela, dice de su personaje la Maga que “era de las que rompen los puentes
con sólo cruzarlos”. Lo mismo se podría decir de su novela, reeditada recientemente por la Real
Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la lengua Española
(ASALE), la cual reproduce la cubierta de la primera edición de 1963 de la
editorial Sudamericana. Rayuela es de esas novelas que rompen los puentes con sólo leer la primera
frase: “¿Encontraría a la Maga?”. Repartidos por toda la casa debo de tener
cuatro o cincos ejemplares de bolsillo repetidos, aunque de diferentes
editoriales. Mi madre hace poco me recordó que al final de mi adolescencia
guardaba un ejemplar de Rayuela en el cajón de los calcetines, agazapado al fondo del cajón como si
fuera la foto de un familiar difunto. Crecí con Rayuela, cambié mi nombre en algunos trabajos
escolares por el de Horacio Oliveira y como él combatía el insomnio fumando dos
o tres cigarrillos sentado en la cama. Ahora ya no fumo, pero sigo teniendo
insomnio. La primera vez que leí Rayuela sentí una cálida oleada de camaradería hacia
Horacio Oliveira, un argentino que vive en París con una joven uruguaya, la
Maga, madre de un bebé enfermo llamado Rocamadour, al que le escribe cartas:
“Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y
anda. No te puedo explicar porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio
llegará en seguida. ¿Le dejo leer mi carta para que él también te diga alguna
cosa? No, yo tampoco querría que nadie leyera una carta que es solamente para
mí. Un gran secreto entre los dos, Rocamadour. [...] En París somos como
hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde
huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos
y pone discos de Vivaldi, enciende los cigarrillos y habla como Horacio y
Gregorovius y Wong y yo, Rocamadour. [...] Todos hacemos el amor y freímos
huevos y fumamos, ah, no puedes saber todo lo que fumamos”. Cuando Rocamadour
muere, la Maga desaparece de pronto y Horacio decide regresar a Buenos Aires. Rayuela no es sólo la historia de Horacio y la Maga,
también es un collage donde caben todas las formas que puede tomar la
literatura, un collage hecho “de vehemencia expresiva, ternura cierta,
nostalgia ardida, humor disolvente y furor poético”, como escribió Julio Ortega
en el prólogo de las Obras completas del autor argentino, publicadas por Galaxia
Gutenberg. Puedo decir sin faltar a la verdad que Rayuela fue el patio de recreo que nunca tuve en mi
juventud.
“El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la
boca de Horacio Oliveira sentado en la cama; una o dos veces había pasado
levemente la mano por el pelo de la Maga dormida contra él. Era la madrugada
del lunes, habían dejado irse la tarde y la noche del domingo, leyendo,
escuchando discos, levantándose alternativamente para calentar café o cebar
mate. Al final de un cuarteto de Haydn la Maga se había dormido y Oliveira, sin
ganas de seguir escuchando, desenchufó el tocadiscos desde la cama; el disco
siguió girando unas pocas vueltas, ya sin que ningún sonido brotara del
parlante. No sabía por qué pero esa inercia estúpida lo había hecho pensar en
los movimientos aparentemente inútiles de algunos insectos, de algunos niños. [...] Por la mañana tendría
que ir a lo del viejo Trouille y ponerle al día la correspondencia con
Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a
dormirse. Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer
pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción
había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o
mover algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no
entrar o entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión
de una carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta
tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad
del presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de las acciones
podía realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una ilusión de
moralista”.
Julio Cortázar, Rayuela