domingo, 28 de abril de 2019

El tercer cigarrillo del insomnio

Julio Cortázar, en Rayuela, dice de su personaje la Maga que “era de las que rompen los puentes con sólo cruzarlos”. Lo mismo se podría decir de su novela, reeditada recientemente por la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la lengua Española (ASALE), la cual reproduce la cubierta de la primera edición de 1963 de la editorial Sudamericana. Rayuela es de esas novelas que rompen los puentes con sólo leer la primera frase: “¿Encontraría a la Maga?”. Repartidos por toda la casa debo de tener cuatro o cincos ejemplares de bolsillo repetidos, aunque de diferentes editoriales. Mi madre hace poco me recordó que al final de mi adolescencia guardaba un ejemplar de Rayuela en el cajón de los calcetines, agazapado al fondo del cajón como si fuera la foto de un familiar difunto. Crecí con Rayuela, cambié mi nombre en algunos trabajos escolares por el de Horacio Oliveira y como él combatía el insomnio fumando dos o tres cigarrillos sentado en la cama. Ahora ya no fumo, pero sigo teniendo insomnio.  La primera vez que leí Rayuela sentí una cálida oleada de camaradería hacia Horacio Oliveira, un argentino que vive en París con una joven uruguaya, la Maga, madre de un bebé enfermo llamado Rocamadour, al que le escribe cartas: “Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda. No te puedo explicar porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio llegará en seguida. ¿Le dejo leer mi carta para que él también te diga alguna cosa? No, yo tampoco querría que nadie leyera una carta que es solamente para mí. Un gran secreto entre los dos, Rocamadour. [...] En París somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos y pone discos de Vivaldi, enciende los cigarrillos y habla como Horacio y Gregorovius y Wong y yo, Rocamadour. [...] Todos hacemos el amor y freímos huevos y fumamos, ah, no puedes saber todo lo que fumamos”. Cuando Rocamadour muere, la Maga desaparece de pronto y Horacio decide regresar a Buenos Aires. Rayuela no es sólo la historia de Horacio y la Maga, también es un collage donde caben todas las formas que puede tomar la literatura, un collage hecho “de vehemencia expresiva, ternura cierta, nostalgia ardida, humor disolvente y furor poético”, como escribió Julio Ortega en el prólogo de las Obras completas del autor argentino, publicadas por Galaxia Gutenberg. Puedo decir sin faltar a la verdad que Rayuela fue el patio de recreo que nunca tuve en mi juventud.




“El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el pelo de la Maga dormida contra él. Era la madrugada del lunes, habían dejado irse la tarde y la noche del domingo, leyendo, escuchando discos, levantándose alternativamente para calentar café o cebar mate. Al final de un cuarteto de Haydn la Maga se había dormido y Oliveira, sin ganas de seguir escuchando, desenchufó el tocadiscos desde la cama; el disco siguió girando unas pocas vueltas, ya sin que ningún sonido brotara del parlante. No sabía por qué pero esa inercia estúpida lo había hecho pensar en los movimientos aparentemente inútiles de algunos insectos, de algunos niños. [...] Por la mañana tendría que ir a lo del viejo Trouille y ponerle al día la correspondencia con Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a dormirse. Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o mover algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no entrar o entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión de una carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de las acciones podía realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una ilusión de moralista”.

Julio Cortázar, Rayuela


viernes, 19 de abril de 2019

Dolor y gloria

No hay lugar para lo superlativo en el estilo narrativo de Marguerite Duras —nacida Marguerite Germaine Marie Donnadieu, en Saigón, en la Indochina francesa—, un estilo tranquilo y sencillo en su forma de exteriorizar los estados del alma o el dolor físico, que deja entrever la alergia de la escritora a la prosopopeya de otros autores de su tiempo. Para Duras, su estilo no era más que los latidos de su corazón, un grito mudo en la multitud. El premio Goncourt que obtuvo hacia el final de su carrera, a los 70 años, por El amante (L'Amant, 1984), la llevó no sólo del anonimato a la atención mediática, sino también a su consolidación como escritora de referencia en la historia de la literatura femenina sin inhibiciones y, lo que es más importante, sin prejuicios. Según su biógrafa Laure Adler, Duras fue “una apasionada de la libertad. Libertad política, pero también libertad sexual. Pues si fue, por descontado, la escritora del amor, también fue una militante de la causa feminista y una abogada enfervorizada del placer femenino. Reivindicó sin desmayo el derecho al goce”. A principios del siglo XXI, la obra de Duras desapareció prácticamente de las librerías españolas, a excepción de su novela más conocida, El amante, un best seller global que todavía se puede encontrar en ediciones de bolsillo. Ni rastro de los títulos que la editorial Tusquets publicó uno tras otro en los años 80 en su colección Andanzas: Moderato cantabile, El vicecónsul, El arrebato de Lol V. Stein, Los ojos azules pelo negro, Emily L., Los caballitos de Tarquinia, El amor, Destruir, dice o El amante de la China del Norte. Ahora vuelve a las librerías gracias a Alianza Editorial, que recupera tres novelas —al menos por el momento— de la escritora francesa, El dolor (La douleur), La lluvia de verano (La pluie d'été) y Yann Andréa Steiner (Yann Andrea Steiner), escritas en 1985, 1990 y 1992, respectivamente. Si hay una sola duda de que Duras rara vez ha estado sin amantes, las disipa ella misma rápidamente en El dolor y Yann Andréa Steiner, inspiradas en su relación con el escritor y miembro de la resistencia francesa Robert Antelme, superviviente del campo de concentración de Dachau —Antelme narró sus experiencias en el campo en un libro que para muchos es el auténtico manual del horror nazi, titulado La especie humana (L'Espèce humaine, 1947; Arena Libros, 2001)—, y Yann Lemée, su último amante, rebautizado por Duras como Yann Andréa Steiner, 38 años menor que ella. Ambas novelas presentan a una Duras  vulnerable, indefensa, desbordada por los acontecimientos, pero de gran fuerza interior, que se enfrenta en soledad al dolor, incluso cuando se permite soñar por un momento: “El dolor está implantado en la esperanza”.




“La cabeza estaba unida al cuerpo por el cuello como suelen estarlo las cabezas, pero ese cuello estaba tan menguado —se abarcaba todo el contorno con una sola mano—, tan desecado, que uno se preguntaba cómo pasaba por él la vida. [...] Le dábamos papilla amarilla como el oro, papilla para recién nacidos, y salía de él verde oscuro como cieno de un pantano. [...] Durante diecisiete días el aspecto de esa mierda ha seguido siendo el mismo. Diecisiete días sin que esa mierda se parezca a nada conocido. Cada una de las siete veces en que hace por día, nosotros la olemos, la miramos sin reconocerla. Diecisiete días escondiendo a sus propios ojos lo que sale de él, igual que le escondemos sus propias piernas, sus pies, su cuerpo, lo increíble”.

Marguerite Duras, El dolor


martes, 16 de abril de 2019

La palabra edificada

Hace tiempo que Nuestra Señora de París (Notre-Dame de Paris, 1831; Alianza, 2012) de Victor Hugo brilla desde lo alto de la cima de la literatura universal. El incendio que el pasado lunes 15 de abril destruyó gran parte de la catedral de Notre Dame, un día del que la historia guardará recuerdo imborrable —como sucediera con el 11 de septiembre de 2001—, es el pretexto perfecto para dejarse seducir por la belleza imperecedera de esta obra donde el autor francés reflexiona sobre el papel de la arquitectura en el mundo contemporáneo, y que hoy cobra especial relevancia: “La arquitectura es el gran libro de la humanidad, la principal expresión del hombre en sus diversos estadios de desarrollo, sea como fuerza, sea como inteligencia. […] Toda civilización empieza por la teocracia y termina por la democracia. Esta ley de la libertad sucediendo a la unidad, está escrita en la arquitectura. Porque, insistamos sobre este punto, no hay que creer que la albañilería sólo sirva para edificar el templo, para expresar el mito y el simbolismo sacerdotales, para transcribir en jeroglíficos sobre sus páginas de piedra las tablas misteriosas de la ley. Si así fuera, como llega un momento en toda sociedad humana en que el símbolo sagrado se gasta y se oblitera bajo el pensamiento libre, en que el hombre se zafa del sacerdote, en que la excreencia de las filosofías y de los sistemas roe la faz de la religión, la arquitectura no podría reproducir este nuevo estado del espíritu humano, sus páginas escritas por el derecho, estarían vacías por el revés, su obra quedaría truncada, su libro, incompleto. Pero no. [...] El libro arquitectural ya no pertenece al sacerdote, a la religión, a Roma; es de la imaginación, de la poesía, del pueblo. De ahí las transformaciones rápidas e innumerables de esta arquitectura que sólo tiene tres siglos, que tanto asombran después de la inmovilidad estancada de la arquitectura románica que tiene seis o siete. El arte, sin embargo, camina a pasos de gigante. El genio y la originalidad populares hacen el trabajo que hacían los obispos. Cada raza escribe, al pasar, su línea en ese libro; tacha los viejos jeroglíficos románicos en los frontispicios de las catedrales y apenas se ve asomar el dogma bajo los nuevos símbolos que en ellos deposita.[…] La arquitectura es la escritura principal, la escritura universal. Ese libro granítico empezado por el Oriente, continuado por la antigüedad griega y romana, y cuya última página ha sido escrita por la edad media. Además, ese fenómeno de una arquitectura del pueblo sucediendo a una arquitectura de casta que acabamos de observar en la edad media, se reproduce con todo movimiento análogo en la inteligencia humana, en las otras grandes épocas de la historia. […] La arquitectura ha sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad, que en ese intervalo no ha aparecido en el mundo un pensamiento un poco complicado que no se haya manifestado en edificio, que toda idea popular como toda ley religiosa ha tenido sus monumentos; en fin, que el género humano no ha pensado nada importante sin escribirlo en piedra. ¿Y por qué? Porque todo pensamiento, sea religioso, sea filosófico, tiene interés en perpetuarse; porque la idea que ha conmovido a una generación quiere conmover a otras, y dejar rastro. Pero ¡qué inmortalidad precaria es la del manuscrito! ¡Un edificio es un libro mucho más sólido, duradero y resistente! Para destruir la palabra escrita basta con una antorcha y un esbirro. Para destruir la palabra edificada hace falta una revolución social, una revolución terrestre. Los bárbaros han pasado sobre el Coliseo, el diluvio, tal vez, sobre las Pirámides”.*




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(*) La traducción de Carlos Dampierre corresponde a la edición de 1980 de Alianza Editorial.


domingo, 7 de abril de 2019

Fuera del mapa

Por lo general suelo leer dos libros a la vez —más por deformación profesional que otra cosa—, pero ambos libros deben tener algún aspecto en común. En este caso, El hogar eterno (The Long Home, 1999; Dirty Works, 2019) de William Gay y Kentucky seco (Kentucky Straight, 1992; Sajalín, 2019) de Chris Offutt tienen más de un aspecto en común. Aparte del origen sureño de los dos autores y de la temática de la búsqueda de sentido de la existencia en un contexto social en el que todo huele a podrido y descomposición, El hogar eterno y Kentucky seco comparten el mismo traductor, Javier Lucini, especialista en lo que podríamos llamar gótico sureño contemporáneo: Larry Brown, Harry Crews, Tom Franklin, Alan Heathcock, Ann Pancake. No obstante, cuanto más avanzaba en la lectura de Kentucky seco, más difícil se me hacía abandonar el libro de Offutt por el de Gay que, si bien es igual de bueno, no me pedía toda mi atención. Aunque el título Kentucky seco puede hacer pensar en una bebida alcohólica de alta graduación —el autor reconoce que se lo sugirió un compañero de piso de la  facultad con el que solía beber a raudales bourbon de Kentucky seco—, estos nueve relatos de Offutt no tienen nada que ver con la vida estudiantil, las juergas y las noches sin fin: Kentucky seco describe las tensiones internas del sueño americano tal como el escritor las vivió en su pueblo natal, Haldeman, Kentucky, un lugar que hace tiempo dejó de salir en los mapas. Offutt es un caso raro y apasionante para los tiempos que corren. Y es que nadie se imaginaba al autor de Mi padre, el pornógrafo (My Father, the Pornographer, 2016), de próxima aparición en la editorial Malas Tierras —que toma su nombre de la mítica película de Terrence Malick—, contando, con una limpieza digna de Sherwood Anderson y una elocuencia hecha simultáneamente de verdad humana y depuración estilística, la historia de la América que se muere, del país que está a punto de desaparecer bajo el peso de la industrialización. Los relatos de Kentucky seco beben de la mejor tradición narrativa americana —Erskine Caldwell, William Faulkner, Flannery O’Connor—, sus historias de soledad emocional y búsqueda vital destilan un aliento poético que se abre paso de forma callada en medio de la violencia y la desesperación que atenazan a sus personajes. Si hay un libro que no debería pasar inadvertido es éste, y los que vengan detrás. Además del ya mencionado Mi padre, el pornógrafo, Sajalín ha anunciado la próxima publicación de su última novela, Country Dark (2018).




“William recordó que su padre y su abuelo volvían de las minas por aquel mismo camino y, de pronto, se alegró de no haber tenido hijos varones. La responsabilidad sobre la tierra acabaría en él. La vida de los hombres transcurría entre ráfagas de trabajo y alcohol, con una muerte rápida, mientras que las mujeres sufrían un desgaste lento y continuado, como la ribera de un río en una curva pronunciada”.

Chris Offutt, Kentucky seco