Hace tiempo que Nuestra Señora de París (Notre-Dame
de Paris, 1831; Alianza, 2012) de
Victor Hugo brilla desde lo alto de la cima de la literatura universal. El
incendio que el pasado lunes 15 de abril destruyó gran parte de la catedral de Notre Dame, un
día del que la historia guardará recuerdo imborrable —como sucediera con el 11
de septiembre de 2001—, es el pretexto perfecto para dejarse seducir por la
belleza imperecedera de esta obra donde el autor francés reflexiona sobre el
papel de la arquitectura en el mundo contemporáneo, y que hoy cobra especial
relevancia: “La arquitectura es el gran libro de la humanidad, la principal
expresión del hombre en sus diversos estadios de desarrollo, sea como fuerza,
sea como inteligencia. […] Toda civilización empieza por la teocracia y termina
por la democracia. Esta ley de la libertad sucediendo a la unidad, está escrita
en la arquitectura. Porque, insistamos sobre este punto, no hay que creer que
la albañilería sólo sirva para edificar el templo, para expresar el mito y el
simbolismo sacerdotales, para transcribir en jeroglíficos sobre sus páginas de
piedra las tablas misteriosas de la ley. Si así fuera, como llega un momento en
toda sociedad humana en que el símbolo sagrado se gasta y se oblitera bajo el
pensamiento libre, en que el hombre se zafa del sacerdote, en que la excreencia
de las filosofías y de los sistemas roe la faz de la religión, la arquitectura
no podría reproducir este nuevo estado del espíritu humano, sus páginas escritas
por el derecho, estarían vacías por el revés, su obra quedaría truncada, su
libro, incompleto. Pero no. [...] El libro arquitectural ya no pertenece al
sacerdote, a la religión, a Roma; es de la imaginación, de la poesía, del
pueblo. De ahí las transformaciones rápidas e innumerables de esta arquitectura
que sólo tiene tres siglos, que tanto asombran después de la inmovilidad
estancada de la arquitectura románica que tiene seis o siete. El arte, sin
embargo, camina a pasos de gigante. El genio y la originalidad populares hacen
el trabajo que hacían los obispos. Cada raza escribe, al pasar, su línea en ese
libro; tacha los viejos jeroglíficos románicos en los frontispicios de las
catedrales y apenas se ve asomar el dogma bajo los nuevos símbolos que en ellos
deposita.[…] La arquitectura es la escritura principal, la escritura universal.
Ese libro granítico empezado por el Oriente, continuado por la antigüedad
griega y romana, y cuya última página ha sido escrita por la edad media. Además,
ese fenómeno de una arquitectura del pueblo sucediendo a una arquitectura de
casta que acabamos de observar en la edad media, se reproduce con todo
movimiento análogo en la inteligencia humana, en las otras grandes épocas de la
historia. […] La arquitectura ha sido hasta el siglo XV el registro principal de
la humanidad, que en ese intervalo no ha aparecido en el mundo un pensamiento
un poco complicado que no se haya manifestado en edificio, que toda idea
popular como toda ley religiosa ha tenido sus monumentos; en fin, que el género
humano no ha pensado nada importante sin escribirlo en piedra. ¿Y por qué?
Porque todo pensamiento, sea religioso, sea filosófico, tiene interés en
perpetuarse; porque la idea que ha conmovido a una generación quiere conmover a
otras, y dejar rastro. Pero ¡qué inmortalidad precaria es la del manuscrito! ¡Un
edificio es un libro mucho más sólido, duradero y resistente! Para destruir la
palabra escrita basta con una antorcha y un esbirro. Para destruir la palabra
edificada hace falta una revolución social, una revolución terrestre. Los bárbaros
han pasado sobre el Coliseo, el diluvio, tal vez, sobre las Pirámides”.*
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(*) La traducción de Carlos Dampierre
corresponde a la edición de 1980 de Alianza Editorial.