jueves, 27 de septiembre de 2018

¿Podemos imaginar el futuro?

En el magnífico ensayo Arqueologías del futuro: El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción, Fredric Jameson se hacía esta pregunta: "¿Podemos imaginar el futuro?". Claro que podemos. Títulos como Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell, Crónicas marcianas de Ray Bradbury, El fin de la infancia de Arthur C. Clarke, Todos sobre Zanzíbar de John Brunner, Tiempo de cambios de Robert Silverberg, Los propios dioses de Isaac Asimov, El señor de la Luz de Roger Zelazny, El mundo sumergido de J.G. Ballard, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick, Los desposeídos de Ursula K. Le Guin, Neuromante de William Gibson o Tierra de David Brin, lo han hecho ya por nosotros. Pero a lo que se refería Jameson en su libro es a si podemos imaginar el futuro “sin imágenes de muerte que varían desde la destrucción del mundo por el fuego, el agua y el hielo, hasta el alargamiento del sueño o las orgías incontrolables de edificios elevados o superautopistas que vuelven a la barbarie”. Esto es ya más difícil y sobre todo requiere tener mucha más imaginación para concebir un futuro distinto al presente. Bajo el equívoco título castellano de Las torres del olvido (The Sea and Summer, 1987; Navona, 2018) se esconde una novela que contempla la lucha contra el cambio climático como un reto trascendental para el mundo si queremos seguir disfrutando de nuestro planeta azul. El titulo original es mucho mejor: The Sea and Summer [El mar y verano]. Confort y sopor. La historia, ambientada en un futuro cercano, comienza con los habitantes de Melbourne divididos en dos castas: el diez por ciento de la población se conoce como los supras, constituida por una clase media acomodada, con los hábitos relajados, mientras que el noventa por ciento restante se conoce como los infras, hombres-hormigas que viven hacinados en enormes torres de hormigón junto al mar: "Nunca me pregunté entonces, cómo el noventa por ciento de los diez millones de habitantes de la ciudad podían comprimirse en la décima parte de su superficie”. Las torres del olvido gira entorno a  la personalidad de Billy Kovacs, el Jefe de la Torre veintitrés, sobre el que la familia Conway —Alison,  Francis, Teddy— edifica una leyenda como si se tratara del héroe de un libro de caballerías. A medio camino entre la ciencia ficción y la parábola apocalíptica, Las torres del olvido podría leerse perfectamente como una novela militante en el sentido más amplio del término, que avisa —y el que avisa no es traidor— sobre los peligros del calentamiento global.




 “Si la historia debe registrar la ascensión del hombre, también ha de recoger las etapas de su caída”.

George Turner, Las torres del olvido


jueves, 20 de septiembre de 2018

Berlín Oranienplatz

“Este mundo es un mundo de dos dioses. Es un mundo de construcción y destrucción simultáneas”. No sabemos exactamente a qué se debe ese empeño destructor del hombre, pero estas palabras escritas en 1929 por Alfred Döblin, en Berlin Alexanderplatz, pueden aplicarse en realidad  a cualquier periodo histórico. Da la impresión de que haya transcurrido mucho tiempo, pero la verdad es que ha pasado un poco menos de un siglo desde que viera la luz esta crónica del horror urbano contemporáneo, cuyos personajes están extraídos directamente de lo más bajo de la ciudad. La última y flamante novela de la escritora alemana Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va (Gehen, ging, gegangen, 2015; Anagrama, 2018) confirma que las cosas han cambiado muy poco, o no han cambiado, a lo largo de los años transcurridos desde su publicación. Alexanderplatz, la emblemática plaza situada en el centro de Berlín, cerca del río Spree y el Ayuntamiento rojo (Rotes Rathaus), sigue congregando a una multitud de residentes y visitantes. En el caso de estos últimos —como describe Erpenbeck en Yo voy, tú vas, él va—, se trata en su mayoría de refugiados africanos llegados a Alemania con un único propósito: hacerse visibles a los ojos del mundo. Richard, un viejo profesor universitario que acaba de jubilarse, se cruza una mañana en la calle con un pequeño grupo de ellos, acampados en la cercana Oranienplatz en protesta contra la política de asilo del gobierno de Merkel. Richard es viudo y vive solo en un agradable suburbio de Berlín, donde la única perturbación reciente parece haber sido un accidente en un lago próximo a su casa: a principios del verano, un hombre se ahogó en sus aguas y, meses después, el cuerpo todavía no se ha encontrado. Si dicha muerte sirve de hacha para romper el mar helado del interior de Richard —que durante toda la novela no deja de pensar en el desconocido del lago—, qué decir de los miles de refugiados que mueren cada día en el Mediterráneo intentando llegar a Europa, qué decir del desarraigo ontológico con el cual parecen nacer todos los africanos. A partir de este hecho, Richard, que “no pertenece a ningún grupo, su interés es suyo y solo suyo, es su propiedad privada”, es por primera vez consciente de la existencia de dos mundos paralelos que comparten el mismo presente. En Yo voy, tú vas, él va, Erpenbeck registra el conflicto —interno y externo— de la sociedad actual, la imagen sombría, oscura de la Europa contemporánea, que detrás su fachada impecablemente progresista, no sólo oculta el miedo a las multitudes —tal vez llevada por el cliché de que, como escribe Mick Herron en Caballos lentos, “una muchedumbre es una explosión a punto de producirse”—, sino también la tentación fascista.




 “Cuando una frontera, tal como las ha conocido él en la mayor parte de su vida, se prolonga a lo largo de una determinada franja de tierra y solo puede atravesarse tras pasar controles en uno o en ambos lados de la misma, las intenciones de los dos países colindantes se reconocen sin ambages en la orientación del alambre de espino, la disposición de los caballos de Frisia y cosas semejantes. Pero cuando esas fronteras vienen determinadas únicamente por leyes, entonces irrumpe la ambigüedad, es como si uno respondiera a una pregunta que el otro no ha formulado. La ley pasa de la realidad física al reino de la lengua”.

Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va


domingo, 16 de septiembre de 2018

Los hermanos Shakespeare

Hay novelas históricas que pueden escribirse y novelas históricas que tienen que escribirse. Las de Bernard Cornwell pertenecen al segundo grupo: no me imagino un mundo donde la saga del fusilero Richard Sharpe y, sobre todo, mi favorita, la dedicada a las leyendas artúricas —El rey del invierno (The Winter King, 1995; Edhasa, 2008 [2015]), El enemigo de Dios (Enemy of God, 1996; Edhasa, 2009 [2015]) y Excalibur (Excalibur: A Novel of Arthur, 1997; Edhasa, 2010 [2015])—, por las que se ha hecho famoso, no existan. Necios y mortales (Fools and Mortals, 2017; Pàmies, 2018) es la novela número 55 de Cornwell —seguir la trayectoria del novelista inglés no es tarea fácil— y la contundente confirmación de que estamos ante un narrador puro, con un alto sentido de la épica de la vida, del riesgo y la aventura, y por si fuera poco, no hay personaje histórico que se le resista. Necios y mortales tiene como protagonista a Richard Shakespeare, hermano del autor de El sueño de una noche de verano, con quien mantuvo una relación llena de altibajos. Se sabe poco sobre Richard (1574-1613), el séptimo de los hermanos Shakespeare. No hay registros de su vida, pero se cree que vivió en Stratford-upon-Avon ayudando a su padre en el negocio de los guantes de cuero. Sin embargo, su hermano Edmund (1581-1607) siguió a William a Londres y trabajó como actor. En Necios y mortales, Richard, diez años menor que William, está harto de que su famoso hermano le asigne siempre los personajes femeninos de sus obras teatrales —ya que en Inglaterra las mujeres tenían prohibido actuar en los teatros hasta mediados del siglo XVII—, y ambiciona desempeñar los roles masculinos más importantes, en aquel tiempo en manos de Richard Burbage, el principal actor trágico, y Will Kemp, especializado en papeles cómicos. Pero William parece deleitarse en humillar a Richard, que hace lo que puede para ganarse los favores del público ávido y numeroso del  Londres isabelino: “Yo le caía bien al público. Lo sabía. Aún lo sé. Incluso cuando hacía de villana me aclamaban. Siempre hay un puñado de ordinarios que gritan pidiendo que les enseñe las tetas, pero el resto suele hacerlos callar al instante”. Al igual que sus libros anteriores, Necios y mortales está bien documentado y luce una carpintería de lo más sólida. Si buscan una narración convencional como la de Shakespeare in Love, olvídense, pues la novela de Cornwell posee la complejidad, el misterio y la ambigüedad de las mejores obras del celebérrimo dramaturgo inglés, hoy "culturamente promiscuo", según Paul Edmonson. Y no le falta razón. 




 “¿Qué tiene el teatro para convertir a hombres y mujeres en cachorrillos temblorosos? Todo lo que hacemos es fingir. Contamos historias. Y, sin embargo, después de la representación, el público merodea a las puertas de los vestuarios esperando para vernos, esperando para poder hablar con nosotros como si fuéramos santos cuyas manos pudieran curar cualquier dolencia. Pero ¿qué dolencia? ¿El tedio? ¿El aburrimiento? [...] Somos actores. Fingimos y, fingiendo, persuadimos. Si un hombre me preguntara si le había robado la bolsa, yo sería capaz de dedicarle una mirada de asombrada inocencia cuya respuesta sabría antes incluso de responder, mientras que, todo el tiempo, su bolsa habría estado oculta en mi jubón”.

Bernard Cornwell, Necios y mortales


miércoles, 12 de septiembre de 2018

El profesor del deseo

Con la precisión, pero también con la frialdad de un escalpelo clínico aplicado a una disección analítica desprovista de toda consideración sociológica o moralista, la primera novela de Garth Greenwell, Lo que te pertenece (What belongs to you, 2016; Literatura Random House, 2018), descansa  sobre dos historias diferentes que se pliegan la una sobre la otra: la de un profesor americano que trabaja en un colegio en Bulgaria —al igual que el mismo Greenwell— y frecuenta los lavabos del Palacio Nacional de Cultura de Sofía; y la de un chapero de veintitrés años llamado Mitko, sin meta en la vida y con una existencia errática, que se prostituye en los urinarios y parques públicos. El resultado es una dura radiografía de los infiernos cotidianos —la marginación, la soledad, el sexo peligroso e indiscriminado— que bullen bajo el asfalto de las grandes urbes,  narrada sin estereotipos, con una radicalidad y una desnudez que dibujan un horizonte de brutales encuentros sexuales: “Me envolvió con los brazos y me atrajo hacia sí, y no solo con los brazos, me rodeó  también con las piernas, apretándome contra él con las cuatro extremidades, abrazándome de tal manera que cuando respiraba el aire me llegaba filtrado a través de él, y sabía a alcohol, naturalmente, pero también a su olor, que provocó en mí una respuesta completamente animal, que me inflamó”. Conviene apresurarse a decir que Lo que te pertenece no es una novela queer o LGTB —en la que, según John Updike, no está en juego nada más que la autogratificación, dicho por alguien que escribió, en Parejas: “To fuck is human; to be blown, divine” [Follar es humano; mamarla, divino]— al uso. Al menos, no puede ser archivada en el mismo estante en el que colocaríamos todas juntas, sin excesivos cargos de conciencia, a Llámame por tu nombre de André Aciman, El hechizo de Alan Hollinghurst, Listo para sostenerle si se cae de Neil Bartlett, La hermosa habitación está vacía de Edmund White, Un hombre soltero de Christopher Isherwood o La ciudad de la noche de John Rechy. Habrá quien se refiera a Lo que te pertenece como una elaborada paráfrasis de Muerte en Venecia de Thomas Mann. La analogía no es desacertada, pero en un guiño inverso, concretamente desde una perspectiva contraria a cualquier forma de romanticismo. Greenwell teje una milimétrica descripción de los laberintos del amor que se atreve a decir, alto y claro, su nombre. Aquí la inocencia virginal juvenil ha quedado atrás y las enseñanzas de la vida —muerte del padre incluida— adquieren una fuerza especial frente a los difíciles pactos que se imponen entre lo social y lo sexual. Lo que te pertenece es una novela brillante por su negativa a recorrer los senderos del lenguaje explorado, haciendo florecer una nueva expresión con la que describir la belleza que exuda de la abyección.




 “Al pasear por aquel sendero me sentía como alejado de mí mismo, eufórico, agradablemente aturdido por un momento ante la fastuosa belleza del mundo. El aire bullía de movimiento, mariposas y polillas diurnas y también, flotando iridiscentes en el sol, minúsculas efémeras que refulgían embalsamadas, ondeando a su pesar en la suave brisa. Las hierbas y los árboles exhalaban una gran cantidad de cápsulas de semillas, cada diminuto grano cobijado e impulsado por un penacho velludo a modo de paracaídas o sombrilla. Pensé, mientras contemplaba aquella siembra de la tierra, en Whitman [...] y por un momento entendí el deseo del poeta de estar desnudo ante el mundo, su locura, como él dice, por sentir su contacto. Incluso llegué a sentir algo de aquel deseo, aunque no hubiese nada de locura en mi caso, casi siempre había vivido por debajo del tono de la poesía, una vida de inhibiciones y oportunidades perdidas, quizá, pero también, una vida soportable”.

Garth Greenwell, Lo que te pertenece


sábado, 8 de septiembre de 2018

La ciudad de los escritores y de las historias

Hay quien afirma, y con razón, que Nueva York es una ventana sin cortinas (New York è una finestra senza tende, 2010; Navona, 2018) de Paolo Cognetti es el libro de viajes que más nos acerca a una urbe tan esquiva y poliédrica, es decir, con muchas caras, como la ciudad de los rascacielos. El hecho de que Cognetti —que tiene otro libro sobre Nueva York titulado Tutte le mie preghiere guardano verso ovest [Todas mis oraciones miran hacia el oeste], publicado en Italia en 2014, pero inédito en España—, plantee su libro como una guía personal, fruto de varios viajes en el curso de cinco años, de lecturas y de breves encuentros con escritores atrapados en una forma de exilio urbano (Donald Antrim, Nathan Englander, Adam Haslett, A.M. Homes, Shelley Jackson, Jonathan Lethem, Rick Moody, Gary Shteyngart y Colon Whitehead), deja patente el titánico reto que supuso cotejar toda esa información con sus propias vivencias de la ciudad que nunca duerme. Ya en el principio, el autor milanés no tiene raparos para decir que “la jerarquía de los lugares de Nueva York es una cuestión muy personal. Al escuchar la historia de mi primer viaje, a algún amigo le pareció imposible que no hubiera encontrado el tiempo para visitar el MOMA o el Museo Metropolitan. Ni siquiera he estado en la Estatua de la Libertad. Cada cual tiene su lista de postales que llevarse a casa: los rascacielos de Midtown y los escaparates de la Quinta avenida, los estanques de Central Park, la música de Greenwich Village, las galerias de arte y locales nocturnos de Chelsa y del Soho. Lo que yo buscaba lo encontré en una pequeña zona de Nueva York —las orillas de Manhattan y de Brooklyn asomadas al río East—, y este es el trozo de ciudad que he tratado de contar”. Nueva York es una ventana sin cortinas no es una guía al uso, porque Nueva York tampoco es una ciudad al uso: “Esta ciudad es un lugar físico y otro mental, y para recordármelo, a veces, en lugar de Nueva York he utilizado el otro nombre. La ciudad de los escritores y de las historias. Gotham”. Lo que el lector tiene entre sus manos no es sólo una guía de viaje sino también una guía de lectura, o, mejor dicho, de lectura de lecturas. El lector perspicaz no tendrá problemas para reconocer las referencias a Herman Melville, Allen Ginsberg, J.D. Salinger o Paul Auster, que encabezan los capítulos: Llamadme Ismael (Brooklyn Hights), Kaddish por un sueño (Lower East Side), ¿Dónde van los patos de Central Park en invierno? (Midtown), El lado equivocado del puente (Park Slope). Nueva York es una ventana sin cortinas quizá no tenga la exquisitez de sus salidas al campo —busquen sin dudar El muchacho salvaje (l ragazzo selvatico. Quaderno di montagna, 2013; Minúscula, 2017) y Las ocho montañas (Le otto montagne, 2017; Literatura Random House, 2018)—, pero es una lectura obligada para los entusiastas de Gotham y/o cualquier interesado en la compleja naturaleza de los lugares habitados y, sobre todo, visitados y relatados en los libros.




 “Los rascacielos de Manhattan no parecían más que los bastidores de cartón de todas aquellas vidas. Agarrado al asidero del tren he visto una ciudad que no sabía nada de mí, de las fuerzas que me habían llevado hasta allí, de adónde estaba yendo. Aquello que he visto ha durado lo que un pensamiento, ya luego nos hemos precipitado hacia Coney Island”.

Paolo Cognetti, Nueva York es una ventana sin cortinas


martes, 4 de septiembre de 2018

Momentos de inadvertida felicidad

En el no demasiado esperanzador panorama al que se enfrenta el lector actual hay dos tipos de alegrías o momentos de inadvertida felicidad, la que proporcionan las obras novedosas o la que reportan los grandes clásicos hasta ahora inéditos en castellano. A este último apartado pertenece Devastación (Hærværk, 1930; Errata naturae, 2018) del escritor escandinavo Tom Kristensen, cuya reciente edición española —traducida directamente del danés por Blanca Ortiz Ostalé— llega 88 años tarde, mientras que en Dinamarca y Estados Unidos sus lectores se cuentan por miles. Le ha costado lo suyo pero aquí está, liquidando de paso uno de tantos mitos bien extendidosel que dice que los clásicos son aburridos porque tratan de temas lejanos o ajenos a nuestra realidad. Conviene precisar que por una vez el título se corresponde bastante con el libro. Devastación es una obra devastadoramente realista sobre el descenso a los infiernos del alcohol y, sobre todo —y esto es mucho más importante de lo que parece en un principio—, el poder que tiene sobre nosotros la ausencia de las personas que nos aman a pesar de que no siempre merecemos ese amor. Uno de los primeros en leer el libro fue el premio Nobel de Literatura noruego Knut Hamsun, quien después de leerlo le escribió a Kristensen de manera contundente: “Nunca antes he estado tan preocupado con un libro en mi vida”. De igual parecer es Arvid, el protagonista de Yo maldigo el río del tiempo (Jeg forbanner tidens elv, 2008; Literatura Random House, 2011) de Per Petterson, y así nos lo hace saber cuando descubre en el escaparte de una librería de Copenhague una edición de bolsillo de Devastación: “Aquel libro me había asustado tanto cuando lo leí por primera vez que me prometí a mí mismo y al dios que no existía que nunca empezaría a beber”. La radiografía somera sobre Devastación presenta un argumento de sobra conocido, pero no por eso menos real. Ole Jastrau, alter ego de  Kristensen, es un crítico literario de treinta y tantos años, casado y con un hijo de corta edad, cuya adicción al alcohol termina destruyéndolo física y moralmente y lo convierte en un hombre desprovisto de voluntad. Devastación muestra con mayor atonalidad que Bajo el volcán de Malcolm Lowry las fuerzas existentes en el interior del hombre que le empujan a huir de sí mismo, de su propio vacío, para refugiarse en paraísos artificiales como el alcohol y el sexo. Al igual que Geoffrey Firmin, el ex cónsul británico entregado a la bebida de Lowry, Jastrau y el alcohol se estaban esperando. Y nosotros no podemos estar más felices —tal vez con una punzada de amargura— de que se encuentren. Una novela excelente. La mejor de este autor que, parafraseando a Melville, utilizó el alcohol “como sustitutivo de la pistola y la bala”.




 “Son tantas las cosas que pueden hacerse añicos en torno a un hombre que, al final, lo encuentra hasta cómico”.

Tom Kristensen, Devastación


sábado, 1 de septiembre de 2018

La hoguera de las vanidades

A no dudarlo, los libros entran primero por los ojos, pero apelan al tacto y al olfato, invitando a postergar la lectura en todos los casos a menos, claro, que se trate del último libro de Rachel Cusk, Prestigio (Kudos, 2018; Libros del Asteroide, 2018). No he podido resistirme a abrirlo en medio de la calle y empezar a leerlo al instante. Prestigio es la tercera entrega del ciclo narrativo que comenzó con A contraluz (Outline, 2014; Libros del Asteroide, 2016) y continuó con Tránsito (Transit, 2016; Libros del Asteroide, 2017). Conocimos por primera vez a su insigne protagonista, Faye —una escritora inglesa en crisis, divorciada y madre de dos hijos—, cuando se disponía a impartir un curso de escritura en una escuela de verano en Atenas (A contraluz), después a reformar una casa adosada en Londres (Tránsito) y ahora a participar en un festival literario en una ciudad europea para promocionar su última novela de la que nada se nos dice en toda la obra, salvo que en la contracubierta hay una foto de la autora de hace más de quince años. Prestigio nos enfrenta a las carencias e incertidumbres que plagan nuestra sociedad actual, presentando un retrato al mismo tiempo cautivador y desolador de la familia, la maternidad, el amor, la política, la justicia o la industria editorial. De nuevo, al igual que en las dos novelas anteriores del ciclo, el lector no sabe por dónde va a discurrir ese relato en primera persona que mantiene un diálogo interior, trufado de diálogos exteriores. Pero en cuanto acompañamos a esa mujer sin nombre hasta la página 195 (de 200), nos adentramos en un viaje inaplazable por los temas que han obsesionado a Cusk a lo largo de su carrera. El relato se ordena en breves secuencias de estructura casi cinematográfica, algunas de las cuales ofrecen resultados bastante cómicos, como la cola que se forma en el bar del hotel cuando los invitados al festival —escritores, editores, agentes literarios— intentan canjear los cupones por comida: “El problema, señaló una mujer que estaba a mi lado, era que el valor de los cupones no se correspondía con los precios de la comida, y aún no habían resuelto la manera de dar el cambio. Además, algunos querían comer y beber más que otros, pero a todos nos habían asignado la misma cantidad. Ella, personalmente, comía poco, porque era pequeña y ya tenía cierta edad, pero un hombre con apetito necesitaría el triple [...] Inventamos estos sistemas para garantizar la justicia, dijo, pero las situaciones humanas son tan complicadas que siempre escapan a nuestro control. Mientras libramos la guerra en el frente, en otro se ha desatado el caos, y muchos regímenes han llegado a la conclusión de que el individualismo es la causa de todos los problemas. Si todos fuéramos iguales y tuviéramos el mismo punto de vista, nos resultaría mucho más fácil organizarnos. Y es ahí donde empiezan las complicaciones”. La extensión de la cita compensa porque es una muestra de la categoría del libro. Para una sociedad que ha perdido la capacidad de reflexión, estos recordatorios son indispensables. En Prestigio, novela acusadoramente metafórica, Cusk cuestiona el papel del escritor en nuestra sociedad, y lo hace con sus mejores armas de novelista, pero templadas con una mirada serena. Ese tipo de mirada que sólo puede provenir de un consumado oficio. Hagan hueco.




 “La historia del capitalismo se podía ver como una historia de combustión, y no se refería únicamente a quemar sustancias que llevan millones de años enterradas en la tierra, sino también el conocimiento, las ideas, la cultura y, por supuesto, la belleza. [...] Piensa, por ejemplo, en Jane Austen: he visto cómo en unos pocos años se han esquilmado las novelas de esa solterona muerta hace tanto tiempo, cómo se iban quemando una tras otra, convirtiéndolas en secuelas, películas y libros de autoayuda. [...] Lo que puede parecer conservación, en realidad es el afán de consumir hasta la última gota de la esencia. La señorita Austen ha hecho una buena hoguera”.

Rachel Cusk, Prestigio