jueves, 20 de septiembre de 2018

Berlín Oranienplatz

“Este mundo es un mundo de dos dioses. Es un mundo de construcción y destrucción simultáneas”. No sabemos exactamente a qué se debe ese empeño destructor del hombre, pero estas palabras escritas en 1929 por Alfred Döblin, en Berlin Alexanderplatz, pueden aplicarse en realidad  a cualquier periodo histórico. Da la impresión de que haya transcurrido mucho tiempo, pero la verdad es que ha pasado un poco menos de un siglo desde que viera la luz esta crónica del horror urbano contemporáneo, cuyos personajes están extraídos directamente de lo más bajo de la ciudad. La última y flamante novela de la escritora alemana Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va (Gehen, ging, gegangen, 2015; Anagrama, 2018) confirma que las cosas han cambiado muy poco, o no han cambiado, a lo largo de los años transcurridos desde su publicación. Alexanderplatz, la emblemática plaza situada en el centro de Berlín, cerca del río Spree y el Ayuntamiento rojo (Rotes Rathaus), sigue congregando a una multitud de residentes y visitantes. En el caso de estos últimos —como describe Erpenbeck en Yo voy, tú vas, él va—, se trata en su mayoría de refugiados africanos llegados a Alemania con un único propósito: hacerse visibles a los ojos del mundo. Richard, un viejo profesor universitario que acaba de jubilarse, se cruza una mañana en la calle con un pequeño grupo de ellos, acampados en la cercana Oranienplatz en protesta contra la política de asilo del gobierno de Merkel. Richard es viudo y vive solo en un agradable suburbio de Berlín, donde la única perturbación reciente parece haber sido un accidente en un lago próximo a su casa: a principios del verano, un hombre se ahogó en sus aguas y, meses después, el cuerpo todavía no se ha encontrado. Si dicha muerte sirve de hacha para romper el mar helado del interior de Richard —que durante toda la novela no deja de pensar en el desconocido del lago—, qué decir de los miles de refugiados que mueren cada día en el Mediterráneo intentando llegar a Europa, qué decir del desarraigo ontológico con el cual parecen nacer todos los africanos. A partir de este hecho, Richard, que “no pertenece a ningún grupo, su interés es suyo y solo suyo, es su propiedad privada”, es por primera vez consciente de la existencia de dos mundos paralelos que comparten el mismo presente. En Yo voy, tú vas, él va, Erpenbeck registra el conflicto —interno y externo— de la sociedad actual, la imagen sombría, oscura de la Europa contemporánea, que detrás su fachada impecablemente progresista, no sólo oculta el miedo a las multitudes —tal vez llevada por el cliché de que, como escribe Mick Herron en Caballos lentos, “una muchedumbre es una explosión a punto de producirse”—, sino también la tentación fascista.




 “Cuando una frontera, tal como las ha conocido él en la mayor parte de su vida, se prolonga a lo largo de una determinada franja de tierra y solo puede atravesarse tras pasar controles en uno o en ambos lados de la misma, las intenciones de los dos países colindantes se reconocen sin ambages en la orientación del alambre de espino, la disposición de los caballos de Frisia y cosas semejantes. Pero cuando esas fronteras vienen determinadas únicamente por leyes, entonces irrumpe la ambigüedad, es como si uno respondiera a una pregunta que el otro no ha formulado. La ley pasa de la realidad física al reino de la lengua”.

Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va