miércoles, 28 de agosto de 2019

Un héroe incómodo

Termino de leer Congo. Una historia épica (Congo: The Epic History of a People, 2014; Taurus, 2019) de David Van Reybrouck. Confieso que he leído las últimas doscientas páginas por encima, porque me ha decepcionado un poco. Mea culpa. Quizá tenía las expectativas demasiado altas. El Congo, un nombre que sugiere la quintaesencia de la aventura, pero que en realidad es un espejismo disfrazado de oasis. Esto no lo hemos sabido hasta mucho después, con el correr o el caer de los años, tras numerosos informes y algunos libros, en especial El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Sin embargo, hubo un hombre que lo supo al instante. Ruairí Mac Easmainn, un diplomático británico de origen irlandés conocido como Roger Casement, que sirvió a Conrad como modelo para crear a su legendario personaje de Marlow. Casement era conocido por su probada insobornabilidad, había luchado contra los abusos del sistema colonial en el Congo y en la Amazonia, y se disponía a luchar contra los abusos del Gobierno británico en Irlanda —donde las dan, las toman—, cuando lo detuvieron y sentenciaron a morir en la horca en un juicio sumarísimo celebrado cuatro meses después del Levantamiento de Pascua. El movimiento independentista irlandés abrió a Casement las puertas del patíbulo, pero quien cerró el nudo de la soga alrededor de su cuello fue él mismo, tras el descubrimiento, o más bien el robo, de sus diarios íntimos, en los que aludía a sus incursiones homosexuales —“obscenidades pestilentes”, las llama en El sueño del celta Mario Vargas Llosa, para quien Casament era un héroe incómodo— durante sus viajes por Sudamérica y las islas Canarias. Casement vivió con arreglo a su tiempo y por eso ocultó su homosexualidad. Para unos ésta era motivo de vergüenza; para otros, de repulsión. Sólo así se entiende el lenguaje circunspecto que utilizó en sus Diarios negros (The Black Diaries), publicados por primera vez en París en 1959. En las entradas relativas a su estancia en Las Palmas, donde estuvo en 1903, 1910 y 1913, alojado en el hotel Santa Catalina y el hotel Quiney's —hoy un inmueble abandonado en el centro histórico urbano a pocos metros de donde vivo—, Casement anotó de manera lacónica: “20 de marzo [1903]: Juan 20”. En otra entrada del diario: “Pelo rubio, ojos azules, ropa marrón, alrededor de 17” o “Pepe 17, le compré cigarrillos ‘mucho bueno’ [en español en el original]; X..., 16 pesetas”. En Congo. Una historia épica, Van Reybrouck le dedica sólo un párrafo a Casement, ese héroe incómodo que a los diecinueve años acompañó al explorador Henry Morton Stanley al Congo para acabar con la opresión, la explotación y el avasallamiento de los nativos  y esa violencia ambiental que impregna la historia de África desde la prehistoria hasta nuestros días. Pocos días antes de ser ahorcado en la prisión de Pentonville, en Londres, el 3 de agosto de 1916, Casement escribió a un amigo: “He cometido errores tremendos, he hecho muchas cosas mal, pero... lo mejor de todo fue el Congo”. El tan manoseado término de “una vida de fábula” está plenamente justificado si hablamos de Roger Casement. Su vida debería servir para abrir claros luminosos en la creciente opacidad política y moral que amenaza con crear nuevas formas de marginación.




“Existe  la molesta tendencia de hacer coincidir el inicio de la historia del Congo con la llegada de Stanley en la década de 1870, como si antes de esa fecha los habitantes de África Central vagaran tristes en un presente eterno e inmutable y tuvieran que esperar el viaje de un blanco para liberarse del cepo de su indolencia prehistórica. Bien es cierto que el África Central experimentó un importante impulso entre 1870 y 1885, pero eso no significa que antes sus habitantes se hallaran en un estado natural petrificado”.

David Van Reybrouck, Congo. Una historia épica


viernes, 16 de agosto de 2019

Secretos de un matrimonio

Decía el crítico Domingo Pérez Minik que “el gineceo, la casa o el hogar, esos reductos del mundo que manejan a su antojo las mujeres, son, por sus condiciones propicias, lugares muy ideales para el arte narrativo”. Probablemente, sea un juicio atinado —salvo por lo de “a su antojo”— para describir lo que uno encuentra en La buena esposa (The Wife, 2003; Alba Editorial, 2018). La novela de Meg Wolitzer se publicó por primera vez en España en 2004, en la editorial Roca, con la misma traducción de Enrique de Hériz, aunque entonces llevaba por título La esposa. Releída hoy, la novela de la escritora neoyorquina mantiene su vigencia intacta como el primer día. Es más, gana con la nueva ola feminista —la cuarta desde la primera ola originada por el movimiento sufragista en la segunda mitad del siglo XIX— que recorre en este momento el mundo. Así de serias están las cosas. Pero todo tiene un límite. Y si no, que se lo pregunten a Joan Castleman, la protagonista de La buena esposa, cuyo marido, un famoso escritor judío, está a punto de recibir un prestigioso premio literario en Helsinki por el conjunto de su obra, una obra que ella no sólo le ha ayudado a escribir, sino que en numerosas ocasiones ha reescrito de principio a fin. La recompensa por su esfuerzo ha sido más esfuerzo y sacrificio: “Todo el mundo sabe cómo permanecen las mujeres al pie del cañón, cómo inventan planes en sus sueños, recetas, ideas para un mundo mejor, y luego los pierden cuando se acercan a la cuna en plena noche, o de camino al supermercado, o en el baño. Los pierden mientras alisan el sendero por el que sus maridos y sus hijos trotarán serenamente toda su vida”. Nadie tiene que contarle a Joan cómo es la vida de un ama de casa —su situación es similar a la de Tina Balser en Diario de un ama de casa desquiciada de Sue Kaufman—, la conoce muy bien y además ha escrito sobre ello a lo largo de su tormentoso matrimonio, aunque ninguno de sus libros lleve su nombre estampado en la portada. La buena esposa es una lúcida radiografía de la subordinación de la mujer al hombre dentro del matrimonio y fuera de él; muestra el desprecio y desigualdad entre los sexos. Mientras Joe Castleman es a los ojos del mundo un magnífico escritor, en su casa es un déspota arbitrario, patriarcal y machista, acostumbrado a satisfacer todos sus deseos. Pero no se engañen pensando que La buena esposa es literatura feminista. Es literatura. A secas. Sin adulterantes, diluyentes ni refinamientos. Nada más. ¿Nada más? Por supuesto que no. Aún hay una cosa más: esta sátira feroz sobre la vida conyugal parece haber sido escrita para que algún día Ingmar Bergman la llevara al cine. Su muerte en 2007 lo impidió para siempre. En su lugar, la llevó otro director sueco, Björn Runge, con Glenn Close y Jonathan Pryce.




“Tengo un problema a la hora de escribir sobre las mujeres con autenticidad —admitió—. Al hablar suenan como si fueran hombres. Como la interpretación de un mal ventrílocuo, en la que se viera la boca moviéndose todo el rato. Todavía no consigo conectar con el corazón de las mujeres, con todo ese misterio femenino, con los secretos que guardan. A veces me gustaría sacárselos a empujones. [...] Para mí, como escritor, es extremadamente frustrante. El muro que separa los géneros, el que nos impide a cada uno conocer la experiencia del otro. Todo el mundo ha de enfrentarse a eso en mayor o menor medida, aunque algunos de los mejores escritores parecen haber encontrado un modo inteligente de evitarlo”. 

Meg Wolitzer, La buena esposa


domingo, 11 de agosto de 2019

El aire de un crimen

Sería engañoso y en modo alguno homologable incluir la última novela del escritor británico Jon McGregor, El embalse 13 (Reservoir 13, 2017; Libros del Asteroide, 2019) en el subgénero tan en boga en las últimas décadas de los thrillers policíacos que comienzan con la desaparición de un niño o una niña, como El doble secreto de la familia Lessage de Sandrine Destombes, La niña de ninguna parte de Christian White, La bruja de Camilla Läckberg, La desaparición de Annie Thorne de C. J. Tudor, El último adiós de Kate Morton, No está solo de Sandrone Dazieri o El guardián de los niños de Johan Theorin. Sólo su premisa inicial mantiene un leve parentesco meramente aparencial. Jon McGregor es un mirlo blanco. No hay nadie que se le asemeje, como ya lo demostró en sus novelas anteriores: Si nadie habla de las cosas que importan (If Nobody Speaks of Remarkable Things, 2002; Salamandra, 2006), Tantas maneras de empezar (So Many Ways to Begin, 2006; Salamandra, 2009) y Ni siquiera los perros (Even the Dogs, 2010; Salamandra, 2012). Más allá del drama que se teje, aunque en ningún momento intenta caer en la truculencia o en la gratuidad, El embalse 13 es una obra sencilla en apariencia, sin ornamentos, de escritura despojada de lo accesorio, de trazo limpio, de estilo sugerentemente elíptico; son los límites que dan a la novela de McGregor su condición de pieza de cámara que se repliega sobre sí misma, dentro de un tiempo cíclico que se repite en el interior de su tiempo lineal. Lo que en principio parece el relato de la búsqueda de Rebecca Shaw, una niña desaparecida en un pequeño pueblo en el que veraneaba con sus padres —las similitudes con el caso de Madeleine McCann son evidentes, pero no buscadas por el autor—, pronto se revela como algo más complejo y profundo que el mal que no vemos, que asoma sólo desde el fuera de campo. A medida que la presencia policial se desvanece y los periodistas pierden interés por el caso, la narración se centra menos en averiguar el paradero de la niña y más en el pueblo y sus habitantes. El embalse 13 es una novela encerrada en sí misma, como una cápsula de tiempo, o si se quiere, un brillante ejercicio formal que se extiende a lo largo de trece años —tantos como capítulos y tantos como embalses que podrían ocultar el cuerpo de Rebecca, o Becky o Bex—, y que sirve a McGregor para conjugar una particular visión del pathos humano; también le sirve para dejar su tarjeta de visita, ahora en un nuevo sello editorial, y su impronta de autor que concibe la escritura como una mirada, como un punto de vista sobre el mundo.




“En el aire, preguntas que nadie hacía. [...] Casi nadie hablaba de la niña desaparecida, pero pensaban en ella a menudo. Qué le habría ocurrido. A lo mejor sus padres le habían hecho daño sin querer, un empujón, un tropezón inintencionado y quizás, enloquecidos por el pánico, antes de echar a correr hacia el pueblo en busca de ayuda, la llevaran a un sitio en el que sabían que estaría en paz. O tal vez sus padres le hicieran daño a propósito, la empujaran, la hicieran tropezar o la golpearan una y otra vez por la espalda, y se hubiera caído para no levantarse más, y se la llevaran arriba del todo y la depositaran en algún sitio en el que sabían que jamás la encontrarían”. 

Jon McGregor, El embalse 13


miércoles, 7 de agosto de 2019

La vida en blanco y negro

Tuve una profesora de lengua y literatura en el bachillerato —no recuerdo el nombre, pero sí recuerdo las circunstancias— a la que le encantaba Toni Morrison y me decía: “Tienes que leerla si estás en mi clase, es un hacha”. Entonces yo creía que con esa expresión se refería a que la escritora afroamericana era muy diestra en lo suyo. Después de leer sus libros, comprendí que se refería más bien al hacha que nombraba Franz Kafka en uno de sus escritos póstumos: “Necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. El nombre de Morrison va inequívocamente unido —ahora que ha muerto, ya para siempre— a la problemática racial y la lucha contra la discriminación y la intolerancia. Morrison es, sobre todo, esa hacha clavada muy honda en la conciencia de la sociedad estadounidense. ¿Qué otra cosa podría ser Beloved, si no? Juzguen ustedes mismos: “La lección que había aprendido en sesenta años de esclavitud y diez de libertad: en el mundo no había mala suerte sino blancos”. Los blancos de esta auténtica historia de horror americana —mucho más espeluznante que cualquier episodio de American Horror Story— han hecho de la vida de la negra Sethe un infierno hasta el punto de matar a su hija Beloved para salvarla de la esclavitud. Fue con este libro, junto con El hombre invisible de Ralph Ellison y Ve y dilo en la montaña de James Baldwin, y algún relato de Flannery O’Connor —si no han leído todavía El negro artificial, ya tardan en hacerlo—, con el que descubrí la narrativa de la negritud, una narrativa con un alto sentido de la épica de la vida, del coraje, del riesgo, a parte de la contraposición permanente entre blancos y negros. No busquen otros colores que esos dos.





“Cualquier blanco podía apropiarse de toda tu persona si se le ocurría. No sólo hacerte trabajar, matarte o mutilarte, sino ensuciarte. Ensuciarte tanto como para que ni tú mismo pudieras volver a gustarte. Ensuciarte tanto como para que olvidaras quién eras y nunca pudieras recordarlo. Y aunque ella y otros lo habían soportado, no podía permitir que le ocurriera a los suyos. Lo mejor que tenía eran sus hijos. Los blancos podían ensuciarla a ella, pero no a lo mejor que tenía, lo más hermoso y mágico, la parte de ella que estaba limpia”.

Toni Morrison, Beloved


sábado, 3 de agosto de 2019

Un montón de imágenes rotas

Si hay una literatura que tiene diferentes maneras —y todas buenas— de enfrentarse a esa bestia espantosa que es la realidad, esa es sin duda la literatura irlandesa. Ray Bradbury las enumeró brevemente en su ensayo Zen en el arte de escribir (hay edición española en Minotauro, 1995): “Es posible atacarla de frente, lo que es cosa seria, o distraerla con fintas, o atizarla de vez en cuando, bailar para ella, componer una canción, escribir un cuento, prolongar la conversación, volver a llenar la petaca. Todas forman parte del cliché irlandés pero, en el mal clima y la política tambaleante, todas son sinceras”. En Corazón giratorio (The Spinning Heart, 2012; Sajalín, 2019), el escritor irlandés Donal Ryan encara de frente la cruda realidad de una pequeña población irlandesa deprimida por la crisis, el paro y la corrupción a través de veintiuna voces diferentes que dibujan el retrato coral de una comunidad en estado de shock. Bobby Mahon, capataz de obra y primera víctima del constructor corrupto Pokey Burke, abre el coro de voces que nos van poniendo al día de la sordidez y la brutalidad de la miseria en la Irlanda profunda: “Mi padre sigue viviendo al final del camino, después de la represa, en la casucha donde me crié. Voy a verlo todos los días para comprobar si se ha muerto, y todos los días me decepciona. No ha dejado de decepcionarme un solo día. Me sonríe, con esa sonrisa espantosa. Sabe que voy a comprobar si se ha muerto. Sabe que sé que lo sabe. Ríe con esa sonrisa torcida. Le pregunto si le va todo bien y él se limita a reír. Nos miramos un rato y cuando ya no aguanto la peste que despide, me voy. Suerte, digo, te veo mañana. Me verás, responde. Así será, lo sé”. Las voces de Bobby, de su mujer Triona, del inmigrante ruso Vasya, de la madre soltera Réaltín, del padre de Pokey, Josie —Pokey es el único personaje que no tiene voz—, van fijando el espacio de esta “tierra baldía” que T. S. Eliot describió de manera admirable en su magistral poema The Waste Land: “¿Cuáles son las raíces que agarran, qué ramas crecen / en esta basura pétrea? / Hijo del hombre, / no puedes saberlo ni imaginarlo, pues conoces solo / un montón de imágenes rotas”. La queja contra la vida de Eliot tiene su mejor correlato en este Corazón giratorio que me hubiera gustado que tuviera cien, doscientas, trescientas páginas más, una segunda parte o, como se dice en el cine y la televisión, un spin-off, algo que me permitiese seguir ensimismado en el microcosmos empobrecido y dañado de estos palurdos miserables, dicho con todo el cariño del mundo.




“Ahora hasta el último idiota va por ahí quejándose de que el país se va a la mierda. La gran puta, cómo me cansan. El país se va a la mierda, el país se va a la mierda, el país se va a la mierda; los mismos idiotas que hace unos años se quejaban de que el país había enloquecido por el dinero. Te los encuentras en las tiendas, reunidos en corros miserables, comparando estrecheces”.

Donal Ryan, Corazón giratorio