Las obsesiones son una fuente primordial de la creación literaria. Por
eso, la escritora y poeta alemana Marion Poschmann (Essen, 1969) ha puesto al frente de su
novela Las islas de los pinos (Die Kieferninseln,
2017; Hoja de lata, 2019) a dos personajes obsesivos: Gilbert Silvester, un
profesor alemán que está obsesionado con la idea de que su mujer lo engaña —siempre ha
temido ser alguien demasiado aburrido para ella—, y a la que abandona sin
mayores explicaciones, subiendo al primer avión a Tokio; y Yosa
Tamagotchi, un estudiante japonés decidido a suicidarse por miedo a suspender
sus exámenes. La máxima zen, generalmente desconocida por muchos, a pesar de
ser practicada por casi todo el mundo, de “actúa como si no actuaras”, que
Gilbert lleva interiorizada en su modus operandi, parece saltar hecha añicos cuando, una vez en
Tokio, conoce a Yosa, a quien, lejos de hacerle desistir de sus intenciones,
ayuda a buscar el lugar ideal para acabar con su vida, y que no es otro que
Matsushima, un archipiélago compuesto por 260 islas pobladas de pinos
centenarios, famoso desde la Era Edo. El poeta viajero Matsuo Bashō, uno de los
autores de cabecera de Gilbert —y al que éste trata de seguir sus huellas por
Japón mientras recoge datos para un trabajo que está escribiendo sobre el
efecto de las representaciones de la barba en la iconografía religiosa y en el
cine—, fue el primero en peregrinar a este lugar de extraordinaria belleza:
“Durante siglos se ha dicho que Matsushima era hermosa. Durante siglos gozó de
una belleza tal, que ni los tsunamis pudieron malograrla, mejor dicho, de una
belleza tal, que ni los tsunamis pudieron acercarse a ella”. Que yo sepa, Las
islas de los pinos es la
primera novela de Marion Poschmann publicada en España, y esperemos que no sea la
última, ya que uno puede estarse atrapado durante un buen rato en ella, sin
pasar de página, abrumado por la belleza de sus párrafos (incluso una sola
frase vale por más de mil imágenes: “el viento, al mezclar y separar los
colores de los árboles, los volvía fugaces e indeterminados”), por su hondura,
por su poder de sugestión, por su consistencia. Las islas de los pinos, en fin, todavía tiene una última dimensión
que la moldea y enriquece, la dimensión filosófica. Gilbert es de natural
obsesivo, pero también inquisitivo, su viaje puede de hecho considerarse una
investigación sobre su propio ser y sentir, al amparo de un verso de Bashō: “Si
quieres saber algo de los pinos, acércate a ellos”.
“El bosque susurraba y gimoteaba y Yosa se acercó un
poco más a Gilbert. Temblando aguardaba a los espíritus. Todo suicida, rompió
de pronto a hablar, se convierte de inmediato en un espíritu vengativo y se
pone a la búsqueda de seres vivos para llevárselos consigo hacia la muerte.
[...] Sus voces se escuchaban por doquier, sus lamentos sonaban como las hojas
secas del otoño y no cesaban de dirigirse a él. Gilbert asintió a su opinión.
Así es como se comporta uno cuando está muerto, añadió maliciosamente. Una
oscuridad absoluta y un parloteo incesante ”.
Marion Poschmann, Las islas de los pinos