sábado, 29 de julio de 2017

Hombres de sangre

La escritora brasileña Ana Paula Maia saca músculo, tanto o más que William Faulkner, John Steinbeck y Cormac McCarthy juntos, con De ganados y hombres (De gados e homens, 2013), la primera —y, por ahora, única, esperemos que por poco tiempo— novela publicada en España. De ganados y hombres, puro gótico rural, no podía encajar mejor con la actual dialéctica entre los animalistas y los que no lo son, o lo que es lo mismo, entre lo humano y lo animal que ya empieza a producir cansancio porque rehúye lo verdaderamente importante del asunto: ni humano ni animal son categorías fundamentales en el mundo de hoy. El protagonista de De ganados y hombres se llama Edgar Wilson y es el aturdidor de un matadero de reses, el encargado de darles el golpe de gracia a las vacas y bueyes, antes de ser colgadas bocabajo de un gancho y morir desangradas, para posteriormente abastecer con su carne una fábrica de hamburguesas: “En los lugares donde la sangre se mezcla con el suelo y con el agua es difícil tratar de establecer cualquier distinción entre lo humano y lo animal. Edgar se siente tan en sintonía con los rumiantes, con la mirada insondable que tienen y con el latido de la sangre en sus venas que a veces se pierde en su misma conciencia al preguntarse quién es el hombre y quién el bovino”. Puede que la novela de Maia —no hay que ser muy perspicaz para deducirlo, y tampoco es que la escritora brasileña se esfuerce en disimularlo: el título es un guiño a la novela de Steinbeck De ratones y hombres—, beba inevitablemente de las referencias mencionadas más arriba, pero lo cierto es que consigue sobreponerse a sus modelos literarios con buenas dosis de esperpento capaces de ponernos en alerta máxima, al mismo tiempo que dejarnos en la boca una irremediable sensación de incomodidad. De ganados y hombres es un puñetazo de agresividad implacable directo a la jeta de la sociedad actual, donde tanto lo humano como lo animal es violentado continuamente como resultado de la taxidermia política.



  
"Mientras exista una vaca en este mundo, siempre habrá alguien que quiera matarla. Y alguien que quiera comerla. [...] Todos son hombres de sangre, los que matan y los que comen. 
Nadie queda impune”. 

Ana Paula Maia, De ganados y hombres


miércoles, 26 de julio de 2017

Las tomas falsas del futuro

Ninguna de las virtudes de Philip K. Dick, así pasen cien años, parece más incontrovertible que la de ser siempre un escritor contemporáneo. Es uno de los escasos autores que pueden jactarse de haber entregado al menos una obra maestra en cada década desde los años cincuenta. No obstante, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheeps?, 1968), que Minotauro reeditará en septiembre coincidiendo con el estreno de Blade Runner 2049 de Denis Villeneuve, secuela de la primera adaptación cinematográfica dirigida por Ridley Scott, quintaesencia la mejor facultad que pueda poseer un escritor: hacer visible lo invisible, dar forma a lo informe, descodificar y transmitir el magma confuso de la existencia. Desde su muerte en 1982, el interés por la obra de Dick no ha dejado de crecer en todo el mundo, incluido nuestro país, donde Minotauro ha anunciado también la próxima publicación de la única novela juvenil del escritor americano, Nick y el Glimmung, hasta ahora inédita en castellano. Lejos de ser una obra menor posee el grado de realidad e irrealidad que sus novelas más célebres: El hombre el castillo, Tiempo de Marte, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Ubik, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía y Una mirada en la oscuridad. Si bien Dick no tenía en gran estima esta novela, originalmente escrita en 1966, aunque publicada por primera vez en 1988, hay que creer a Roberto Bolaño cuando escribe, en Entre paréntesis: “Dick es bueno incluso cuando es malo y me pregunto, aunque ya sé la respuesta, de qué escritor latinoamericano se podría decir lo mismo. [...] Dick es Thoreau más la muerte del sueño americano. Dick escribe, en ocasiones, como un prisionero porque realmente, ética y estéticamente, es un prisionero”. Los datos biográficos de Dick que pueden considerarse ciertos son escasos: tuvo una infancia marcada por la muerte prematura de una hermana y una madre hipocondríaca con la que hablaba de mundos psíquicos y deidades malévolas. Lo que parece innegable es que en su biografía alcanza el clímax la crónica de toda una generación (la de los años 50 y 60) influida por las drogas y la paranoia que recorrió Estados Unidos de costa a costa durante la guerra fría. Brian Aldiss lo calificó como “uno de los maestros de las insatisfacciones de hoy en día”. Si algo hay que agradecerle a Dick es el habernos brindado la oportunidad de contemplar las tomas falsas del futuro.




"Tanta historia con las diferencias entre seres humanos auténticos y los ingenios humanoides. Y mis sentimientos fueron los contrarios a los esperados. Los que estoy acostumbrado a sentir, los que se me exige tener. [...]  Las cosas eléctricas también tiene sus vidas. Por insignificantes que sean”. 

Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?


domingo, 23 de julio de 2017

El hombre que se investigó a sí mismo

La noche de la pistola (The night of the Gun, 2008) del escritor y periodista de The New York Times David Carr es un libro que a Cortázar le hubiera gustado mucho, muchísimo. Porque es un libro y un laberinto. Un hombre –el propio Carr— se investiga a sí mismo cuando se da cuenta de que no puede recordar quien empuñaba la pistola la noche que su vida, tal como la conocía, cambió bruscamente para pasar a convertirse en una espiral de autodestrucción. Carr sostiene que su mejor amigo le apuntó con una pistola después de una noche de borrachera; al volver a encontrarse con él casi veinte años después, el amigo le dice que nunca tuvo un arma. “Este es un relato”, escribe Carr, “sobre quién tenía la pistola”. Pese a quien escribe es un hombre magullado por múltiples desventuras —vinculadas a su adicción a las drogas y el alcohol—, su escritura alcanza cotas de claridad radiante que en nada tiene que envidiar a sus columnas periodísticas: “He escrito sobre política y sobre Hollywood, unas culturas en las que el más abyecto vasallaje se ha refinado hasta convertirse en un arte de lo más complejo, pero nadie sabe lo que es la verdadera adulación hasta que no ha visto una habitación llena de drogadictos alrededor de una bolsa de coca. [...] El abastecimiento es lo único que le importa al drogadicto. Si hubieran reunido a un grupo de yonquis, los científicos podrían haberse ahorrado mucho tiempo investigando la fisión del átomo. Cuando la mercancía escasea, el toxicómano no solo es capaz de ver con precisión la cabeza de un alfiler sino de decir si una mitad de esa cabeza parece un poco más grande”. Seguro que habrá quien sienta la tentación de comparar La noche de la pistola con la novela, también autobiográfica, Yonqui de William S. Burroughs. Sin embargo, aunque está claro que ambas tratan del demonio de la adicción —y cómo altera el temperamento, la percepción y, en última instancia, las interacciones con los demás—, La noche de la pistola trata sobre todo de la identificación de uno con uno mismo, con ese otro al que no conocemos ni entendemos pero al que estamos unidos en algún grado de proximidad. “Yo es otro”, como escribió Rimbaud en una fórmula sintáctica extraña pero exacta.




“Repasar mi historia ha sido como arrastrarme sobre cristales rotos en la oscuridad. Yo pegaba a las mujeres, asustaba a los niños, agredía a desconocidos, y era un mentiroso y un tramposo crónico con tal de obtener la siguiente dosis. He leído sobre aquel tipo con la misma sensación de repugnancia que tiene casi cualquiera. Qué. Gilipollas. Aquí, a salvo en mi escondite de las Adirondack [un macizo montañoso de los Estados Unidos], donde estoy recomponiendo la historia de aquel tipo, pienso a menudo que tengo muy poco en común con él. Y esa distancia me empuja a seguir escribiendo hasta que se convierta en este tipo. [...] 
Yo no soy este libro, pero este libro es yo”. 

David Carr, La noche de la pistola



miércoles, 19 de julio de 2017

La banalización del mal

La novela negra ha experimentado en los últimos tiempos cambios drásticos, o lo que es lo mismo, ha sufrido un retroceso, un descenso deshonroso a las formas y maneras de consumo popular de donde la rescataron el siglo pasado autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Patricia Highsmith. Y lo hicieron adoptando sin contravenirlos los hilos y  mimbres del relato policíaco clásico para, eso sí, malear sus convenciones de escritura, poniendo el celo máximo en el lenguaje y en unos diálogos agudos, ocurrentes e inteligentes. En la actualidad, poco de esto queda, ya que la "banalización del mal" ha llegado también hasta la novela negra, especialmente en nuestro país, donde la anécdota deviene categoría, lo trivial se trasmuta en estilo y lo ordinario adquiere naturaleza de extraordinario. Al menos eso es lo que se premia hoy en las “semanas negras” de la España más negra, que no es precisamente la de Puerto Hurraco, Alcácer o Fago. Por eso hay que saludar con entusiasmo El santo al cielo (Dos bigotes, 2016), de Carlos Ortega Vilas, una novela negra sobre la violencia como trance real, y no como una vaga entelequia, en el contexto de una oscura historia familiar que reúne todos los atributos temáticos del género —asesinatos, desapariciones, exhumaciones, complots, relación amorosa entre agentes: un inspector de la Policía Nacional y un teniente de la Guardia Civil— sin que la trama, por decirlo de alguna forma, sea lo más importante. Ortega Vilas evidencia a lo largo de El santo al cielo su gusto por las emociones fuertes hasta el punto de que nos niega la catarsis que, sometido a la ferocidad de los sucesos que relata, cualquier lector mínimamente sensible exige casi a gritos después de acumular tanta tensión, tanto desasosiego. Siempre son odiosas las comparaciones, desde luego, y a menudo suelen esgrimirse cuando se carece de argumentos de peso para demostrar ciertas cosas. Sin embargo, a veces ayudan a clarificar los conceptos. Por eso, leyendo El santo al cielo, uno no puede dejar de pensar en algunas novelas de Highsmith, como Ese dulce mal o El grito de la lechuza, cuyos protagonistas, por encima de los artificios del género, actúan de manera natural con la situación dramática planteada. Con El santo al cielo, por su avasalladora rareza, su ritmo vertiginoso —la pausa es la fuente de inquietud—, y su vocación de estilo, Ortega Vilas se confirma como un escritor a seguir muy de cerca en el futuro. 




"Qué alivio sentir que otro tomaba decisiones por ella, aunque fuera una tan simple como situarla en un espacio concreto, con un fin concreto. ‘Descansa’, le dijo. Ese era el fin. Silvia se volvió de cara a la pared. Él llamará ahora a la policía y ellos me reubicarán en otro espacio, pensó casi con indolencia. Tenía que aceptar que la vida no era más que eso: una mudanza continua. Un dolor agudo en el costado. Y un tener que afrontar la verdad en el momento menos oportuno. Pero, ¿acaso existía un momento oportuno para encarar una verdad como la suya?"

Carlos Ortega Vilas, El santo al cielo


sábado, 15 de julio de 2017

El fantasma solitario de la sala de conciertos

Mientras escribo esto escucho de fondo las Variaciones Goldberg de Bach, grabadas por Glenn Gould en 1955, cuando tenía veintidós años; actualmente se han convertido en históricas, como el álbum de estudio Kind of Blue, quintaesencia del jazz, grabado por Miles Davis en 1959. Al contrario que la inmensa mayoría de sus coetáneos, el pianista canadiense echó por tierra las convenciones del intérprete clásico, aun corriendo el riesgo de ser tachado de excéntrico. En 1963, en un artículo titulado Escribiendo ficción americana, Philip Roth puso de manifiesto uno de los tantos temores que penden sobre la cabeza de cualquier autor: ¿Puede todo el talento de un escritor con la realidad que le rodea? En la materialización de esa suerte de complejo de inferioridad respecto a la realidad, Roth no hacía más que definir un tipo de tensión con la cual el artista siempre tenía que trabajar. Para Gould esto no era más que una simple mistificación, como recuerda el escritor y melómano Bruno Monsaingeon en el libro Glenn Gould. No, no soy en absoluto un excéntrico (Glenn Gould. Non, je ne suis pas du tout un excentrique,1986), donde recoge las siguientes palabras del pianista: “La tradición literaria occidental nos ha terminado convenciendo de que para que un personaje sea interesante, con independencia de la importancia de su obra, era indispensable elaborar una estructura dramática que describiera posiciones antagónicas, opiniones encontradas, conflicto de intereses, etcétera. Sin embargo, a mí esa tradición me parece moralmente odiosa y por suerte el cuarto de siglo que he pasado trabajando para la CBS ha estado prácticamente desprovisto de conflictos, antagonismos, tensiones [...] todos los cuales son recursos que al escritor le brindan soluciones para los problemas de estructura y a los lectores les permiten mantener la atención”. Gould, famoso por su estilo particular de interpretación —sufría una dolencia en la espalda que le obligaba a encorvarse sobre el piano sentado en su inseparable silla baja para que el teclado estuviera a la altura de los ojos— y su personalidad críptica y reservada, fue un hombre asediado tanto por sus fans como por sus detractores. Unos y otros coincidieron en señalar a Gould como “un fantasma solitario de la sala de conciertos”. El pianista les devolvió el elogio diciendo que la sala de conciertos era como una “extensión cómodamente tapizada del Coliseo romano”.


  
“Me encanta grabar, porque si sucede algo excepcionalmente bello se sabe que perdurará y, si no es el caso, habrá otra oportunidad. [...] Me habitué a que el micrófono fuera un amigo y un testigo de lo que hacía. El público jamás me ha aportado el menor estímulo. Los aplausos de un público dado pueden ser más ricos en decibelios que los de otro, pero como vengo de una ciudad muy conservadora, Toronto, he aprendido que el ruido no equivale precisamente a la aprobación”.  

Glenn Gould, No, no soy en absoluto un excéntrico



martes, 11 de julio de 2017

La cosa más parecida a Voltaire

Hace diez años nos dejó el último espécimen de una especie extinguida, Kurt Vonnegut (1922-2007), un escritor que hizo frente con sus obras satíricas a la hipocresía de una sociedad de triunfadores. El mejor elogio empero lo recibió de George W. Bush, hijo. En 2005, molesto por las hirientes críticas del escritor sobre la intervención armamentística de Estados Unidos en Irak, en un rapto de despotismo deslustrado, el presidente le llamó payaso. La intención, por supuesto, no era alabar el humor del que Vonnegut siempre hizo gala en sus novelas, pero a la postre resultó reveladora. Los payasos, bufones, histriones, o como quiera que se les quiera llamar, han tenido siempre el coraje de decirles a la cara a los reyes, emperadores o monarcas, las verdades que no quieren oír. Para Vonnegut lo cómico era una "parte tan integral en mi vida que empiezo a trabajar en una historia sobre cualquier tema y, si no encuentro elementos cómicos, la dejo". Pese a haber nacido en Indianápolis, Vonnegut no se cansó de repetir que era "un hombre sin patria", frase que utilizó como título de una recopilación de artículos breves, brillantes y llenos de humor negro, donde no dejaba títere (Bush) con cabeza: "Por ahora sé que no existe la más remota posibilidad que Estados Unidos llegue a ser un país humano y razonable. Porque el poder nos corrompe, y el poder absoluto nos corrompe de forma absoluta Los seres humanos somos chimpancés que nos emborrachamos con el poder. ¿Acaso al decir que nuestros dirigentes son chimpancés borrachos de poder me arriesgo a desmoralizar a nuestros soldados que luchan y mueren en Oriente Medio? Su moral, al igual que muchos cuerpos sin vida, ya está completamente hecha pedazos". En el bachillerato fue Vonnegut mi escritor de cabecera, al igual que lo fue para los consumidores de ciencia-ficción de los años 60, así como para algunos estudiosos de la cultura de masas y algunos cronistas de la American way of life como Tom Wolfe, quien calificó al autor de Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, 1969) como "la cosa más parecida que hemos tenido a Voltaire". Ahora que Trump es la cosa más parecida a Bush que tenemos sería bueno volver a leer a Vonnegut.




"Si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así como ¿Pío-pío-pi?".

Kurt Vonnegut, Matadero cinco



sábado, 8 de julio de 2017

Retorno a Manderley

Anoche soñé que volvía a Manderley, o lo que es lo mismo, a esa mansión oscura y silenciosa que es 2666 (Anagrama, 2004; Alfaguara, 2016) de Roberto Bolaño. Al igual que Manderley, el tiempo no ha podido desfigurar la perfecta simetría de sus muros. Me cuesta no comparar 2666 con la obra maestra de Marcel Proust En busca del tiempo perdido. Ambas obras fueron publicadas después de la muerte de sus autores, en 1922 y 2003. La obra de Proust está dividida en siete libros que tienen títulos independientes: Por la parte de Swan, A la sombra de las muchachas en flor, La parte de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, Albertina desaparecida y El tiempo recobrado. La obra de Bolaño está dividida en cinco libros que tienen títulos independientes: La parte de los críticos, La parta de Amalfitano, La parte de Fate, La parte de los crímenes y La parte de Archimboldi. De cualquier modo, en ninguno de los dos casos se trata de un ciclo novelesco, ni tampoco de una saga familiar como la de los Rougon-Macquart de Zola, sino de una sola y única novela. Proust siempre se defendió de las críticas que le acusaban de haber escrito una novela desordenada y carente de planificación, y dijo en varias ocasiones que su obra poseía una concepción unitaria, pese a haberse publicado por separado los siete libros. Tal vez el rigor constructivo no es uno de los méritos de En busca del tiempo perdido, como tampoco lo es de 2666, que en un principio iba a publicarse en cinco libros, a razón de uno por año. Si por algo destacan tanto la obra de Proust como la de Bolaño es por su capacidad de crear personajes perfectamente individualizados. En 2666 los personajes se cuentan por centenas, entre los que destacan el escritor alemán Benno von Archimboldi, el periodista afroamericano Oscar Fate o el profesor chileno Óscar Amalfitano, que constituye una suerte de conciencia literaria. Aunque la muerte impidió a Bolaño terminar su novela —si bien se "aproxima mucho al objetivo que él trazó", en palabras del crítico Ignacio Echevarría—, esto no impide que sea grande. Como escribió Goethe: "Que no puedas terminar es lo que te hace grande".



Tanto Cacciato como Berlin intentan comprender el caos que les rodea pero no pillan ni una. La realidad es demasiado cruda y “los soldados son soñadores”, como dice la cita Siegfried Sassoon, poeta y teniente de fusileros en la Primera Guerra Mundial, que abre la novela. Acaso eso constituye en parte la forma como uno aprende a convivir con el horror. Persiguiendo a Cacciato es una de las más incisivas a la vez que divertidas acusaciones que se han escrito contra la guerra de Vietnam. Es como si O’Brien le hubiera hecho caso a Flaubert: “El único modo de soportar la existencia es revolcándose en la literatura como en una orgía perpetua”. La orgía aquí se llama Vietnam. Tanto Cacciato como Berlin intentan comprender el caos que les rodea pero no pillan ni una. La realidad es demasiado cruda y “los soldados son soñadores”, como dice la cita Siegfried Sassoon, poeta y teniente de fusileros en la Primera Guerra Mundial, que abre la novela. Acaso eso constituye en parte la forma como uno aprende a convivir con el horror. Persiguiendo a Cacciato es una de las más incisivas a la vez que divertidas acusaciones que se han escrito contra la guerra de Vietnam. Es como si O’Brien le hubiera hecho caso a Flaubert: “El único modo de soportar la existencia es revolcándose en la literatura como en una orgía perpetua”. La orgía aquí se llama Vietnam.

"Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. [...] Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez".

Robeto Bolaño, 2666


jueves, 6 de julio de 2017

De entre los muertos

La mención a la guerra de Vietnam lleva consigo la alusión al absurdo. Todas las guerras lo son, pero la de Vietnam lo es mucho más. En Persiguiendo a Cacciato (Going After Cacciato,1978) de Tim O’Brien, publicada en España por la editorial Contra con casi cuarenta años de retraso, el soldado Cacciato —Cacciato en italiano significa “cazado”/ “acosado”— vive un infierno mental no muy lejano del de Joe Bonham, el héroe de Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo. Si Johnny está totalmente confuso postrado en la cama de un hospital sin brazos ni piernas, Cacciato es “tonto como una bala”. A las pocas páginas, decide abandonar la guerra de Vietnam y marcharse por las buenas a París, atravesando a pie los trece mil kilómetros de distancia. Tras sus pasos va un pelotón encabezado por el especialista de cuarta clase Paul Berlin, quien “llevaba siete días en la guerra”. En Persiguiendo a Cacciato, O’Brien da otra vuelta de tuerca a un conflicto que siempre ha tenido quien le escriba: Despachos de guerra de Michael Herr, Un rumor de guerra de Philip Caputo, Dog Soldiers de Robert Stone, Un chaleco de acero de Gustav Hasford, Árbol de humo de Denis Johnson, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon del propio O’Brien —donde se supera en su propio terreno con su tratamiento de los detalles cotidianos— o, más recientemente, El simpatizante del escritor vietnamita Viet Thanh Nguyen, que ganó el premio Pulitzer en 2016. A diferencia de Nguyen, nacido en 1971, O’Brien, llamado a filas y enviado a Vietnam en 1969, es una voz autorizada para dar buena cuenta de una guerra que fue algo más que una mala racha en la carrera belicista de Estados Unidos: “Era una mala racha. Billy Boy Watkins estaba muerto, y también Frenchie Tucker. Billy Boy se había muerto de miedo en pleno campo de batalla, y a Frenchie Tucker le habían atravesado la nariz de un balazo. [...] Pederson estaba muerto y Rudy Chassler estaba muerto. Buff estaba muerto. Portland estaba muerto. Todos ellos estaban entre los muertos”. Persiguiendo a Cacciato es una de las más incisivas, más ácidas y más ingeniosas denuncias contra la guerra de Vietnam que jamás se han escrito. Es como si O’Brien le hubiera hecho caso a Flaubert: “El único modo de soportar la existencia es revolcándose en la literatura como en una orgía perpetua”. Aquí la orgía se llama Vietnam.



Tanto Cacciato como Berlin intentan comprender el caos que les rodea pero no pillan ni una. La realidad es demasiado cruda y “los soldados son soñadores”, como dice la cita Siegfried Sassoon, poeta y teniente de fusileros en la Primera Guerra Mundial, que abre la novela. Acaso eso constituye en parte la forma como uno aprende a convivir con el horror. Persiguiendo a Cacciato es una de las más incisivas a la vez que divertidas acusaciones que se han escrito contra la guerra de Vietnam. Es como si O’Brien le hubiera hecho caso a Flaubert: “El único modo de soportar la existencia es revolcándose en la literatura como en una orgía perpetua”. La orgía aquí se llama Vietnam. Tanto Cacciato como Berlin intentan comprender el caos que les rodea pero no pillan ni una. La realidad es demasiado cruda y “los soldados son soñadores”, como dice la cita Siegfried Sassoon, poeta y teniente de fusileros en la Primera Guerra Mundial, que abre la novela. Acaso eso constituye en parte la forma como uno aprende a convivir con el horror. Persiguiendo a Cacciato es una de las más incisivas a la vez que divertidas acusaciones que se han escrito contra la guerra de Vietnam. Es como si O’Brien le hubiera hecho caso a Flaubert: “El único modo de soportar la existencia es revolcándose en la literatura como en una orgía perpetua”. La orgía aquí se llama Vietnam.

"Lo importante era el coraje. Cómo comportarse. Si huir o luchar o buscar un punto intermedio. Lo importante no era no tener miedo. Lo importante era cómo actuar con cabeza a pesar del miedo. Escupir esa bilis insondable: eso era el verdadero coraje. Eso era lo que él creía. Como creía en la obviedad del corolario: cuanto mayor es el miedo de un hombre, mayor su potencial coraje".

Tim O’Brien, Persiguiendo a Cacciato


Cada nuevo libro sobre la guerra de Vietnam hace más densa la trama de una ofensiva que nunca tenía que haber sucedido. Ninguna guerra es justa, pero todavía menos la de Vietnam. En Persiguiendo a Cacciato  (Going After Cacciato, 1978), publicada en España con casi cuarenta años de retraso por la editorial Contra, Tim O’Brien da otra vuelta de tuerca a un conflicto que siempre ha tenido quien le escriba: Un rumor de guerra de Philip Caputo, Despachos de guerra de Michael Herr, The Best and the Brightest de David Halberstam, Árbol de humo de Denis Johnson, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon del propio O’Brien —donde se supera en su propio terreno con su tratamiento de los detalles cotidianos— o, más recientemente, El simpatizante del escritor vietnamita Viet Thanh Nguyen, que ganó el premio Pulitzer en 2016. A diferencia de Viet Thanh Nguyen, nacido en 1971, O’Brien, llamado  a filas y enviado a Vietnam en 1969, es una voz autorizada para dar buena cuenta de la íntima y cotidiana existencia del soldado Cacciato —Cacciato significa "acosado" / "atrapado" en italiano—, que decide abandonar la guerra de Vietnam y marcharse por las buenas a París, atravesando Asia a pie. Tras sus pasos va un pelotón encabezado por el especialista de cuarta clase Paul Berlin, quien lleva sólo “cuatro días en la guerra”. Tanto Cacciato como Berlin intentan comprender el caos que les rodea pero no pillan ni una. La realidad es demasiado cruda y “los soldados son soñadores”, como dice la cita Siegfried Sassoon, poeta y teniente de fusileros en la Primera Guerra Mundial, que abre la novela. Acaso eso constituye en parte la forma como uno aprende a convivir con el horror. Persiguiendo a Cacciato es una de las más incisivas a la vez que divertidas acusaciones que se han escrito contra la guerra de Vietnam. Es como si O’Brien le hubiera hecho caso a Flaubert: “El único modo de soportar la existencia es revolcándose en la literatura como en una orgía perpetua”. La orgía aquí se llama Vietnam.

domingo, 2 de julio de 2017

Retrato del artista adolescente

Una de las razones del éxito del escritor noruego Karl Ove Knausgård es que ha logrado una ecuación sencilla pero de efectos devastadores: tomar cada uno de los días de su vida —pasada y presente— y exponerlos a la luz pública en una autobiografía que ocupa casi 4.000 páginas. Tiene que llover es la quinta y penúltima entrega de Mi lucha, título genérico que agrupa los seis volúmenes de la saga publicados de manera independiente. "Lo único que ha permanecido de todos esos miles de días —dice al comienzo de la novela, en los días previos a su entrada en la Academia de Escritura de la ciudad de Bergen, conocida por sus abundantes precipitaciones y por eso bautizada como 'la ciudad de la lluvia'— son unos cuantos sucesos y un montón de estados de ánimo". La forma en que Knausgård consigue mirar a través de sí mismo, ver la parte de frustración y dolor que esconde sus ideales juveniles, convertidos en puentes rotos, nos reconcilia con el personaje, después de ciertos rasgos oscuros o poco atractivos de su naturaleza desvelados en su novela anterior, Bailando en la oscuridad. En Tiene que llover Knausgård vuelve a ahondar en los altibajos emocionales y las incertidumbres. Cara y cruz de todo aquel que emprende el camino de la escritura: "Cuando estaba en casa escribiendo, me parecía bueno lo que escribía, luego llegaba el turno de la crítica en la Academia, donde siempre se decía lo mismo, unos cuantos elogios corteses para mantener las apariencias, como que la narración tenía vitalidad, antes de señalar que estaba llena de tópicos. [...] Pero lo más doloroso fue la calificación de inmaduro". Quizá Tiene que llover no es el big bang de La muerte del padre ni posee la ferocidad de Un hombre enamorado, pero su alta calificación se sostiene en su descomunal ejercicio de intimidad con el lector. Deja con ganas de más, salivando por el sexto volumen de la saga autobiográfica.




"Durante las semanas que llevaba viviendo en Bergen había empezado a reconocer determinadas caras bergenianas, se parecían entre ellas, chicos, mujeres mayores, hombres de mediana edad cuyos rostros tenían algunos rasgos en común que no había visto en otros lugares. Entre esas caras había cientos, por no decir miles, que no se parecían. Se desvanecían, se borraban tras haberme cruzado con ellas, pero las caras bergenianas volvían. [...]  En realidad sólo había dos formas de existencia, pensé, la que estaba relacionada con un determinado lugar, y la que no. Las dos habían existido siempre. Ninguna podía elegirse".


Karl Ove Knausgård, Tiene que llover