sábado, 27 de octubre de 2018

Rojo y negro

La primera vez que vi El resplandor, de Stanley Kubrick, no me gustó. No podía quitarme de la cabeza la novela de Stephen King —dedicada a su hijo, el escritor Joe Hill, entonces un niño de cinco años “que esplende” como el hijo de Jack Torrance, Danny— en la que está basada la película. Nada de lo que había visto se podía comparar con el libro. Todo lo discutía, todo lo juzgaba hasta desquiciar a los que me escuchaban. Después he visto El resplandor en seis o siete ocasiones —en dvd y bluray—, cayendo rendido a las virtudes de su mito. Cada vez que volvía a verla era como si volviera a la infancia. Algo parecido le sucedió a Simon Roy, autor de Mi vida en rojo Kubrick (Kubrick Red: A Memoir, 2016; Alpha Decay, 2017): “He debido de ver El resplandor por lo menos cuarenta veces; primero parcialmente, cuando tenía más o menos diez años (‘¿Te apetece un helado, Doc?’); después varias veces por pura curiosidad y posteriormente con regularidad, ya como profesor. Me gustaría creer –yo también tengo un poco de Doc– que he visto la película cuarenta y dos veces, pero sé que son muchas más”. En Mi vida en rojo Kubrick, Roy no sólo examina hasta el mínimo detalle lo que sea que se oculta en los fotogramas de El resplandor —hay mucha literatura que hace un culto casi fanático del número 42, que se repite continuamente en la película—, sino que también indaga en su propio pasado, un pasado bastante negro con los días marcados en “rojo Kubrick”, en alusión a la sangre que sale a raudales de los ascensores del hotel Overlook. El abuelo de Roy, Jacques Forest, asesinó a su abuela a martillazos y luego se suicidó. En el momento del crimen, Forest tenía dos hijas de cinco años, las gemelas Danielle y Christiane, que, al igual que las gemelas Grady que vemos tomadas de la mano al final del pasillo en la película, quedaron bañadas en sangre. Christiane desapareció sin dejar rastro a los 14 años. Danielle, la madre de Roy, sufrió depresiones toda su vida, intentó suicidarse varias veces y finalmente lo logró, en 2013, poco antes de que el autor se decidiera a contar la genealogía macabra de su familia, inaugurada por su abuelo en 1942: “Todo se repite en la espiral de una reanudación perpetua. La reincidencia es casi ineluctable, necesaria. [...] Poco importa la época, siempre habrá alguien que reproduzca las mismas atrocidades. Jacques Forest, al matar a mi abuela a martillazos, afianzó los crímenes que acontecen desde la noche de los tiempos, prolongación inconsciente de una ancestral tara hereditaria”. Desde su estreno en 1980, El resplandor ha tenido un impacto extraordinario en el imaginario colectivo, aunque en nadie como en Roy abrió “una brecha en el cemento de mi plácida infancia”. Mi vida en rojo Kubrick es un libro completamente absorbente a la manera de las mejores novelas de King, hasta el punto de que nos descubrimos desesperados por llegar al lugar oscuro donde nos lleva.*




“Las perores cárceles no están hechas de piedra, sino de nuestros propios actos, y también de los que somos víctima y nos ahogan muy despacio. [...] Me gustaría que mis palabras le llegaran [a su abuelo, Jacques Forest] y produjeran en él el efecto de la gasolina con la que se rocía a un rehén amordazado, maniatado en un trastero viejo y aislado”.

Simon Roy, Mi vida en rojo Kubrick

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(*) Esta reseña fue publicada, con otro título y otra redacción, en el periódico La Provincia el 17 de febrero de 2017.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Todo se desmorona

Retratar una época no implica necesariamente el análisis frontal de los grandes acontecimientos. Francis Scott Fitzgerald, que retrató mejor que ningún otro escritor —con la excepción acaso del hoy olvidado bon vivant Carl Van Vechten, autor de El paraíso de los negros— los ruidosos años veinte, satisfizo mejor su vocación de cronista cuando se aproximó a los mecanismos del melodrama y a los colegios y salones de élite, que cuando intentó plasmar frontalmente la industria floreciente del cine en tiempos de recesión económica en El último magnate. Algo parecido se puede decir de Jay McInerney, que es noticia estos días por la llegada a las librerías españolas —algo tarde, pero llegó que es lo que importa— de la segunda parte de la trilogía sobre el matrimonio Calloway, La buena vida (The Good Life, 2006; Libros del Asteroide, 2018), tras la recuperación el año pasado de Al caer la luz (Brightness Falls, 1992; Libros del Asteroide, 2017), y, esperemos que muy pronto, Bright, Precious Days (2016), cuyo título es un guiño al título de su primera novela, Bright Lights, Big City (1984; Luces de neón, Edhasa, 1987). En La buena  vida, las clases altas narcisistas y superficiales de Manhattan se dan de bruces con la cruda realidad de los atentados de 11 de septiembre de 2001. Hasta ese día en particular —martes— “Manhattan era un espacio existencial, en el que la identidad iba en función de los logros profesionales; solo a los muy jóvenes y a los muy ricos se les permitía estar ociosos”. Después de ese día Corrine y Russell Calloway —personajes de la novela anterior de McInerney, Al caer la luz— y Luke y Sasha McGavock lo tienen difícil para recomponer sus respectivos matrimonios, que parecen haberse venido abajo mucho antes del desplome de las torres del World Trade Center. La metáfora está ahí para quien quiera verla, pero McInerney le dedica muy poco tiempo a este aspecto y eleva su punto de vista para indagar, desde una inequívoca voluntad reflexiva, mucho más allá y mucho más a fondo de la mera cuestión casuística de hechos. El colapso de las torres gemelas es solo el pretexto —esto no es bueno ni malo— para que un grupo de neoyorquinos privilegiados se vean obligados a reevaluar sus vidas y encontrar su propósito después de confrontar las ilusiones de ayer con las realidades —adulterio incluido— de hoy. Al margen de lo estrictamente épico de los acontecimientos del 11-S, y que, en verdad, no deja de resultar pura anécdota, La buena vida resulta poderosa sobre todo en el tratamiento del conflicto de Corrine consigo misma: “Corrine se había convertido en una entendida en culpabilidad; aunque en su caso no se trataba de una puñalada de remordimiento por un acto mal concebido, sino más bien del latido insistente y sordo de la culpa crónica”. Al final, no importa tanto el desenlace de la trama, sino los elementos desperdigados a lo largo de la novela entorno a unos personajes que descubren que no tienen vida propia —ni buena ni mala—, y que sólo encuentran su lugar en el desmoronamiento al que va tendiendo todo. Una idea sublime, efectivamente, y perturbadora.




El hedor a plástico quemado volvió a envolverla cuando caminaba por Broadway. Cuando más se acercaba, más sentía la presencia de los muertos, como una especie de electricidad estática. Tan palpable era la impresión que a veces temía llegar a ver sus formas luminosas flotando entre los desfiladeros del distrito financiero. Se detuvo y miró atrás, sintiendo un escalofrío en los brazos y la nuca, aunque la noche era cálida y calma, e imaginó que notaba una corriente de tristeza y pesar recorriendo Broadway. ¿Qué le dirían si pudieran hablar? ¿Le aconsejarían que no siguiera por ese camino? ¿Quién sabía si compartían nuestras inquietudes y emociones, o las de los seres que ellos mismos habían sido antes? Quizá no era la tristeza de los muertos lo que sentía, sino sólo la suya”.

Jay McInerney, La buena vida


sábado, 20 de octubre de 2018

¿Qué es lo que Maisie sabía y por qué debería importarnos?

Si todo se corrompe con el tiempo, al menos existe algo que permanece inmaculado. ¿Adivinan? No es difícil. Sí, Henry James. Su obra, considerada como un género en sí mismo, no deja de reeditarse cada cierto tiempo. El último título en reaparecer de nuevo ha sido Lo que Maisie sabía (What Maisie Knew, 1897; Gatopardo, 2018), con prólogo de Nora Catelli, del que tomo esta frase: “El desafío formal de James en esta novela consiste en construir primero un triángulo: lo que ve y no ve Maisie, lo que hacen los adultos responsables —padres, nuevos cónyuges, institutrices, criadas—, que miran pero no ven a Maisie, y lo que ven los lectores”. Muy bien, empecemos por ahí. Lo primero que vemos es que no todo son personajes femeninos complejos, atribulados, llenos de vericuetos (léase Isabel Archer, Catherine Sloper, Daisy Miller), en la obra de Henry James. Al igual que el autor de Lolita, James también tuvo su propia nínfula en Maisie, una niña madura para su edad, cuya custodia se disputan Beale e Ida Farange, a pesar de que “el único lazo que la unía a sus padres era el hecho lamentable de que fuese un recipiente en el que verter la amargura, una frágil taza de porcelana en la que mezclar ácidos corrosivos”. Pero esperen, que todavía hay más: “No habían solicitado su custodia para hacerle un bien, sino para tratar de hacerse daño. [...] De hecho, se sentían más casados que nunca, sobre todo porque el matrimonio nunca había sido para ellos más que un pretexto para pelearse de forma ininterrumpida”. Las posibilidades de crecer en estas circunstancias son mínimas, pero Maisie no sólo logra superarlas sino que también ve mucho más de lo que en principio puede entender, una cualidad compartida con Flora y Miles, los niños pubescentes de Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898). No obstante, Lo que Maisie sabía no es una novela familiar, sino una novela sobre familias en más de un sentido. James nos sirve la historia de forma transversal —sabía que tarde o temprano acabaría utilizando esta palabra en boga entre los políticos—, de extremo a extremo, permitiendo de esta manera asegurar el interés de la trama más allá de que los Farange no tengan nada agradable que decirse el uno al otro. Lo que para unos es una simple disputa familiar por la custodia de una niña para el autor de Retrato de una dama es una oportunidad para demostrar que no hay tema menor si se lo aborda con precisión, juicio y sentimiento. Volviendo a la pregunta que encabeza este post, ¿qué es lo que Maisie sabía y por qué debería importarnos?, estoy convencido que la respuesta no es otra que la de que los niños pueden superar casi cualquier cosa, incluso aquello que no nos atrevemos a decir en voz alta. Pero James sí: que los términos “padre” y “madre” por sí solos no son nada. Aunque Maisie tiene “dos padres, dos madres y dos hogares”, nunca se ha sentido más sola.




Nada podía resultar más conmovedor que esa alma inmaculada no tuviese la menor sospecha del calvario que le esperaba. Había quien se horrorizaba al pensar en lo que podían hacer de ella las dos personas encargadas de su custodia, pues nadie parecía concebir por anticipado que pudiesen hacer algo que no fuese funesto”.

Henry James, Lo que Maisie sabía


martes, 16 de octubre de 2018

Otros tiempos, otros tragos

“¿A qué edad comienza la nostalgia?”, se preguntaba un personaje de la película Despabílate, amor de Eliseo Subiela. Desde luego, la película —cuyo título está tomado de un verso de Mario Benedetti: “Despabílate, amor, que el horror amanece”—, no da respuesta a la pregunta pero a mí se me ocurre que empieza cuando releemos de tanto en tanto un libro leído tiempo atrás que nos ha gustado mucho. Estos días releo a Norman Mailer, su novela Los tipos duros no bailan (Tough Guys Don't Dance, 1984; Anagrama, 1992 [2018]), reeditada en bolsillo. Vaya por delante que ni la novela de Mailer es tan buena —eso sí, mejor de lo que suelen ser las novelas policíacas de ahora—, ni la película dirigida por el propio escritor en 1987 tan mala. Es más: el tiempo ha demostrado que, de todas las novelas de Mailer llevadas a la pantalla, el guión de Los tipos duros no bailan es, con todos sus defectos, el más decente de ellos. No se trata, como pudiera pensarse, de reivindicar Los tipos duros no bailan como una gran película, habida cuenta de que hasta el propio Mailer declaró que ni a él se le ocurriría incluirla entre las cien primeras de cuantas películas había visto. Con independencia de las circunstancias que movieron a Mailer a realizarla —entre las más publicitadas, la necesidad de asegurarse cobertura económica—, se nota que Los tipos duros no bailan es una película filmada con celeridad, planificada con funcionalidad, pero a la que se le agradece al menos que no juegue la carta de la estilización en cuanto al género. Esta última es una de las virtudes de la novela. Los tipos duros no bailan es una farsa disfrazada de thriller o, lo que en este caso significaría lo mismo, un thriller disfrazado de farsa, apoyada sobre una doble base criminal y pasional. Sería inútil buscar en Los tipos duros no bailan el espesor de La canción del verdugo, escrita cinco años antes, de la que sólo quedan rasgos autobiográficos. No obstante, el lector que se acerque a ella puede hacerlo de dos maneras o, si se quiere, puede leer en ella dos historias: una, literal, sobre un escritor fracasado, Timothy Madden, abandonado por su mujer —la infelicidad le viene de familia: "Mi padre estaba terriblemente impresionado por haberse casado con una mujer como ella. Por desgracia, no fueron felices. En palabras de mi padre, ninguno de los dos fue capaz de cambiar al otro ni la posición de un pelo del culo"—, que se ve acusado de un crimen brutal e inexplicable que no recuerda haber cometido, aunque todas las pistas apuntan a él; otra, más sutil, sobre la lucha interior de un escritor consigo mismo y con su tiempo, un tiempo que hace mucho llegó a su fin: el de los tipos duros, bebedores inveterados, fumadores empedernidos y folladores en serie. No hay duda: otros tiempos, otros tragos.




La compensación de sentirse derrotado, tener lástima de uno mismo y dejarse llevar de la desesperación es que, si se bebe lo suficiente, la imaginación se pone a trabajar con una energía insospechada”.

Norman Mailer, Los tipos duros no bailan


viernes, 12 de octubre de 2018

C o el sonido del pensamiento

Acierta el título del libro de Tom McCarthy C (C, 2010; Pálido Fuego, 2018) respecto a su contenido, porque estamos ante una novela capital, catártica, caleidoscópica, cacofónica, cósmica, a la que algunos ya han comparado con el Ulises de James Joyce y, sobre todo, con las primeras novelas de Thomas Pynchon. No obstante, vaya por delante que la novela de McCarthy —dividida en cuatro partes, cuyos títulos empiezan por la letra C: Corion [Caul], Caída [Chute], Colisión [Crash] y Citación [Call]— es más accesible que la obra magna de Joyce o V. y El arco iris de gravedad. C cuenta la historia de Serge Carrefax, un niño que pronto dejará de serlo. Su vida trascurre en una finca victoriana llamada Versoie House, rodeada de crisantemos y lirios en el sur de Inglaterra en las primeras décadas del siglo XX. Su padre, un inventor obsesionado con la radio estática y otros inventos novecentistas de nombres largos y difíciles de pronunciar (fonoautógrafos, reótomos, cinetoscopios), dirige una escuela de día para sordos; su madre, que es sorda y que una vez fue la pupila del padre, se dedica a la producción y la venta de seda. Serge y su hermana mayor, Sophie, crecen rodeados de artilugios e insectos. El edén dura poco y la novela da el giro esperado —quien haya leído los anteriores libros de este escritor inglés ya sabrá que nada es lo que parece— después de que hayamos percibido todos los detalles necesarios de esta familia entre la bohemia y la bonhomía. Cuando se avecina la Primera Guerra Mundial, Sophie se suicida ingiriendo un vaso de cianuro y Serge se alista como piloto de guerra en una escuadrilla —¿a que no adivinan la letra de la escuadrilla? La C—, dando comienzo a un periplo de viajes que le llevarán de Versoie a Londres, y de Londres a Alejandría, pasando por El Cairo y la ciudad de los muertos: “Es como si moviéndose lo suficiente, el mundo terminará encajando a su alrededor”. Así hasta conformar la cartografía de una vida que no parece sometida al tiempo ni al espacio, ni siquiera  “a su control, sino sacudida y retorcida por una mano ajena”. Hay que decir que, según avanzamos en la lectura de C, vamos cayendo en la cuenta de que no estamos tan sólo ante una obra narrativa sino también ante una obra que pretende ser una metáfora. Sin duda, McCarthy es un escritor desconcertante. Si se repasa la recepción crítica hasta el momento sobre su obra  —Residuos, Hombres en el espacio, C y Satin Island— queda de manifiesto que es un escritor difícil de etiquetar o de calificar, no hay un consenso unánime sino una notable divergencia de valoraciones que van de más a menos o de menos a más. Lo cierto es que al menos McCarthy parece tener bastante claro el camino a seguir y que cada parada debe ser distinta de la anterior.




“La estática es como el sonido de pensar. No el de una sola persona pensando, ni siquiera el de un grupo pensando, colectivamente. Es algo más grande, más amplio; y más directo. Es como el sonido del pensamiento en sí, su zumbido y su temblor”.

Tom McCarthy, C


martes, 9 de octubre de 2018

El gusano en el corazón de la rosa

El deseo de averiguar si el hombre es bueno por naturaleza o si, por el contrario, la maldad anida en lo más íntimo de su ser, ha sido una de las grandes obsesiones de pensadores y escritores de todos los tiempos. El filósofo inglés Thomas Hobbes fue uno de los que llegó a las conclusiones más pesimistas, sintetizadas en su célebre aforismo, repetido hasta la saciedad, que afirmaba que el hombre es un lobo para el hombre. Homo homini lupus. No obstante, para Hobbes, el instinto dominante en el hombre era la supervivencia, no la maldad. Y ustedes se preguntarán porqué digo esto, pues porque estos días se va hablar largo y tendido de dos libros de la escritora australiana Helen Garner, Historias reales (True Stories, 1996;  Libros del Asteroide, 2018)  y La casa de los lamentos —personalmente creo que la traducción más acertada debería ser La casa del dolor—  (This House of Grief, 2014;  Libros del K.O., 2018), dos títulos que harían bien en no dejar escapar. Si no estuvieran basados en hechos reales, ambos libros podrían entenderse como una invitación a la experiencia del límite. Garner lo prepara todo para que sepamos que vamos al corazón del horror cotidiano. La casa de los lamentos es la narración de un triple crimen que conmocionó a la sociedad australiana. El 4 de septiembre de 2005, un coche conducido por Robert Farquharson se salió de la carretera y cayó a una balsa en mitad del campo, lo que causó la muerte de los tres hijos —de  diez, siete y dos años—  que viajaban con él. Un año antes, la mujer de Farquharson lo había dejado por otro hombre y se había llevado a sus hijos, a quienes él podía ver siempre que lo deseara. Farquharson salió ileso del accidente —“Ay, Dios, que sea un accidente”, escribe Garner en las primeras páginas del libro—; sin embargo, todo apuntaba a una venganza personal. En La casa de los lamentos, Garner redunda con inusual contundencia en el sombrío discurso de Hobbes, y más cuando el lobo (Farquharson) detenta el poder, cuando su autoridad, su brutalidad, sobrepasa la medida humana. En la mayoría de los textos reunidos en Historias reales, la violencia está solapada, agazapada en cualquier esquina, pero es fácil detectarla en las rígidas reglas de un instituto de Melbourne, cuya “dirección luchaba por asimilar a los chavales en algún molde reconocible” (La profesora); en la “lucha contra vergüenzas heredadas, contra una terrible parquedad australiana” (Un álbum de recortes); o en la desnudez desoladora de una pequeña comunidad llamada Ocean Grove, donde Garner vivió entre los seis y los diez años: “Si abriera un solo agujero racional en la gruesa piel de aquel mundo clausurado, cualquiera sabe lo que podría salir” (Una triste arboleda junto al océano). De lo que no cabe duda es que la violencia, la intimidación, la brutalidad, la venganza, en una palabra, el mal —o como prefiere llamarlo Garner,  “el gusano en el corazón de la rosa”— está presente, de una u otra forma, en estas piezas de no ficción que se leen como relatos, pero son reales. Aunque verdaderamente nos hubiera gustado que no lo fueran: Ay, Dios, que sean relatos. Cuando abandonamos las 360 páginas de Historias reales no sabemos si hemos terminado también con la fe en la bondad humana innata.




 “Lo que le pasó a Daniel Valero [un niño de dos años, que fue golpeado hasta la muerte por el amante de su madre, Paul Aiton, el 8 de septiembre de 1990] habla de todos nosotros, de nuestras naturalezas pública y privada. Agita miedos profundos sobre nosotros mismos y nos asusta y avergüenza. No veo cómo puede pensarse la historia de Daniel sin reconocer la existencia del mal, o de algo salvaje que pervive en las personas a pesar de todo nuestro progreso e ingeniería social y nuestras redes de seguridad, algo que sólo la filosofía, la religión o el arte pueden abordar: el gusano en el corazón de la rosa”.

Helen Garner, Historias reales


sábado, 6 de octubre de 2018

El Nobel que no fue jueves

El premio Nobel de Literatura se entrega el primer jueves de octubre desde 1901. El pasado jueves día 4 pasará a los anales de la historia de los galardones de la Academia Sueca como el Nobel que no fue jueves. Este año no se ha concedido el galardón de Literatura tras el juicio por abusos sexuales contra Jean-Claude Arnault, violador convicto y marido de la escritora Katarina Frostenson, jurado número 18 de la Academia Sueca desde 1992. Aunque lo que la verdad esconde es otra cosa. Durante años Arnault se había dedicado a filtrar los nombres de los premiados antes de tiempo, sacando pingües beneficios de la transacción. ¿Y ahora qué? Pues que habrá que esperar a 2019 para conocer el nombre del próximo premio Nobel de Literatura. Otra opción, para los que prefieran festejar el Nobel después de todo, es que cada uno escoja al escritor que más le guste o que más rabia le de. Mi Nobel de Literatura de este año es sin duda Cynthia Ozick (Nueva York, 1928), una de las escritoras americanas vivas más importantes —y más desconocidas—, de quien Lumen ha publicado en España El chal, Cuentos reunidos, Cuerpos extraños y Los últimos testigos. En Argentina, la editorial independiente Mardulce ha publicado a su vez La galaxia caníbal, Metáfora y memoria y Los papeles de Puttermesser. Pocos autores como Ozick pueden decir que sus cuentos son tan interesantes comos sus novelas y ensayos. Habría que remontarse hasta Henry James para encontrar a un escritor que reúna estilo, oficio y, sobre todo, misterio. La propia Ozick así lo aseguró en uno de los ensayos reunidos en Metáfora y memoria: “En el Henry James maduro, y sólo en él, la sensación de misterio no se ha atenuado; es cada vez más fuerte. A medida que los años se acumulan, James se vuelve, cada vez con mayor firmeza, más contemporáneo, más urgente. [...] La verdad central acerca del Henry James tardío no es que elija decir muy poco, sino que sabe demasiado y mucho más de lo que nosotros, o él mismo, podemos asimilar”. También Ozick sabe demasiado, pero está dispuesta a compartirlo. Ahí están sus novelas y cuentos —donde aborda temas como la identidad judía, feministas y literarios—,  para comprobarlo. El primer relato que abre sus Cuentos reunidos (The Collected Stories, 2004; Lumen, 2015), titulado El rabino pagano, arranca con esta fuerza: “Cuando supe que Isaac Kornfeld, un hombre devoto y lúcido, se había ahorcado en el parque municipal, metí una ficha en el torniquete del metro y fui a ver el árbol”. Pero sin duda el comienzo de El chal (The Shawl, 1980; Lumen, 2016), novela breve donde Ozick trató por primera vez el horror de los campos de la muerte nazis, es el que más se recuerda: “Stella, fría, fría, la frialdad del infierno”. El chal de Rosa Lublin, que da título a la historia, no sólo sirve como alimento de la pequeña Magda —“Empezó a amamantarse con la punta del chal; chupaba, chupaba, empapando las hebras”—  y abrigo de Stella, sino como símbolo de un lugar de un frío indecible, del que sólo dos de ellas conseguirán sobrevivir, aunque ninguna se sienta viva del todo.




 “Antes era 'refugiado', pero ahora esa criatura ya no existía, ya no había refugiados, sólo supervivientes. Un nombre que era como un número, para contarlos aparte de la manada. Dígitos azules en el brazo, ¿qué diferencia había? De todos modos no te llaman mujer. 'Superviviente'. Incluso cuando tus huesos se desintegren en la tierra, seguirán olvidando al 'ser humano'. Superviviente, superviviente, superviviente; siempre, siempre”.

Cynthia Ozick, El chal


martes, 2 de octubre de 2018

Secuestrado por Stevenson

Decía Robert Louis Stevenson, a propósito de El vizconde de Bragelonne de Alejandro Dumas, que “los libros que releemos con más frecuencia no son siempre los que más admiramos; los elegimos y regresamos a ellos por una serie de razones diversas, de la misma forma que volvemos al encuentro de nuestros amigos humanos”. No he leído todos los libros de Stevenson, pero he releído Secuestrado (Kidnapped, 1886; Alba, 2018) cuatro o cinco veces, la última hace una semana, en la versión realizada por Catalina Martínez Muñoz para la colección Alba Clásica. El libro se publicó por primera vez por entregas en la revista Young Folks entre mayo y julio de 1886 —en la edición de Alba, en la Nota al texto, pone erróneamente 1866—, y en forma de libro el mismo año con el título Secuestrado: memorias de las aventuras de David Balfour en el año 1751 (Kidnapped: Being Memoirs of the Adventures of David Balfour in the Year 1751). Sin lugar a duda David Balfour es el personaje más afortunado y el más desafortunado de Stevenson. Para aquellos que hayan pensado en Jim Hawkins, de La isla del tesoro, decirles que yerran por muy poco. Comparado con David, o Davie, Jim es sólo un adolescente que está aprendiendo cosas nuevas. Secuestrado comienza cuando Davie tiene diecisiete años y acaba de perder a su padre y tiene que valerse por sí mismo. Sin más riqueza que los consejos del párroco de Essedean (“Sé astuto, Davie, con las cosas intangibles”), Davie se dirige a la casa de su tío Ebenezer Balfour de Shaws, sin saber que la sangre nos hace parientes pero no necesariamente nos convierte en familia. Es en este punto cuando la novela de Stevenson nos secuestra durante horas enteras, cuando crea para nosotros un mundo intangible en el que tienen comienzo las aventuras y vicisitudes de David Balfour, aventuras y vicisitudes que tuvieron continuación —y no precisamente insignificantes— en Catriona, publicada siete años después de la primera. Agotados, en apariencia, los territorios que todavía quedaban pendientes de exploración en la Tierra y surcados sus mares y océanos, ya sólo cabe encontrarlos en la relectura de clásicos imprescindibles como éste de Stevenson —entre cuyos lectores habituales se contaron Jorge Luis Borges, Henry James y G.K. Chesterton, acaso el mayor especialista en el escritor escocés, del que aseguró, en La Época Victoriana en la literatura, que "parecía colocar la palabra exacta en la punta de su pluma, como alguien jugando a ese juego de elegir la pajita más larga"— o de otros escritores de aventuras, que, al decir de Italo Calvino, son todos “aquellos a quienes la aventura les sirve para decir cosas nuevas a los hombres, y a quienes las vicisitudes y los países les sirven para dar más evidencia a su relación con el mundo”.




 “No cabía la menor duda de la enemistad de mi tío; no cabía la menor duda de que mi vida estaba únicamente en mis manos y de que él no dejaría piedra sin mover hasta lograr mi destrucción. Pero yo era joven y animoso, y como la mayoría de los muchachos criados en el campo, tenía un gran concepto de mi astucia. [...] Mi primer pensamiento fue huir; el segundo fue algo más intrépido”.

Robert Louis Stevenson, Secuestrado