miércoles, 24 de octubre de 2018

Todo se desmorona

Retratar una época no implica necesariamente el análisis frontal de los grandes acontecimientos. Francis Scott Fitzgerald, que retrató mejor que ningún otro escritor —con la excepción acaso del hoy olvidado bon vivant Carl Van Vechten, autor de El paraíso de los negros— los ruidosos años veinte, satisfizo mejor su vocación de cronista cuando se aproximó a los mecanismos del melodrama y a los colegios y salones de élite, que cuando intentó plasmar frontalmente la industria floreciente del cine en tiempos de recesión económica en El último magnate. Algo parecido se puede decir de Jay McInerney, que es noticia estos días por la llegada a las librerías españolas —algo tarde, pero llegó que es lo que importa— de la segunda parte de la trilogía sobre el matrimonio Calloway, La buena vida (The Good Life, 2006; Libros del Asteroide, 2018), tras la recuperación el año pasado de Al caer la luz (Brightness Falls, 1992; Libros del Asteroide, 2017), y, esperemos que muy pronto, Bright, Precious Days (2016), cuyo título es un guiño al título de su primera novela, Bright Lights, Big City (1984; Luces de neón, Edhasa, 1987). En La buena  vida, las clases altas narcisistas y superficiales de Manhattan se dan de bruces con la cruda realidad de los atentados de 11 de septiembre de 2001. Hasta ese día en particular —martes— “Manhattan era un espacio existencial, en el que la identidad iba en función de los logros profesionales; solo a los muy jóvenes y a los muy ricos se les permitía estar ociosos”. Después de ese día Corrine y Russell Calloway —personajes de la novela anterior de McInerney, Al caer la luz— y Luke y Sasha McGavock lo tienen difícil para recomponer sus respectivos matrimonios, que parecen haberse venido abajo mucho antes del desplome de las torres del World Trade Center. La metáfora está ahí para quien quiera verla, pero McInerney le dedica muy poco tiempo a este aspecto y eleva su punto de vista para indagar, desde una inequívoca voluntad reflexiva, mucho más allá y mucho más a fondo de la mera cuestión casuística de hechos. El colapso de las torres gemelas es solo el pretexto —esto no es bueno ni malo— para que un grupo de neoyorquinos privilegiados se vean obligados a reevaluar sus vidas y encontrar su propósito después de confrontar las ilusiones de ayer con las realidades —adulterio incluido— de hoy. Al margen de lo estrictamente épico de los acontecimientos del 11-S, y que, en verdad, no deja de resultar pura anécdota, La buena vida resulta poderosa sobre todo en el tratamiento del conflicto de Corrine consigo misma: “Corrine se había convertido en una entendida en culpabilidad; aunque en su caso no se trataba de una puñalada de remordimiento por un acto mal concebido, sino más bien del latido insistente y sordo de la culpa crónica”. Al final, no importa tanto el desenlace de la trama, sino los elementos desperdigados a lo largo de la novela entorno a unos personajes que descubren que no tienen vida propia —ni buena ni mala—, y que sólo encuentran su lugar en el desmoronamiento al que va tendiendo todo. Una idea sublime, efectivamente, y perturbadora.




El hedor a plástico quemado volvió a envolverla cuando caminaba por Broadway. Cuando más se acercaba, más sentía la presencia de los muertos, como una especie de electricidad estática. Tan palpable era la impresión que a veces temía llegar a ver sus formas luminosas flotando entre los desfiladeros del distrito financiero. Se detuvo y miró atrás, sintiendo un escalofrío en los brazos y la nuca, aunque la noche era cálida y calma, e imaginó que notaba una corriente de tristeza y pesar recorriendo Broadway. ¿Qué le dirían si pudieran hablar? ¿Le aconsejarían que no siguiera por ese camino? ¿Quién sabía si compartían nuestras inquietudes y emociones, o las de los seres que ellos mismos habían sido antes? Quizá no era la tristeza de los muertos lo que sentía, sino sólo la suya”.

Jay McInerney, La buena vida