sábado, 11 de septiembre de 2021

Si te dicen que caí

Han pasado veinte años desde que un día como hoy de 2001 el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York dejó al mundo sin habla. Decía Marguerite Yourcenar que “la fruta sólo cae a su hora, aunque su peso la arrastrara desde hacía tiempo hacia el suelo: la fatalidad es esa maduración íntima”. La caída de las torres norte y sur del World Trade Center pudo haber sido producto de la maduración íntima de esa tragedia americana anunciada. Sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Veinte años después sigue sin haber una versión oficial sobre el mayor ataque terrorista contra los Estados Unidos. No hay más que un informe administrativo elaborado por una Comisión del Congreso (The 9/11 Comission Report: Final Report of the National Comission on Terrorist Attacks Upon the United States), en el cual David Ray Griffin, profesor emérito de filosofía de la religión y la teología, encontró un centenar de falsedades, o lo que es lo mismo, ficciones o fabulaciones, que si bien hacían más ameno el relato de lo ocurrido, como demuestra el hecho de que el informe fuera nominado al Premio de Literatura que concede la Fundación Nacional del Libro, no consiguieron esclarecer los hechos mucho más que las obras de ficción que le sucedieron, como Tan fuerte, tan cerca de Jonathan Safran Foer, Windows on the World de Fréderic Beigbeder, Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus, El ocaso de los superhéroes de Deborah Eisenberg, La buena vida de Jay McInerney, o El hombre del salto de Don DeLillo, cuyo título está tomado de la célebre fotografía de un hombre desconocido cayendo cabeza abajo desde una de las torres del World Trade Center. A menos de 48 horas de la tragedia, la periodista americana de origen japonés Michiko Kakutani publicó en el The New York Times un largo editorial contando los problemas que estaba sufriendo el periodismo para describir los terribles sucesos del martes anterior. El editorial empezaba con las siguientes observaciones: “El lenguaje nos falló esta semana; Incompresible; Más allá de lo peor que podríamos haber imaginado; Increíble... éstas fueron las frases que se escucharon una y otra vez en estos últimos dos días. Mientras la gente se esforzaba por describir los sucesos del martes por la mañana, buscando metáforas y analogías que pudieran capturar el horror de lo que habían visto”. A partir “del 11 de septiembre de 2001 la realidad no sólo supera la ficción, sino que la destruye. No se puede escribir sobre ese tema, pero tampoco se puede escribir sobre otra cosa”, apuntó Frédéric Beigbeder en Windows on the World, novela que transcurre en el restaurante homónimo ubicado en el piso 107 de la torre norte del World Trade Center. A estas alturas nadie duda de que la caída de las Torres Gemelas marcó un antes y un después en la historia contemporánea. Del mismo modo, la literatura tampoco ha permanecido ajena a este fatídico episodio, cuya maduración íntima comenzó “cuando se apagó el humo de las batallas de los 60 y los gases entorno al Pentágono se dispersaron, cuando la contracultura del nosotros fue sustituida por la década del yo”, como escribió Malcolm Bradbury, quizá añorando a los integrantes de la Beat Generation, un grupo de escritores con base en Nueva York y San Francisco que a finales de los años 50 se echaron a la carretera en busca de nuevas e intensas experiencias. Todos bebían, fumaban hierba, o se colocaban con peyote. No tenían “nada que ofrecerle a nadie salvo mi propia confusión”, como escribió Jack Kerouac en En el camino. Al final descubrieron que la vida no es un viaje. “Un viaje es cuando acabas llegando a alguna parte”, escribe Gary Shteyngart en Una súper triste historia de amor verdadero, cuyo protagonista Lenny Abramov se declara en rebeldía y toma una decisión radical: “No me voy a morir nunca”. A menos, claro, que el derrumbe del mundo lo aplaste bajo los escombros. Decía Pericles que “todas las ciudades están destinadas a la decadencia”. Es lo mismo que, a principios de los años 80, intentaron explicar novelistas como Jay McInerney en Luces de neón, Tama Janowitz en Esclavos de Nueva York y Bret Easton Ellis en Menos que cero y, sobre todo, en American Psycho, un libro destructor, desmitificador, que desde su arranque advierte “abandonad toda esperanza al entrar aquí”. La caída de las Torres Gemelas tuvo, según escribe Eduardo Subirats en Violencia y Civilización, “el carácter de una realidad radical, una presencia inexorable y una indefectible experiencia. Todos parecen haberlas visto caer con sus cinco sentidos. Todos parecen haber escuchado el horroroso estruendo de un Boeing rasando los rascacielos de la Quinta Avenida. Todos parecen haber sentido en la propia piel la irritante densidad de los gases pestilentes condensados durante inacabables semanas sobre las ruinas del World Trade Center”. Nueva York ha sido siempre el escenario de una visión aterradora de la civilización que no escapó a E.B. White en su libro Esto es Nueva York, que se cierra con un presagio (recordemos que está escrito en 1948): “El camino más sutil que ha experimentado Nueva York es algo de lo que la gente no habla demasiado pero que está en la imaginación de todos. La ciudad, por vez primera en su larga historia, se ha vuelto vulnerable. Una escuadrilla de aviones poco mayor que una bandada de gansos podría poner fin rápidamente a esta isla de fantasía y quemar las torres, derribar los puentes, convertir los túneles del metro en recintos mortales e incinerar a millones. La intimidad con la muerte forma ahora parte de Nueva York: está en el sonido de los reactores en el cielo y en los negros titulares de la última edición”. Aunque ya en You Can’t Go Home Again, novela publicada en 1940 en la que Thomas Wolfe retrataba a una América desesperada por la depresión económica, el fracaso y la quiebra de valores, podíamos leer: “Creo que estamos perdidos aquí, en los Estados Unidos, pero creo que seremos encontrados”. Sin duda los estadounidenses fueron encontrados el 11 de septiembre de 2001, pero por el terrorismo, el horror extremo, o el horrorismo, que excede la forma organizada del simple asesinato*. 

 


“Cuando los edificios desaparecen, sólo los libros pueden recordarlos”.

Frédéric Beigbeder, Windows on the World

 

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(*) Extracto de la conferencia Ficciones del 11-S: A la sombra de las Torres que impartí en el Ciclo Ficciones, del Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM), en octubre de 2009.

 


lunes, 6 de septiembre de 2021

La felicidad de estar triste

Decía el escritor Juan Eduardo Zúñiga, en su libro Desde los bosques nevados, que los personajes femeninos de las novelas rusas “muestran infinitas posibilidades de amar, pero encuentran ante ellas hombres autoritarios o cobardes, crueles o enfermizos. Ellas sienten imperiosa necesidad de manifestar su poder de pasión y de entrega semejante a impetuosos ríos desbordados, al zumbido de los bosques de tilos en otoño, al espacio infinito de la estepa; están dispuestas a decisiones últimas, heroicas, sin barreras ni limitaciones pero sólo conocen hombres fríos, indiferentes, jactanciosos y lo peor de todo, sin respuesta”. Es lo que le sucede a la protagonista que da nombre a la novela de Chinguiz Aitmátov, Yamilia (Джамиля, 1958; Automática, 2021), una joven de Kirguistán recién casada, cuyo marido, Sadyk, deja al cuidado de su hermano menor, Seit, para combatir en la Segunda Guerra Mundial con el resto de los hombres de la aldea. Al igual que Ana Karénina, hay muy pocas cosas que Yamilia no esté dispuesta a hacer para evitar el destino que una sociedad rígida y fuertemente patriarcal tiene reservada para ella. Pero, mientras que Tolstói intentó eliminar su propio afecto y el afecto del lector hacia su arrojada heroína —haciendo de ella una mala madre, pues aún queriendo mucho a su hijo, le desilusiona no encontrarlo de acuerdo a la figura idealizada que se había formado de él después de su affaire con el conde Vronski—, Aitmátov siente claramente simpatía por Yamilia, cuyo amor se disputan secretamente Seit, el narrador, y Daniyar, un joven soldado convaleciente que canta para mitigar las penas. Mientras Yamilia es pura vida, Daniyar es pura melancolía, esa melancolía rusa, que, como escribió Victor Hugo, no es otra cosa que la felicidad de estar triste. Baudelaire apenas podía concebir un tipo de belleza en la que no estuviese implicada la melancolía. La melancolía y la belleza de las emociones se muestran en Yamilia —en la excelente traducción de Marta Sánchez-Nieves Fernández—  con una sencillez exquisita. “Entonces no tenía muy clara la relación entre ellos dos”, escribe el joven Seit recordando su infancia en la estepa, “y debo confesar que, además, me daba miedo pensarlo. Sin embargo, sí me alteró un poco darme cuenta de que la tristeza de Yamilia venía de tener que mantenerse apartada de Daniyar. [...] Yamilia cruzaba el desfiladero en la carreta, pero en la estepa se bajaba e iba andando. Yo también iba andando, así era mejor: caminar y escuchar. Empezábamos cada uno cerca de su carreta, pero paso a paso, sin darnos cuenta, nos acercábamos cada vez más a la de Daniyar. Una misteriosa fuerza nos atraía, queríamos discernir en la oscuridad la expresión de su cara y de sus ojos. [...] A ratos me parecía que a Yamilia y a mí nos inquietaba el mismo sentimiento, igual de incomprensible para los dos. Quizá ese sentimiento llevara mucho tiempo escondido en nuestra alma y por fin le había llegado su día”. Comparado con Chéjov o Turguénev, Aitmátov no hizo mucho ruido en el mundo de las letras rusas. Sin embargo, Yamilia es una pequeña joya que merece leerse tanto por el bello estilo de la escritura como por la bella historia de amor de Yamilia y Daniyar que deja en el lector un impacto perdurable. Si no hubiera muerto en 2008, Aitmátov sería Nobel ya mismo.

 


 

“Al escuchar a Daniyar, quería pegarme a la tierra y abrazarla con fuerza, como a un hijo, por la única razón de que un hombre pudiera amarla así. Era la primera vez que sentía en mi interior algo nuevo despertándose, algo que todavía no sabía nombrar, que era irresistible”.

 

Chinguiz Aitmátov, Yamilia