lunes, 29 de marzo de 2021

Estamos perdonados hagamos lo que hagamos

Soy un lector asiduo de las novelas que tienen lugar, en todo o en parte, en el mar: Moby Dick de Herman Melville, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, El lobo de mar de Jack London, La línea de sombra de Joseph Conrad, Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling, El viejo y el mar de Ernest Hemingway y La nave de los muertos de B. Traven, entre otras. No estoy muy seguro de la razón de esta predilección, pero tal vez tenga que ver con la manera de ser de los marinos. “En el camarote, sentados alrededor de una lámpara que, con su luz agonizante, volvía aún más tétrica la oscuridad, todo el mundo tenía algún naufragio o catástrofe que relatar”, escribe Washington Irving en su relato The Voyage (La travesía*)donde un narrador —el propio Irving— describe los sentimientos, pensamientos y experiencias de su viaje de América a Europa a principios del siglo XIX: “Mientras la última línea azulada de mi país natal se desvanecía como una nube en el horizonte, sentí como si hubiera cerrado un tomo del mundo con sus preocupaciones, y dispusiera de tiempo para la meditación antes de abrir otro”. Digo esto porque hace poco añadí un nuevo libro a mi colección de historias del mar. El libro se llama La guardia (Βάρδια, 1954; Trotalibros, 2021; traducción revisada de Natividad Gálvez García), y su autor es el poeta y escritor griego Nikos Kavvadías, también transcrito como Kavadías o Cavadías. El libro está escrito tomando como eje su propia vida —que, dicho sea de paso, cualquier mortal necesitaría diez vidas para igualar—, embarcado en cargueros de mala muerte con los que viajó por todo el mundo trabajando de radiotelegrafista. A través de una prosa clara y sencilla, Kavadías consigue transmitir de forma eficaz tres aspectos de la vida a bordo de un barco mercante: la convivencia condicionada por las rutinas diarias, la soledad y las conversaciones —machistas, homófobas, racistas— en el puente durante las guardias. Es a través de estas últimas que vemos, oímos, olemos y experimentamos la vida en alta mar. Aunque en la novela de Kavadías no hay capitán Ahab, ni Ismael, ni Queequeg, ni Pequod, ni ballena blanca, sin embargo están todos —con otros nombres, con otras identidades, con otros acentos— en las historias que se cuentan de diferentes barcos, rumbos y derroteros: “Cambias de barco y tienes que acostumbrarte al balanceo del nuevo. Cada barco posee el suyo”. También en las historias extrañas que hay detrás de cada uno de los oficiales y marineros del Pytheas: sexo desmedido, burdeles, explotación sexual, enfermedades venéreas y amores que duelen como duelen “una herida y tres aullidos**”. Al igual que sus libros de poemas***, La guardia es una brutal demostración de fuerza narrativa, contada con una franqueza y naturalidad insólitas. Literatura a bocajarro, más allá de los géneros, como no podía ser de otra forma viniendo de quien escribió, refiriéndose a los marinos, que: “Estamos perdonados hagamos lo que hagamos.

 


 

“¿Sabes que estuve pensando anoche durante la guardia? Que para nosotros, los marinos, no hay infierno en la otra vida. Lo vivimos dentro de esta chatarra, antes de morirnos. Estamos perdonados hagamos lo que hagamos”. 

 

Nikos Kavadías, La guardia

 

 

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(*) Hay traducción española de Marta Salís en la antología titulada Relatos del mar. De Colón a Hemingway (Alba Editorial, 2014).

(**) De Antinomia, de su libro de poemas Traverso (De través), publicado póstumamente: “Tu amor es una herida y tres aullidos”.

(***) Alianza Editorial ha publicado recientemente su poesía completa bajo el título de La Cruz del Sur —tomado de uno de sus poemas más conocidos y versionados, Stavrós tu Notu—, con introducción, traducción y notas de David Hernández de la Fuente.




domingo, 21 de marzo de 2021

Razones para amar la pena

Pese a todo lo que se ha escrito sobre William Shakespeare, el dramaturgo isabelino continúa siendo un misterio 457 años después de su nacimiento en Stratford-upon-Avon, en Warwickshire, Reino Unido. Sus obras no se imprimieron en vida por lo que no se sabe a ciencia cierta su autoría; existen años perdidos —entre 1585 y 1592— en los que no se sabe tampoco dónde estuvo ni qué fue lo que hizo; los hay quienes arrojan dudas sobre su matrimonio, asegurando que se casó de penalti y no por amor con su novia Anne Hathaway —su primera hija, Susanna, nació seis meses después de la boda—; pero el mayor misterio de todos es la muerte de su único hijo varón, Hamnet, a los 11 años, a cuyo entierro en el cementerio de la Iglesia de la Santísima Trinidad el 11 de agosto de 1596 no asistió Shakespeare. Probablemente, quiero creer, debía de estar de gira con alguna de las obras escritas el año anterior, Trabajos de amor perdidos, Ricardo II, Romeo y Julieta o Sueño de una noche de verano. Muchos han creído ver en Hamlet, escrita hacia 1600-1, la larga sombra de la muerte de Hamnet, título incluido, aunque otros sostienen que es El rey Juan, escrita inmediatamente después de su muerte, donde el dramaturgo volcó su amargura, su dolor, su pena: “La pena llena la habitación de mi hijo ausente, yace en su cama, anda conmigo de arriba abajo, asume sus bellos rasgos, repite sus palabras, me recuerda sus graciosos miembros, rellena sus vacías prendas con su forma. Tengo entonces razón de amar la pena”. En Hamnet (Hamnet, 2020; Libros del Asteroide, 2021), la escritora irlandesa Maggie O’Farrell se apropia de este trágico episodio de la vida de Shakespeare para explorar el impacto de la pérdida en el resto de la familia, principalmente en la madre, Anne, rebautizada en la novela como Agnes. No obstante, Hamnet no está escrito con vocación de libro de duelo, como El año del pensamiento mágico de Joan Didion, Di su nombre de Francisco Goldman o Mortal y rosa de Francisco Umbral. En su perímetro externo, es un libro sobre el mundo hogareño donde se desenvuelve la vida Agnes, en Henley Street: “Están los padres [de Shakespeare], después los hijos, luego la hija, después los cerdos de la pocilga y las gallinas del gallinero, a continuación el aprendiz y, al final de todo, las criadas. Cree que su lugar, como nuera reciente, es ambiguo, entre el aprendiz y las gallinas. […] El marido de Agnes a veces está en casa y a veces no: da clases, va a las tabernas por la tarde, hace algunos recados que le manda su padre. El resto del tiempo se refugia arriba, en su cuarto, y lee o mira por la ventana”. En su perímetro interno, es un libro sobre el dolor y los medios por los cuales cada uno encuentra el modo de hacerle frente. Al igual que Constanza, en El rey Juan, Agnes busca a su hijo por todas partes, sin descanso, mientras que su marido, relegado a un papel secundario en la novela —O’Farrell nunca lo nombra explícitamente— es visto por ella como un hombre sin corazón: “Lo único que tiene dentro es eso: un escenario de madera, cómicos declamando, parlamentos memorizados, multitudes entregadas, idiotas disfrazados”. Pero la verdad es otra muy distinta. En su obra más célebre, Hamlet, Shakespeare intercambia su sitio por el de su hijo. Él es el fantasma*, el padre muerto, que viene a rogarle a su hijo —en el acto 3, escena 4—, que ayude a su madre, la reina Gertrudis: “Pero mira cómo has llenado de asombro a tu madre. ¡Oh, colócate entre ella y su agitada alma! Pues la imaginación actúa con más fuerza en los cuerpos débiles. Háblale, Hamlet”. Cómo no amar la pena con obras como Hamlet —no existe una pieza de teatro más bella, atemporal y certera, o la espléndida novela de Maggie O’Farrell, dolorosa pero bellísima, que nos invita a revisitar la obra de Shakespeare, punto de fuga de los relatos de fantasmas** de la literatura universal. 

 

 


 

“Agnes se da cuenta de que, al pensar en la fosa, el pensamiento retrocede como un caballo que no quiere saltar una zanja. Puede imaginarse andando con él hacia la iglesia, a hombros de Barthalomew y tal vez de Gilbert y de John; puede imaginarse al sacerdote bendiciendo el cadáver. Pero el descenso a la tierra, al pozo oscuro, la idea de no volver a verlo nunca más, en eso no puede pensar. No se lo puede imaginar. No puede consentir que a su hijo le suceda semejante cosa”. 

 

Maggie O’Farrell, Hamnet

 

 

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(*) Uno de los pocos papeles que está documentado que interpretó Shakespeare fue el del fantasma del padre de Hamlet.

(**) Haciendo un recuento rápido, hay fantasmas en cinco de las obras de Shakespeare: Hamlet, Julio Cesar, Macbeth, Ricardo III y Cimbelino.



domingo, 14 de marzo de 2021

El río de la vida

Acabo de leer, como si me fuera la vida en ello, Salvatierra de Pedro Mairal en la magnífica edición que ha publicado hace unos días Libros del Asteroide, editorial que ha popularizado en España la obra del escrito argentino, tras el éxito en 2017 de La uruguaya, novela que ya va por la undécima edición*. Juan Salvatierra es, digámoslo ya, un gran personaje de la literatura latinoamericana. Como Aureliano Buendía, Pedro Páramo o Larsen, “un héroe cuya única gracia es la de fracasar una y otra vez”, según el escritor Luciano Lamberti. La gracia de Salvatierra, pintor autodidacta y mudo desde los nueve años, está en su capacidad para transformar cualquier hecho trivial de su vida en un acontecimiento pictórico. Su única obra consiste en una tela de 4 kilómetros de largo donde está pintada su vida y la de su familia a lo largo de sesenta años. Tras su muerte, sus hijos Luis y Miguel viajan desde Buenos Aires a Barrancales, un pueblo del Litoral cerca de los ríos Paraná y Paraguay, para hacerse cargo de la inmensa tela dividida en sesenta rollos: “¿Qué era ese entretejido de vidas, gente, animales, días, noches, catástrofes? ¿Qué significaba? ¿Cómo había sido la vida de mi padre? ¿Por qué necesitó tomarse ese trabajo tan enorme? ¿Qué nos había pasado a Luis y a mí, que habíamos terminado con estas vidas tan grises y porteñas, como si Salvatierra se hubiese acaparado todo el color disponible? Parecíamos más vivos en la luz de la pintura, en algunos retratos que nos había hecho a los diez años comiendo peras verdes, que ahora en nuestras vidas de escribanías y contratos. Era como si la pintura nos hubiera tragado, a nosotros dos. Todo ese tiempo luminoso de provincia había sido absorbido por su tela. Había algo sobrehumano** en la obra de Salvatierra, era demasiado”. Intrigado por la obra monumental de su padre, Miguel y su hermano mayor se disponen a ordenarla y sobre todo a dar con el paradero del rollo que falta, sustraído a punta de navaja, correspondiente al año 1961. Llegados a este punto es necesario, por cortesía, no desvelar el final de la trama, solamente diré que encierra más de un misterio. Salvatierra, omnipresente pero siempre listo para dejar de ser, no es el único gran personaje de la novela, también lo es el paisaje del Litoral argentino, en donde todo cabe menos los seres humanos. Se diría que el paisaje de Salvatierra es “una larga intemperie” entre ríos. Una sensación de fin del mundo. Como sucede con los cuadros de Brueghel o El Bosco. Lo que no quita para que Salvatierra sea uno de los libros más felices que he leído este año.



“La ausencia del autor mejora la obra. El hecho de que el autor no esté presente, incomodando entre el espectador y la obra, hace que el espectador pueda disfrutarla con mayor libertad. En este sentido, el caso de Salvatierra es bastante extremo. [...] En todo el cuadro no hay un solo autorretrato; él no aparece en su propia pintura. [...]  Es como escribir una autobiografía en la que uno no esté”.


Pedro Mairal, Salvatierra



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(*) Otros títulos de Pedro Mairal publicados por Libros del Asteroide son: Una noche con Sabrina Love (2018) y Maniobras de evasión (2019).

(**) Aquí el autor juega con la mitología de la belleza y la juventud imperecederas, en clara alusión a El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, aunque a la inversa.



domingo, 7 de marzo de 2021

Es lo que hay

En un determinado momento de mi adolescencia quise ser escritor (y todavía estoy en ello) para poder viajar en el tiempo a falta de algo mejor, como una máquina del tiempo como la del protagonista de la novela homónima de H.G. Wells, o de una droga alucinógena llamada JJ-180, que permite viajar por el tiempo a quien la ingiere en la novela de Philip K. Dick Esperando el año pasado; o de contratar los servicios de una empresa de criogenia o "sueño frío" —tal como se llama en la novela de Robert A. Heinlein Puerta al verano— y despertar treinta años después. Entonces desconocía que “el tiempo no es más que una dirección más, ortogonal al resto”* Es lo que hay. Viene todo esto a cuento de la publicación (con nueva traducción a cargo de Miguel Temprano García**) de la obra maestra de Kurt Vonnegut, Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, 1969; Blackie Books, 2021), cuyo protagonista, Billy Pilgrim, alter ego de Vonnegut, entra y sale del tiempo después de ser abducido por unas criaturas verdes con forma de desatascador  procedentes del planeta Trafálmador. Pilgrim*** va y viene entre varios momentos de su vida en un esfuerzo por borrar los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, especialmente el bombardeo de Dresde entre el 13 y el 15 de febrero de 1945. Más de 130.000 civiles murieron en la ciudad alemana sobre la que las fuerzas aliadas británicas y norteamericanas arrojaron casi 4000 toneladas de bombas, causando el mismo número de muertos que la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. Es lo que hay. Sin embargo, cuando Matadero cinco se publicó en 1969, la novela fue recibida como una exégesis sobre el conflicto en curso de Estados Unidos en Vietnam. La guerra de Vietnam, aunque ciertamente no es el asunto de la novela, aparece transversalmente, invitando al lector a hacer comparaciones con la Segunda Guerra Mundial. Vietnam se menciona en referencia al hijo de Pilgrim, Robert, quien “tuvo muchos problemas en el instituto, pero luego se alistó en los famosos Boinas Verdes [...] y combatió en Vietnam”, haciendo caso omiso a los consejos del padre: “Les he dicho a mis hijos que bajo ninguna circunstancia participen en ninguna masacre, y que la noticia de una masacre sufrida por sus enemigos no debe llenarlos de alegría ni de satisfacción”. En Matadero cinco, cuyo título hace referencia al matadero de cerdos en el que Vonnegut estuvo prisionero en Dresde, confinado en una cámara frigorífica hasta que fue liberado en mayo de 1945, Pilgrim no lucha contra la muerte, si así lo hiciera estaría condenado al fracaso. Es lo que hay. Pilgrim lucha contra los dolorosos recuerdos de la guerra, de los que solo puede escapar aceptando la idea tralfamadoriana de que el tiempo es simplemente una ilusión: “Lo más importante que aprendí en Tralfámador fue que cuando una persona muere solo aparenta morir. Sigue viva en el pasado, así que es una tontería que la gente llore en su funeral. Todos los momentos, pasados, presentes y futuros, han existido siempre y siempre existirán. Los tralfamadorianos pueden ver lo permanentes que son todos los momentos y pueden contemplar cualquier momento que les interese”. En líneas generales, ahí esta toda la novela de Vonnegut, similar en ciertos aspectos a En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, aunque ciertamente más divertida que ésta. Es lo que hay.





“Cuando un tralfamadoriano ve un cadáver, lo único que piensa es que el muerto se encuentra en mal estado en ese momento particular, pero que la misma persona está bien en muchos otros momentos. Ahora, cuando me entero de que alguien ha muerto, me limito a encogerme de hombros y a decir lo que dicen los trafalmadorianos de los muertos, que es: Es lo que hay”.


Kurt Vonnegut, Matadero cinco



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(*) James Gleick, Viajar en el tiempo (Time Travel. A History, 2016; Crítica, 2017). 

(**) Hay una traducción anterior, de 1987, de Margarita García de Miró, en la colección Contraseñas de Anagrama.

(***) El apellido Pilgrim significa peregrino, viajero.



lunes, 1 de marzo de 2021

El ruido del tiempo

Decía Jules Renard, en su Diario (1887-1910), que “un mal libro siempre será mejor que una buena obra de teatro”. Lo mismo habría dicho del cine, si lo hubiera conocido. Un mal libro siempre será mejor que una buena película. El escritor inglés Christopher Isherwood era de su misma opinión, pero esto no le impidió trabajar como guionista en películas como Astucias de mujer (1956) de David Miller, The Loved One (1966) de Tony Richardson y Frankenstein: The True Story (1973) de Jack Smight, esta última nominada al Premio Nébula al mejor guión que concede la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de América (SFWA), y que finalmente fue a parar a las manos de Woody Allen por El dormilón. Isherwood conocía bien el poder de una cámara como medio de expresión social, no en vano su novela más conocida, Adiós a Berlín*  (Goodbye to Berlin, 1939; Acantilado, 2014), comienza con estas palabras: “Soy una cámara con el obturador abierto, totalmente pasiva, que registra sin pensar. Registra al hombre que se afeita en la ventana de enfrente y a la mujer del kimono lavándose el cabello. Algún día, habrá que revelar, hacer copias cuidadosamente y fijar todo eso**”. Ese día llegó, muchos años después, en su soleado exilio de California, y dio como resultado La violeta del Prater (Prater Violet, 1945; Acantilado, 2021). El título de la novela hace referencia a la película homónima en la que el protagonista —el propio Isherwood, quién mejor que él para explicarnos desde dentro el cine de los años 30 y 40— está trabajando en Londres. Isherwood se basó en su propia experiencia como guionista en la película Little Friend (1934) de Berthold Viertel, basada en la novela del escritor austriaco Ernst Lothar, exiliado en Estados Unidos —en Colorado Springs— tras la anexión de Austria y la Alemania nazi. La historia comienza cuando Isherwood, que todavía vive en casa de su madre, recibe una llamada de un ejecutivo de la productora Imperial Bulldog Pictures, quien le ofrece escribir el guión de un espectáculo musical llamado La violeta del Prater. Para rodar la película, han traído desde Viena a Friedrich Bergmann, un carismático director judío, que no oculta, sin embargo, su inquietud por el momento actual que está atravesando Europa: “Un títere trágico, me dije. [...] Hay encuentros que son como reconocimientos; el nombre, la voz, las facciones carecían de importancia. Yo ya conocía aquel rostro, era el rostro de una situación política, de una época: era el rostro de Centroeuropa”. El joven y distante narrador de La violeta del Prater recuerda a Nick Carraway de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, ambos asisten en primera fila al desmoronamiento de un mundo, a la desaparición de muchas cosas que siempre creyeron a salvo del ruido del tiempo.



“Son los ingleses mismos quienes han creado esta niebla. Se alimentan de ella como si fuera una especie de sopa amarga que los llena de ilusiones. Es su traje nacional que cubre la inmensa desnudez de los barrios bajos y el escándalo de la propiedad injusta. Es también la jungla en la que Jack el Destripador realiza sus labores asesinas, envuelto en el elegante abrigo de un corredor de bolsa”. 


Christopher Isherwood, La violeta del Prater


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(*) Adiós a Berlín ha sido llevada al cine en dos ocasiones con diferentes títulos: Soy una cámara (1955), dirigida por Henry Cornelius, con guión de John Collier, y Cabaret (1972) dirigida por Bob Fosse, con guión de Jay Presson Allen. 

(**) Traducción de María Belmonte, op. cit.