martes, 24 de septiembre de 2019

Ese accidente del placer

Si las hermanas Brontë, Charlotte, Emily y Anne, mujeres fuertes, independientes y empoderadas, hubieran vivido a caballo entre el siglo XX y el siglo XXI, esto es, en un mundo mucho más libre y tolerante, donde lo sexual es la máxima representación de lo privado, habrían sido hermanastras y se llamarían Marguerite Duras, Annie Ernaux y Benoîte Groult. Si bien la obra de Duras y Ernaux —premio Formentor 2019— transita por un continuum editorial permanente, la obra de Groult todavía no es lo suficiente conocida en España. De Groult se publicó ya hace tiempo El amante del mar (Grijalbo, 1989) y Pulsa la estrella (Alianza, 2008), ambas novelas hoy descatalogadas. Ahora vuelve con honores de estreno con Los naufragios del corazón (Les vaisseaux du cœur, 1988; Libros del Asteroide, 2019), que sirve tanto de homenaje a su persona —Groult falleció en 2016— como de testamento literario que se alimenta de su personalidad fuerte y compleja. La novela vio la luz años atrás con el título de El amante del mar, en traducción de Joaquín Vidal Albiñana. La traducción actual es de Lydia Vázquez, especialista en estudios de género y traductora de Annie Ernaux. Benoîte Groult acababa de cumplir 68 años cuando publicó Los naufragios del corazón, donde a través de su alter ego George —por George Sand— habla de su experiencia vital como si de un experimentado Don Juan se tratara. Su discurso va sobre sí misma y sus circunstancias, que no son otras que un amor de juventud, Gauvain, un marinero bretón, con el que la protagonista mantiene una relación intermitente a lo largo del tiempo basada sobre todo en el sexo: “Desde que Gauvain cumplió su promesa y vino a verme a París, no puedo tragar; tengo la garganta literalmente obstruida, el estómago hecho un nudo, el corazón en un puño y las piernas me tiemblan, como si la función sexual hubiera acaparado todas las demás. Y también estoy cachonda, como si ardiera por dentro. Me voy a ver obligada a circular durante tres días con ese tizón ardiente en mi interior, marcada a fuego por Gauvain, con esa O de su anillo entre las piernas”. Al contrario que las heroínas de las novelas victorianas, George es consciente de su cuerpo físico, y acepta su carnalidad, su sexualidad como herramientas que requieren de un cuidado especial: “Mientras me pongo una crema calmante en la zona siniestrada me asombro de que los autores eróticos no tengan nunca en cuenta ese accidente... del placer. Las vaginas de sus heroínas aparecen como conductos infatigables capaces de soportar indefinidamente la intrusión de cuerpos extraños. En cuanto a la mía, está como desollada viva. Examino la zona con mi espejo de aumento y no reconozco mi vulva recatada, tan discreta normalmente, tan distinguida. En su lugar hay una especie de albaricoque, terrible, insolente, desbordante, con la pulpa presionando la piel, que se encoge hasta dejarle todo el espacio”. Quien diga que esta novela que narra los encuentros de dos amantes adúlteros que se conocen desde la adolescencia y se desean hasta el agotamiento físico es pornográfica —en vez de ver en ella sexo cum laude, pasión, rabia, amor, alegría, pero también miedo, enfermedad y vejez cuando resulta imposible articularlos— es que no entiende nada. Esta es una novela para dejarse llevar por la efervescencia de sus personajes, locos por vivir, locos por follar, con ganas de todo al mismo tiempo, pero con ese gusto tan francés por el amour fou.




“Somos de un sexo como somos de un país”.

Benoîte Groult, Los naufragios del corazón


domingo, 15 de septiembre de 2019

Matar al padre

Desde su debut como escritor a los 22 años con su novela autobiográfica Para acabar con Eddy Bellegueule (En finir avec Eddy Bellegueule, 2014; Salamadra, 2015), Édouard Louis ha ido desplegando un universo literario propio en el que la realidad y la ficción se confunden como si fuera la misma cosa. Existe un fuerte vínculo entre Para acabar con Eddy Bellegueule y su última novela, Quién mató a mi padre (Qui a tué mon père, 2018; Salamandra, 2019). Se diría que es un spin-off  de aquélla que, por si no había quedado claro, viene a profundizar en el mundo de su infancia a la vez que le toma el pulso anímico a la política de nuestro tiempo: “La política es la distinción entre colectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato”. Si Para acabar con Eddy Bellegueule se abría con una frase que, en su rotundidad, no dejaba indiferente a nadie: “De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz”, Quién mató a mi padre nos zarandea nada más empezar con esta confesión sobre su padre: “Durante toda mi infancia anhelé tu ausencia”. Quién mató a mi padre conecta con ese imaginario que desde Aden Arabia (1931) de Paul Nizan, y su célebre frase: “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”, desmitifica cualquier concepción idílica de la juventud. Y algo —bastante— de eso hay en las páginas de esta novela, en la que Louis, nacido como Eddy Bellegueule, se adentra nuevamente en la intimidad de su familia, en ese espacio donde la pobreza, la homofobia y la violencia fueron siempre de la mano, para hacer visibles unas heridas que han afectado a todas las dimensiones de su vida. Su estilo es urgente, conciso, furioso. Sin embargo, curiosamente, su rabia no va dirigida sólo contra su padre, quien ya casi no puede caminar y necesita un aparato para respirar; una parte de su rabia parece haber encontrado también el camino hasta los poderes públicos, cuya inactividad hacia las clases desfavorecidas hace que sean víctimas de una ideología de la exclusión. Quién mató a mi padre es el resultado de llegar hasta rincones olvidados que había que ventilar, cosas que no podían permanecer por más tiempo encerradas, pero sobre todo cuentas pendientes por ajustar con Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, François Hollande y Emmanuel Macron, a los que Louis acusa de matar a su padre.




 “Las clases dominantes pueden quejarse de un gobierno de izquierdas, pueden quejarse de un gobierno de derechas, pero un gobierno nunca les causa problemas digestivos, un gobierno nunca les destroza la espalda, un gobierno nunca les lleva a ver el mar. La política no cambia sus vidas, o lo hace bastante poco. Esto también es curioso, ellos hacen la política, pero la política apenas tiene ningún efecto sobre sus vidas. Para las clases dominantes, la política es a menudo una cuestión estética: una manera de pensarse, una manera de ver el mundo, de construirse como individuos. Para nosotros, era vivir o morir”.

Édouard Louis, Quién mató a mi padre


martes, 10 de septiembre de 2019

Los monstruos no nacen monstruos

El bicentenario del monstruo de Frankenstein no cesa de dejarnos extraños frutos en forma de tributo, como la última novela de la escritora inglesa Jeanette Whinterson, Frankissstein, una historia de amor (Frankissstein: A Love Story, 2019), que la editorial Lumen publicará en España el próximo 7 de noviembre, o Máquinas como yo (Machines Like Me, 2019; Anagrama, 2019) de Ian McEwan. Aunque quien puso la primera piedra de esta nueva resurrección del clásico de 1818 de Mary Shelley fue el escritor iraquí Ahmed Saadawi con Frankenstein en Bagdad (Frankenstein in Baghdad, 2013; Libros del Asteroide, 2019), un perturbador relato de la crisis económica y de valores en Irak después de la segunda guerra del Golfo. Saadawi se sirve del mito de Frankenstein para narrar el terror cotidiano de los coches bomba, un arma genérica de destrucción masiva que no distingue entre objetivos militares y civiles. En Frankenstein en Bagdad, Hadi el Antiguallas, o Hadi el  Mentiroso, un trapero de aspecto sucio y carácter hostil, conduce al lector a través de las calles y plazas de un Bagdad en ruinas, pero con encanto y sabores deliciosos. Cuando no está embelleciendo sus historias para que parezcan más interesantes en el café de Aziz Misri, Hadi recoge de las calles fragmentos de restos humanos con la esperanza de devolver a las víctimas una apariencia de dignidad ensamblando sus pedazos en un solo cadáver. Un cóctel incendiario al que Saadawi añade su devoción por Mary Shelley dando vida —por decir algo— a la criatura creada por Hadi, a la que las balas de la policía atraviesan sin herirla ni matarla mientras persigue su objetivo de vengarse de las personas que lo asesinaron: “Me califican de criminal. No entienden que yo encarno la única justicia que hay en este país. [...] Yo soy la respuesta a la llamada de esta gente pobre. Soy el salvador, el redentor, el que todos esperaban, al que todos quieren, en el que todos confían”. Cuesta calificar como novela fantástica lo que a la vista se diría que es un bocado de realidad, fuerte y necesario, que reúne todos los requisitos para el culto, si es que ello es lícito tratándose de una novela que supura, huele y escuece como la peor de las heridas. Frankenstein en Bagdad transforma en sangre, horror y gente hecha pedazos cualquier amago de humanidad, en sintonía con los tiempos que corren. Si una cosa deja claro, si no estaba claro ya, es que los monstruos no nacen monstruos.




“La carne muerta que componía su cuerpo se desprendía si no vengaba a su dueño en un tiempo determinado. Sin embargo, la consumación de la venganza del dueño de un fragmento de su cuerpo provocaba la caída de ese fragmento. Como si ya no lo necesitara”.

Ahmed Saadawi, Frankenstein en Bagdad


martes, 3 de septiembre de 2019

Un Gólgota hospitalario

Al igual que el protagonista de Pickpocket de Robert Bresson, Philippe Lançon parece preguntarse en El colgajo (Le Lambeau, 2018; Anagrama, 2019): “¿Qué extraño camino me ha llevado hasta aquí?” Lançon sobrevivió milagrosamente al atentado terrorista contra el semanario satírico Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015. No obstante, el escritor y periodista francés tuvo que someterse a una serie interminable de operaciones para reconstruir su rostro —su  mandíbula superior desapareció por completo al recibir un disparo a bocajarro— tras el atentado. El regreso a casa fue difícil y la adaptación a su nueva situación —“el cuerpo recuerda todo, pero la conciencia olvida deprisa, y no había tardado ni ocho días en perder el recuerdo de la palabra articulada”— lo dejó al borde de la desesperación. Para sobreponerse a la tragedia —el tiroteo dejó doce muertos, entre ellos algunos de sus mejores amigos, como los dibujantes y columnistas del semanario Cabu, Wolinski y Charb— Lançon empezó a escribir El colgajo, una especie de autobiografía fragmentaria, hecha de jirones y desgarrones, de agujeros (de bala) y descosidos que no son perceptibles a primera vista porque se producen muy adentro, en sitios adonde sólo llega el dolor. La historia comienza el día antes del atentado perpetrado por los hermanos Kouachi. Lançon acude al Théâtre des Quartiers d'Ivry con una amiga a ver Noche de Reyes de Shakespeare. En la obra, uno de los personajes, Orsino, pronuncia una frase que le parece una premonición de lo que ocurriría a la mañana siguiente: "Nada de lo que es, es”. Aunque estas palabras no están en la obra de Shakespeare, él cree haberlas escuchado. Lo cierto es que se ajustan bastante a su nueva realidad. Nada de lo que es, es. Tampoco nada de lo que fue. Así comienza el autor un periplo que le lleva a recorrer su vida de antes y después del atentado, dejando caer por el camino palabras veraces y momentos únicos sobre la vida, el amor, la muerte, el azar,  el destino, la intimidad, el peroné, Chloé, su cirujana, los hospitales —“el mundo del hospital es el mundo de la constatación”— y, en fin, todo el espectro de la experiencia humana. El colgajo es una de las resurrecciones (nunca mejor dicho) literarias más insospechadas de las últimas décadas. Sólo tiene un pero: que todo lo que lean a continuación —al menos en 2019— les parecerá soso, anodino, superficial comparado con este pequeño Gólgota hospitalario.




“Nuestra relación [con Chlóe, su cirujana] había empezado sobre la base opuesta a la que determina la mayor parte de las relaciones humanas: primero el cuerpo, en la entrega más completa que quepa imaginar, y luego el resto. [...] La intimidad que nos unía era vital, y sin embargo no existía. [...] Había un marco del que no podíamos salir más que mis huevos del calzoncillo durante la visita, hecho que una vez le hizo decir delante de las enfermeras: ‘Trate de guardarse esto, será mejor para todos’. Me había hecho mayor, los huevos me colgaban y no podía pedirle sin embargo que me hiciera un lifting que no entraba dentro de su especialidad. [...] Si aquel día me sobresalían era ante todo porque tenía que tener las piernas al descubierto y subirme los calzoncillos lo suficiente como para que las zonas del trasplante en lo alto del muslo izquierdo, en carne viva, no estuvieran expuestas a ningún roce y pudieran ser examinadas: el hospital es a menudo el lugar de las órdenes contradictorias”.

Philippe Lançon, El colgajo