Si las hermanas Brontë, Charlotte, Emily y Anne, mujeres fuertes, independientes y empoderadas, hubieran vivido a
caballo entre el siglo XX y el siglo XXI, esto es, en un mundo mucho más libre y tolerante, donde lo sexual es la máxima representación de lo
privado, habrían sido hermanastras y se llamarían Marguerite Duras, Annie
Ernaux y Benoîte Groult. Si bien la obra de Duras y Ernaux —premio Formentor
2019— transita por un continuum editorial permanente, la obra de Groult todavía no es lo suficiente
conocida en España. De Groult se publicó ya hace tiempo El amante del mar (Grijalbo, 1989) y Pulsa la estrella (Alianza, 2008), ambas novelas hoy
descatalogadas. Ahora vuelve con honores de estreno con Los naufragios del corazón (Les vaisseaux du
cœur, 1988; Libros del
Asteroide, 2019), que sirve tanto de homenaje a su persona —Groult falleció en
2016— como de testamento literario que se alimenta de su personalidad fuerte y
compleja. La novela vio la luz años atrás con el título de El amante del
mar, en traducción de Joaquín
Vidal Albiñana. La traducción actual es de Lydia Vázquez, especialista en
estudios de género y traductora de Annie Ernaux. Benoîte Groult acababa de
cumplir 68 años cuando publicó Los naufragios del corazón, donde a través de su alter ego George —por George Sand— habla de su
experiencia vital como si de un experimentado Don Juan se tratara. Su discurso
va sobre sí misma y sus circunstancias, que no son otras que un amor de
juventud, Gauvain, un marinero bretón, con el que la protagonista mantiene una
relación intermitente a lo largo del tiempo basada sobre todo en el sexo:
“Desde que Gauvain cumplió su promesa y vino a verme a París, no puedo tragar;
tengo la garganta literalmente obstruida, el estómago hecho un nudo, el corazón
en un puño y las piernas me tiemblan, como si la función sexual hubiera
acaparado todas las demás. Y también estoy cachonda, como si ardiera por
dentro. Me voy a ver obligada a circular durante tres días con ese tizón
ardiente en mi interior, marcada a fuego por Gauvain, con esa O de su anillo
entre las piernas”. Al contrario que las heroínas de las novelas victorianas,
George es consciente de su cuerpo físico, y acepta su carnalidad, su sexualidad
como herramientas que requieren de un cuidado especial: “Mientras me pongo una
crema calmante en la zona siniestrada me asombro de que los autores eróticos no
tengan nunca en cuenta ese accidente... del placer. Las vaginas de sus heroínas
aparecen como conductos infatigables capaces de soportar indefinidamente la
intrusión de cuerpos extraños. En cuanto a la mía, está como desollada viva.
Examino la zona con mi espejo de aumento y no reconozco mi vulva recatada, tan
discreta normalmente, tan distinguida. En su lugar hay una especie de
albaricoque, terrible, insolente, desbordante, con la pulpa presionando la
piel, que se encoge hasta dejarle todo el espacio”. Quien diga que esta novela
que narra los encuentros de dos amantes adúlteros que se conocen desde la
adolescencia y se desean hasta el agotamiento físico es pornográfica —en vez de
ver en ella sexo cum laude, pasión, rabia, amor, alegría, pero también miedo, enfermedad y vejez cuando resulta imposible articularlos— es que no entiende
nada. Esta es una novela para dejarse llevar por la efervescencia de sus
personajes, locos por vivir, locos por follar, con ganas de todo al mismo
tiempo, pero con ese gusto tan francés por el amour fou.
“Somos de un sexo como somos de un país”.
Benoîte Groult, Los naufragios del corazón