domingo, 18 de octubre de 2020

Sin los ojos de fuera

Decía Joan Pons, crítico musical y guionista del programa Sputnik del Canal 33, que “sin los ojos de fuera, sin que nadie los fabule incluso antes de verlos, todos los lugares están incompletos”. La impresión habitual que produce Marte, ese pequeño astro que en el imaginario común se conoce con el nombre de Planeta rojo, es el de habitar un presente continuo que es un tiempo infinito. Su historia tiene la consistencia de una minúscula hebra de hilo que se hubiera desprendido de un vasto tapiz del que no se conserva memoria alguna, lo que ha hecho que se haya disparado la imaginación de científicos y escritores a lo largo de los dos últimos siglos. No obstante, el exiguo pasado del que se tiene constancia —la superficie del planeta conserva las huellas de grandes cataclismos— no es nada comparado con el futuro que tiene por delante, y que algunos escritores de ciencia-ficción se apresuraron a contar enseguida, como Edgar Rice Burroughs (Una princesa de Marte), Ray Bradbury (Crónicas marcianas), Frederik Pohl (Homo Plus), Philip K. Dick (Tiempo de Marte) o Kim Stanley Robinson, de quien la editorial Minotauro acaba de reeditar Marte rojo (Red Mars, 1992), primer volumen de la Trilogía de Marte, galardonada con los premios Nébula y Hugo. La novela de Robinson narra la historia de los primeros cien colonos de diferentes países, enfrentados por dos concepciones de Marte incompatibles: la que pugna por salvaguardar la belleza salvaje y abrupta del planeta, y la que pretende transformarlo a imagen y semejanza de la Tierra. Burroughs, Bradbury, Pohl, Dick y Robinson no son los únicos autores que han fabulado sobre el planeta rojo. La literatura marciana ha encontrado en la poetisa Tracy K. Smith, autora de Vida en Marte (Life of Mars, 2011; Vaso roto, 2013) por la que ganó el Premio Pulitzer de poesía en 2012, a una nueva abanderada. El padre de Smith, fallecido en 2008, era ingeniero en el telescopio espacial Hubble, por lo que pasó casi toda su vida observando el cielo, ese cielo que: “Oculta algo elemental. No a Dios, exactamente. Más bien / algún escuálido con el rutilante espíritu de Bowie—Starman / o un as cósmico que se debate, se tambalea y sufre para que podamos ver. / ¿Y qué haríamos nosotros, tú y yo, si pudiéramos saber con seguridad / que alguien estaba allí con los ojos entornados por el polvo, / diciendo que nada está perdido, que todo vive tan solo esperando / volver a ser querido lo suficiente?”. ¿Queremos a la Tierra lo suficiente? ¿Nos queremos a nosotros mismos lo suficiente? Si hay algo que hace de la ciencia-ficción un género cada vez más en auge, no es su visión anticipada del futuro hacia el que nos dirigimos, sino su capacidad para reflejar en sus márgenes nuestro abrupto e incierto presente.




“—¡Lo único que digo es que hemos venido a Marte para siempre! —exclamó Arkadi, mirándola con ojos desorbitados—. Vamos a hacer no solo nuestros hogares y nuestra comida, sino también nuestra agua y el aire mismo que respiramos… todo en un planeta donde faltan esas cosas. Podemos hacerlo; tenemos una tecnología que manipula la materia hasta el nivel molecular. ¡Una capacidad de verdad extraordinaria! Y, sin embargo, algunos de los que están aquí pueden aceptar transformar la total realidad física de este planeta sin intentar cambiarnos a nosotros mismos o nuestra manera de vivir. Somos científicos del siglo veintiuno en Marte, pero, al mismo tiempo, vivimos dentro de un sistema social del siglo diecinueve, basado en las ideologías del siglo diecisiete. Es absurdo, es disparatado, es… es… —Se agarró la cabeza con las manos, rugió:— ¡No es científico! Y digo que entre todas las cosas que transformaremos en Marte, tendríamos que estar nosotros y nuestra realidad social. No solo hemos de terraformar Marte; tenemos que terraformarnos nosotros mismos”.


Kim Stanley Robinson, Marte rojo