miércoles, 22 de enero de 2020

Sin noticias de Dios

Fue Pioneros de Willa Cather quien abrió, hace ya más de cien años, el camino hacia el Medio Oeste americano, pero no fue hasta la llegada de autores como Edna Ferber, John Steinbeck, Jim Harrison, Marilynne Robinson o Annie Proulx, que se convirtió en un tema recurrente en la literatura americana. A partir de aquel instante casi privilegiado, relatos y novelas de muy variada envergadura entronizaron el paisaje rural de las pequeñas poblaciones que tienen su núcleo urbano en el corazón de la América profunda. Escrupulosamente fiel a esta tradición centenaria, la tercera novela de Nickolas Butler, Algo en lo que creer (Little Faith, 2019; Libros del Asteroide, 2020), redunda en líneas generales sobre los mismos esquemas argumentales ideados por sus predecesores. No obstante, Algo en lo que creer parte de un suceso real —los padres de un niña enferma de diabetes se negaron a tratarla con otra cosa que no fuera oración, lo que causó su muerte en 2008— para abordar las fricciones existentes entre religión y familia. La novela se centra en dos personajes, Lyle Hovde, un hombre sexagenario, que dejó de creer en Dios hace años cuando murió su hijo de apenas nueve meses, y Shiloh, su hija adoptiva y madre soltera, que se ha vuelto una devota creyente desde que tiene una relación sentimental con un pastor evangelista, quien está convencido de que su hijo de cinco años Isaac tiene la capacidad de curar a los enfermos. Al igual que las novelas de Erskine Caldwell sobre el Sur profundo —Caldwell fue hijo de un pastor presbiteriano—, Algo en lo que creer es una obra llena de texturas y contrastes, pero la de Butler es una novela regionalista a la inversa: en Caldwell, el entorno físico, geográfico, tiene incidencia dramática sobre los personajes en un movimiento que va desde el exterior al interior, casi como si éstos fueran una creación de aquél, mientras que en Butler sucede lo contrario: el drama nace del interior de los personajes, reforzado por el dolor de la pérdida y la insignificancia frente a lo inconmensurable e infinito de un mundo sin noticias de Dios salvo por la necesidad que tienen de él unos y otros, los que creen y los que quieren. Sorprende especialmente la cadencia de la prosa, que hace por demás sugestiva su lectura, pese a la tensión que se acumula en los músculos internos del relato. Butler sitúa al lector en un nuevo territorio expresivo que si bien llama la atención en el autor de Canciones de amor a quemarropa (Shotgun Lovesongs, 2013; Libros del Asteroide, 2014) y El corazón de los hombres (The Hearts of Men, 2016; Libros del Asteroide, 2017) tampoco resulta tan distinto en la singularidad de sus personajes, los cuales parecen transitar de una novela a otra, pero con unos cuantos años más a cuestas. Hay en Algo en lo que creer, pequeña joyita que deberá ser obligatoriamente tenida en cuenta en cualquier estudio serio que se haga de la obra del escritor de Wisconsin, una actitud serena cuyo objetivo principal es mirar limpiamente, con un sentimiento de epifanía, un mundo que se revela más extraño, y a la vez más simple, cuando se mira cómo se deben mirar las cosas, sin prisas pero sin pausa, como quien se despereza de un largo sueño. Precisamente es esa placidez, que permite ver las cosas en su aspecto verdadero, la mayor proeza de la novela, a la que se suma la certera radiografía en paralelo de una forma de vida y de relaciones sociales abocada, si un milagro no lo remedia, a la extinción.





“Nada hay tan pesado en el mundo como el féretro que porta el cuerpo de un niño pequeño, pues ningún adulto que haya soportado alguna vez esa carga puede olvidarla jamás. Enterrar a un hijo es una tragedia a la que muchos padres no logran sobreponerse nunca. Oscurece el sol, arrebata el color, apaga la música. Disuelve los matrimonios con ácido, desangra la felicidad y no deja tras sí más que un rastro inerme de gris desesperación”.

Nickolas Butler, Algo en lo que creer