domingo, 20 de mayo de 2018

School shooting

Disparar sobre los compañeros de clase se ha convertido en Estados Unidos en el deporte nacional en los últimos tiempos. El viernes pasado se registró un nuevo tiroteo en un instituto de Santa Fe, en el sureste de Texas. El presunto autor, Dimitrios Pagourtzis, un estudiante de 17 años del propio instituto, acabó con la vida de nueve alumnos y un profesor. Cada vez que salta la noticia de una matanza de estudiantes, las ventas de armas se disparan, así como la de novelas que hablan de tiroteos en institutos públicos: Un cabo suelto (My Loose Thread, 2002; El tercer hombre, 2006) de Dennis Cooper, Vernon Dios Little (Vernon God Little, 2003; Destino, 2004) de DBC Pierre, Hey Nostradamus! (2003; inédita en España) de Douglas Coupland, Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2003; Anagrama, 2007) de Lionel Shriver, Proyecto X (Project X, 2004; Tropismos, 2005) de Jim Shepard, Diecinueve minutos (Nineteen Minutes, 2007; Zenith, 2007) de Jodi Picoult o Hijo único (Only Child, 2018; Harper Collins Ibérica, 2018) de Rhiannon Navin, que han dado lugar ya a un nuevo género, el school shooting. Un género nacido al calor de la matanza de Columbine —perpetrada por Eric Harris y Dylan Klebold en 1999—, la cual se repite cada cierto tiempo por imitación, según la autora de Tenemos que hablar de Kevin: “Cada vez que se produce una noticia de este tipo, se multiplican las posibilidades de que se produzca una nueva matanza. En lo fundamental, todos estos sucesos no son sino crímenes por imitación, sin excepción alguna. Los tiroteos en los recintos estudiantiles son en la actualidad un género en sí mismos, igual que lo son en literatura, una de cuyas referencias soy culpable de haber escrito”. El protagonista de la novela de Shriver, Kevin, tiene 15 años y es un monstruo, no hay otra palabra para describir a un adolescente que no conoce la empatía ni ningún otro tipo de sentimiento afectivo. Eva, su madre, vive sumida en la culpa, no sólo por haber convertido su vientre en una prisión agresiva durante el embarazo, reaccionando de la misma forma que lo haría ante una enfermedad o un tumor, sino por el destino final de Kevin, encarcelado por haber cometido una matanza en su colegio. Un acto de violencia tan irreparable como el tiempo que tarda Peter Houghton, el protagonista de Diecinueve minutos, en llevarlo a cabo: “Diecinueve minutos es el tiempo que tardas en cortar el césped del jardín de delante de tu casa, en teñirte el pelo, en ver un tercio de un partido de hockey sobre hielo. [...] Es lo que se tarda en ir en coche desde la frontera del Estado de Vermont hasta la ciudad de Sterling, en New Hampshire. En diecinueve minutos puedes pedir una pizza y que te la traigan. Te da tiempo a leerle un cuento a un niño, o a que te cambien el aceite del coche. Puedes recorrer un kilómetro y medio caminando. O coser un dobladillo. En diecinueve minutos, puedes hacer que el mundo se detenga, o bajarte de él. En diecinueve minutos, puedes llevar a cabo tu venganza”. Tanto Diecinueve minutos como Tenemos que hablar de Kevin sacan a la luz una de las pesadillas más terribles —y más comunes— de Estados Unidos: la violencia desde dentro. Hay que leerlas con los ojos bien abiertos. Hacia el mundo y hacia los hijos.




 “Los niños viven en el mismo mundo que nosotros. Que nos engañemos suponiendo que podemos protegerlos de él, además de ingenuo es pura vanidad”.

Lionel Shriver, Tenemos que hablar de Kevin