domingo, 19 de agosto de 2018

¿Le gusta este jardín?

Primero les pongo en antecedentes. Daniel Carleton Gajdusek (1923-2008) fue un médico norteamericano de origen húngaro galardonado en 1976 con el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, compartido con Baruch S. Blumberg, por sus trabajos sobre el origen y la propagación de las enfermedades infecciosas, en particular el kuru (temblor), una enfermedad neurodegenerativa que afectaba a los indígenas de Nueva Guinea. En 1996, un muchacho micronesio de 20 años acusó a Gajdusek de haber abusado sexualmente de él en los años que vivió en su casa en Middletown, Maryland —Gajdusek adoptó a 56 niños, en su mayoría varones, de las Islas Salomón, Fiji, Vanuatu y Papúa Nueva Guinea—, provocando su detención y condena a un año de prisión. Casi veinte años después, la escritora Hanya Yanagihara se inspiró en este suceso para escribir su primera novela, La gente en los árboles (The People in the Trees, 2013; Lumen, 2018), que ahora se publica en España, tras las excelentes críticas recibidas por su segunda novela Tan poca vida (A Little Life, 2015; Lumen, 2016), finalista del Man Booker Prize. Las últimas palabras pronunciadas por Kurtz en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad —“¡El horror!, ¡El horror!”— puede aplicarse a la recreación realizada por Yanagihara a partir de la crónica negra extraída de los archivos judiciales estadounidenses, que ha dado también lugar a un documental titulado The Genius and the Boys (2009), del escritor y director sueco Bosse Lindquist. En La gente en los árboles, Yanagihara lleva la historia del inmunólogo ganador del premio Nobel de Medicina Abraham Norton Perina —inspirado en Gajdusek— más allá de su drama inicial, mostrando un retrato implacable de los médicos y científicos embarcados en la causa civilizadora de una tribu de una isla perdida de la Micronesia. Aunque el abuso sexual es el elemento cardinal que fundamenta la historia, es la violación de la isla edénica y su acervo cultural y lingüístico lo que provoca mayor consternación, no porque sea más irreparable —ya lo dijo Baudelaire: “El más irreparable de los vicios es hacer el mal por necedad”— sino por la respuesta que Perina, arrogante, engreído, egocéntrico, megalómano, da a uno de sus hijos adoptivos, Vi (Victor), cuando éste le acusa de intentar blanquearlos para que se olviden de quiénes son y de dónde vienen: “La gente podrá decir lo que quiera sobre mí como padre, pero hay que reconocer que nunca he exigido gratitud a mis hijos, nunca les he exigido que me den las gracias o se porten bien conmigo solo porque los salvé. A veces pensaba, es cierto, que posiblemente habrían sido igual de felices, si no más, en U’ivu, aunque con el abdomen hinchado por la malnutrición”. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez dijo de El corazón de las tinieblas que era “lo más cerca que ha estado la literatura moderna, o quizá la literatura en general, de producir una pesadilla”. No se me ocurre mejor elogio para esta novela sobrecogedora, tremenda y terriblemente buenísima, en la que Yanagihara denuncia el colonialismo, infame, miserable, repugnante, genocida, del hombre blanco, y que trae a la memoria las últimas líneas premonitorias de Bajo el volcán de Malcolm Lowry: “¿Le gusta este jardín, que es suyo? ¡Evite que lo destruyan!”. Lo sensato, vamos.
  



“Mis hijos siempre querían saber por qué los había llamado así o asá. Les encantaba automitificarse, y creo que todos anhelaban que hubiera una historia heroica detrás de sus nombres, que solo ellos estuviesen imbuidos de un significado especial, que con mi elección yo hubiera ocultado un mensaje que algún día comprenderían y valorarían. La verdad, en cambio, era que simplemente les ponía nombres de personas que había conocido durante los viajes de ida y vuelta: se llamaban como auxiliares de tierra de aeropuertos y recepcionistas de hoteles, como agentes de aduanas y botones, pilotos y azafatas, compañeros de asiento y camareras, funcionarios desconocidos del Departamento de Estado que los habían dejado entrar y oficiales de inmigración conocidos que me habían saludado con la mano en el instante en que me acercaba, llevando de la mano un nuevo pupilo. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Hacía mucho que ya había agotado los nombres de amigos y colegas, y a finales de los años setenta los niños llegaban tan deprisa que idear nombres imaginativos para ellos no me parecía una preocupación fundamental”.

Hanya Yanagihara, La gente en los árboles