Por contundente que sea la cita del Canto III del Libro Infierno de la Divina Comedia de Dante, “Dejad toda esperanza, los que aquí
entráis”, no todos los infiernos son lugares donde hay fuego eterno: los peores están dentro
de nosotros. Y si no que se lo pregunten a Stephen King, cuya irrupción en la literatura en
1974 con su primera novela, Carrie, constituyó una revolución en el género de terror. No sólo por la
escalofriante historia de una joven con poderes paranormales, sino por la
irrupción de la primera demonia de la literatura contemporánea. Nos lo recuerda
Mariana Enriquez en el artículo ‘Para Tabby, que me metió en ésta’, un
recordatorio por las mujeres en la obra de Stephen King, incluido en el libro colectivo The King (Errata naturae, 2019): “Su primera mujer
importante de ficción es una demonia. Margaret White, la gárgola. [...] Esa
horrible y despiadada madre de Carrie. Como muchos villanos de Stephen King, es
una fanática religiosa. No es una monstrua porque, aunque su maldad tiene una
explicación, comprender sus acciones no la redime. Al contrario. Para King
nadie es más despreciable y menos digno de piedad que un fanático religioso. En
su teología invertida, los devotos son demonios”. Aunque para ser justos, en la
obra de King el horror no tiene forma. Si nos apartamos del plano religioso
para ir al cotidiano, el mal varía de un libro a otro: un hotel terrorífico (El
resplandor), un San Bernardo
rabioso (Cujo), un coche
diabólico (Christine), un
payaso asesino (It), un
teléfono móvil inquietante (Cell),
etcétera. No obstante, la obra de King no brilla solamente por la gran imprevisibilidad
de sus personajes centrales —los personajes secundarios, esa pandilla de
marginados e inadaptados entrañables, son igualmente memorables—, sino
también por su portentoso dominio narrativo. Nos lo recuerda Greg Littmann en
otro artículo recogido en el mismo libro, titulado Stephen King y el arte
del horror: “Mientras que
ciertos escritores de terror se ganan a su público pese a su notable carencia
de técnica, el nombre de King hay que colocarlo entre los de Shirley Jackson,
Ray Bradbury o Peter Straub, como un autor que domina perfectamente las
técnicas tradicionales, las de toda la vida, y se sirve de ellas para prender
la mecha de nuestra imaginación [...] introduciendo en ella las ideas más
extrañas, las más terribles”. Como un caballo de Troya, la obra de King aloja
en su interior distintos géneros y lecturas —también encierra importantes, y
sobre todo desasosegantes, enseñanzas vitales—, que hacen difícil despachar a su autor
con el único argumento de escribir historias de terror. The King es un emotivo y merecido homenaje a su genio
prolífico que revienta tópicos —y lo que es mejor, prejuicios— en su particular
peregrinaje hacia el umbral de la noche.
“Las obras de ficción son herramientas útiles para el
análisis incluso cuando dentro de ellas no hay un espíritu analítico. [...] De
modo que nada nos impide disfrutar de una historia sobre un gato muerto, en su
propios términos, y a continuación utilizarla para considerar las implicaciones
filosóficas del hecho de la muerte”.
VV.AA., The King