El pasado 12 de septiembre se cumplieron nueve años del
suicidio del autor de La broma infinita (Infinite Jest, 1996; Mondadori, 2002). Siempre me llamó la atención
David Foster Wallace. Desde que supe de él por el libro de ensayos Algo
supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (A Supposedly Fun Thing I'll Never Do
Again, 1997;
Mondadori, 2001) sobre un viaje de una semana a bordo de un crucero por el mar
Caribe. Me llamó la atención que a Foster Wallace le importara un carajo que el
diseñador gráfico del libro —en cualquiera de las lenguas del mundo— se las
viera y se las deseara para introducir el título en la portada y aún quedase
espacio para poner su nombre. Me llamó la atención la cantidad de material pop
que introducía en sus ensayos —también en sus novelas y relatos—, que para él
no se diferenciaba en nada de lo que otros autores como Thoreau o Emerson escribían sobre árboles y
parques y caminar hasta el río hace un siglo: “Simplemente se trata de la
textura del mundo en el que vivo. [...] Creo que es el mejor momento para estar
vivo y probablemente sea el mejor momento para ser escritor. No estoy seguro de
que sea el momento más fácil”. Sin duda no fue el momento más fácil, como
tampoco lo fue para Ernest Hemingway, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Yukio
Mishima o Primo Levi (*). Su suicidio por ahorcamiento en 2008, nos privó de
conocer su opinión personal sobre el 45 presidente de Estados Unidos, Donald
Trump, a quien seguro habría reservado un sitio en su libro Entrevistas
breves con hombres repulsivos (Brief Interviews with Hideous Men, 1999, Mondadori, 2001).
Independientemente de si Foster Wallace sufría depresión o no (o que pensase que el suicidio era algo supuestamente divertido que nunca volvería a hacer, eso seguro), me niego a pensar
que su muerte haya sido en balde. Prefiero pensar, como dijo Kurt Vonnegut en
una ocasión, que un escritor es como el canario en la mina de carbón que
detecta los problemas un poco antes que los demás. Supongo que Foster Wallace quiso
advertirnos en una arriesgada pirueta que lo honra. Lo que no sabemos es de qué. Lo mejor es tomárselo con humor como
hace el historietista argentino Liniers en sus tiras cómicas.
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(*) Todos ellos, lejos de coquetear con el suicido, como los
protagonistas de los relatos de Enrique Vila-Matas Suicidios ejemplares, pusieron en práctica una amplia gama
de medios: volarse la tapa de los sesos, arrojarse a las aguas de un río, abrir el gas y meter la cabeza en el horno, destriparse con una katana, tirarse por el hueco de una escalera.