Creo que será fácil ponernos de acuerdo en que el mayor hallazgo de Sylvia
(Sylvia, 1992; Libros del Asteroide, 2017) de
Leonard Michaels se encuentra, por encima incluso de la admirable precisión del
estilo, en la franqueza con la que Michaels aborda su matrimonio con la desvalida, atractiva, egoísta, caótica y demencial
Sylvia Bloch. He aquí una “love story”, por llamar de alguna manera a las
pequeñas y mezquinas miserias de una joven pareja que vive en el Village neoyorquino de los años 60, que podría haber comenzado como el clásico
de Erich Segal Love Story
(1970): "¿Qué puede decirse de una chica de veinticuatro años que murió? Que
era guapísima. Y muy inteligente. Que le gustaban las películas de Antonioni. Y
Lenny Bruce. Y yo". Leonard, hijo de una familia judía, es un joven aspirante a
escritor que trabaja como profesor ayudante de inglés en la Universidad Estatal
de Paterson, en Nueva Jersey. Sylvia, huérfana de padres, esbelta y de
facciones asiáticas, es una estudiante de Clásicas en Cambridge, que no tiene
nada en común con él, pero... Dios los cría y ellos se juntan. Lo primero que
sorprende de Sylvia es lo
nimio de su argumento: la historia de un amor que termina trágicamente. Ya en
el prólogo, el escritor argentino Alan Pauls advierte que "en Sylvia no hay suspenso". De
aquí que el peso de las palabras, la visceralidad con la que Michaels describe,
casi tres décadas después, la intimidad doméstica de su primer matrimonio
(el autor se casó en cuatro ocasiones, la última con Katharine Ogden en 1995), sea tan
importante: "Mantenía relaciones sexuales solo con Sylvia, en las que yo me
corría sin demasiado placer y ella no se corría. Nuestro eléctrico frenesí
—contorsiones, convulsiones, meneos, besos feroces— nos dejaba aniquilados y
cachondos, necesitados de algún otro, de algo más. Yo me decía que no lo
necesitaba, no era importante. [...]
Pero, para vergüenza mía, [...] el matrimonio con Sylvia me había
inspirado un imperativo aterrador: necesitaba otra mujer". Sylvia es una novela autobiográfica en la que Michaels no trata de revivir experiencias pasadas, aflorar carencias y querencias,
sino de sellar decididamente el pasado. Al igual que Quentin, el intelectual
judío neoyorquino de la obra de teatro Después de la caída (1964) de Arthur Miller —donde
el dramaturgo saca a escena al fantasma de Marilyn Monroe en el personaje de Maggie para exorcizar los demonios de su
tormentosa relación matrimonial con la actriz—, Michaels va poco a poco
fijando un retrato oval de las peleas, los celos y la infelicidad que
convirtieron su matrimonio en un callejón sin salida. En algún momento nos
recuerda a Miller, aunque sin su mortificante artificiosidad. Michaels es
absolutamente realista. Su obra está en la línea de John Updike, John Cheever o
Harold Brodkey, autores que también se enfrentaron con el infierno conyugal,
sexual o vital.
"A aquella altura, peleándonos todos los días,
habíamos llegado a ser ferozmente íntimos. [...] Nada erótico había en aquel panorama y, sin embargo, a veces
pasábamos de reñir a hacer el amor. No hacía falta pasaporte. Ni siquiera había
un confín. El tiempo estaba fracturado, no había causa y efecto y ni siquiera
una cosa llevaba a otra. Como en una metáfora, una cosa era otra. Mientras reñíamos
con odio, yo quería follar y ella también. [...] Habría sido fácil dejar a
Sylvia. Si hubiera sido difícil, podría haberlo hecho".
Leonard Michaels, Sylvia