Releo estos días a Joseph Joubert. Decía
el ensayista francés que hay cuatro clases de personas a los que “el mundo no
basta: los santos, los conquistadores, los poetas y todos los aficionados a los
libros”. Extinguidas las dos primeras categorías, y en camino de
desaparecer la tercera (véase el magnífico ensayo de Ben Lerner El odio a la poesía, publicado por Alpha Decay: "Hay mucho más
consenso en el odio a la poesía que en la propia definición de lo que realmente
es la poesía"), sólo quedan todos los aficionados a los libros para mantener
viva la esperanza de que otro mundo mejor aún es posible. Por supuesto, no
hablo de ese "mundo feliz" descrito por Aldous Huxley donde el progreso
tecnológico lleva a la concentración del poder económico y político, y en el
que la seguridad, la felicidad y la capacidad para la fantasía del individuo no
tiene cabida. Para decirlo claramente, no hablo de nuestro mundo. El fin de
nuestro mundo ya empezó. Es por eso que todos los aficionados a los libros leemos
para evadirnos, o mejor dicho, leemos porque los libros nos hacen elevarnos por
encima de la fea realidad cotidiana, como ese personaje de Cien años de
soledad de Gabriel García Márquez que asciende al cielo
mientras tiende la ropa, o ese grupo de personas que se eleva por los aires y
desaparece en el infinito en El libro de la risa y el olvido
de Milan Kundera: "Y corrí por las calles para no perder de vista a aquella
maravillosa corona de cuerpos que flotaban sobre la ciudad y supe con angustia
que ellos vuelan como pájaros y yo caigo como piedra, que ellos tienen alas y
que yo estoy para siempre sin alas". Por no hablar de la protagonista de Noches
en el circo de Angela Carter, una artista del trapecio
llamada Sophie Fevvers que tiene dos de alas reales que le permiten volar, ser
libre y ser ella misma. Toda obra, si se lee con detenimiento —lo que Nietzsche
llamaba "lectura lenta"— nos da alas, nos ayuda a elevarnos por encima del
mundo y sus convenciones. "Todo lo que tiene alas", escribió Joubert, "está
fuera del alcance de la leyes". Lo mismo da que sean leyes legales que leyes
físicas. Todos los aficionados a los libros leemos para estar fuera del alcance
de las normas, las órdenes o los reglamentos, sólo a merced de la literatura y,
en última instancia, de la imaginación. Leemos porque volamos menos que las
moscas (Petronio); leemos para fantasear que nos hemos quedado en París (Franz
Kafka); leemos para enrollar el mundo alrededor de nuestros dedos (Fernando
Pessoa); leemos para refugiarnos del incesante diluvio de la estupidez humana (J.K. Huysmans); leemos para erigirnos en reyes y emperadores de islotes deshabitados
(Daniel Defoe); leemos para soñar grandezas que nos permitirán realizar por lo
menos pequeñeces (Jules Renard).
"Los libros que uno se propone releer en la edad madura
son muy semejantes a los lugares en donde uno quisiera envejecer".
Joseph Joubert, Sobre arte y literatura