He aquí a dos
cineastas, Ridley Scott y Denis Villeneuve, que estaban destinados a
encontrarse. El director de La llegada —que está preparando una
nueva adaptación al cine de Dune, el clásico de Frank
Herbert llevado a la pantalla por David Lynch en 1984— y el director de Blade
Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides
con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick, se consolidan como
uno de los tándems que, metidos de lleno en el siglo XXI, parecen realmente
capacitados para plantar cara al futuro. Blade Runner 2049, la
secuela de Villeneuve de la película de Scott, es un tour de force
técnico que rompe firmemente con la tradición de la ciencia ficción y lo
fantástico en el campo de las distopías. La consigna es no repetirse o, mejor
dicho, no quedarse en el asombro de la primera mirada. Sin lugar a dudas la
influencia de la obra Scott —aquí en labores de producción— actúa sobre la de
Villeneuve, pero también la obra del escritor ruso en lengua inglesa Vladimir Nabokov, cuya novela Pálido fuego (Pale Fire, 1962; Anagrama,
2017, 7ª edición) lee en la película el agente de policía de Los Ángeles KDC-3-7, o K,
interpretado por Ryan Gosling. Pálido fuego,
más que una novela —que, para quienes no la hayan leído, narra el análisis
delirante que el profesor Charles Kinbote realiza de un poema de mil versos
escrito por el poeta John Shade acerca de un lejano país llamado Zembla y de su rey,
Charles Xavier Vseslav (el propio Kinbote)—, es en realidad un laberinto de
géneros, intrigas e identidades imaginarias. Lo mismo podríamos decir de Blade
Runner 2049. La película de Villeneuve es una casa de
espejos en la que la verdad y la ilusión se cruzan con toda la belleza y
maestría de que es capaz de filmar un cineasta poeta. Blade Runner 2049
es, sobre todas las cosas, una película sobre la necesidad y el deseo de
sentir, de existir, de ser, como un estado contrapuesto a la ausencia de
conciencia de vida. K —la inicial ya anticipa tenebrosas similitudes con el
universo expresado en las pesadillas de Kafka— se enfrentra al horror de no saber qué es real y qué no de sí mismo. Toda la película, a partir de aquí,
asume los rasgos de una intensa y lúcida desazón existencialista que remite a Sartre. Villeneuve demuestra que no existe otro género mejor que la
ciencia ficción para aunar lo físico y lo metafísico, para lograr disparar la
emoción hasta lo sublime y arrojar, en su fabuloso camino, prístina luz sobre el
ser y la nada. El resultado es una película inmensa: lo son los exteriores y los interiores y lo es la historia de K, mecanismo oscuro y trágico de una sociedad deshumanizada.
"Simples resortes y espirales producían los movimientos internos de este
hombre mecánico".
Vladimir Nabokov, Pálido fuego