domingo, 2 de julio de 2017

Retrato del artista adolescente

Una de las razones del éxito del escritor noruego Karl Ove Knausgård es que ha logrado una ecuación sencilla pero de efectos devastadores: tomar cada uno de los días de su vida —pasada y presente— y exponerlos a la luz pública en una autobiografía que ocupa casi 4.000 páginas. Tiene que llover es la quinta y penúltima entrega de Mi lucha, título genérico que agrupa los seis volúmenes de la saga publicados de manera independiente. "Lo único que ha permanecido de todos esos miles de días —dice al comienzo de la novela, en los días previos a su entrada en la Academia de Escritura de la ciudad de Bergen, conocida por sus abundantes precipitaciones y por eso bautizada como 'la ciudad de la lluvia'— son unos cuantos sucesos y un montón de estados de ánimo". La forma en que Knausgård consigue mirar a través de sí mismo, ver la parte de frustración y dolor que esconde sus ideales juveniles, convertidos en puentes rotos, nos reconcilia con el personaje, después de ciertos rasgos oscuros o poco atractivos de su naturaleza desvelados en su novela anterior, Bailando en la oscuridad. En Tiene que llover Knausgård vuelve a ahondar en los altibajos emocionales y las incertidumbres. Cara y cruz de todo aquel que emprende el camino de la escritura: "Cuando estaba en casa escribiendo, me parecía bueno lo que escribía, luego llegaba el turno de la crítica en la Academia, donde siempre se decía lo mismo, unos cuantos elogios corteses para mantener las apariencias, como que la narración tenía vitalidad, antes de señalar que estaba llena de tópicos. [...] Pero lo más doloroso fue la calificación de inmaduro". Quizá Tiene que llover no es el big bang de La muerte del padre ni posee la ferocidad de Un hombre enamorado, pero su alta calificación se sostiene en su descomunal ejercicio de intimidad con el lector. Deja con ganas de más, salivando por el sexto volumen de la saga autobiográfica.




"Durante las semanas que llevaba viviendo en Bergen había empezado a reconocer determinadas caras bergenianas, se parecían entre ellas, chicos, mujeres mayores, hombres de mediana edad cuyos rostros tenían algunos rasgos en común que no había visto en otros lugares. Entre esas caras había cientos, por no decir miles, que no se parecían. Se desvanecían, se borraban tras haberme cruzado con ellas, pero las caras bergenianas volvían. [...]  En realidad sólo había dos formas de existencia, pensé, la que estaba relacionada con un determinado lugar, y la que no. Las dos habían existido siempre. Ninguna podía elegirse".


Karl Ove Knausgård, Tiene que llover