La noche de la pistola (The night of the Gun, 2008) del escritor y periodista de The New York Times David Carr es un libro que a Cortázar le
hubiera gustado mucho, muchísimo. Porque es un libro y un laberinto. Un hombre
–el propio Carr— se investiga a sí mismo cuando se da cuenta de que no puede recordar
quien empuñaba la pistola la noche que su vida, tal como la conocía, cambió bruscamente para pasar a convertirse en una espiral de autodestrucción. Carr
sostiene que su mejor amigo le apuntó con una pistola después de una noche de
borrachera; al volver a encontrarse con él casi veinte años después, el amigo le dice que
nunca tuvo un arma. “Este es un relato”, escribe Carr, “sobre quién tenía la
pistola”. Pese a quien escribe es un hombre magullado por múltiples desventuras
—vinculadas a su adicción a las drogas y el alcohol—, su escritura alcanza
cotas de claridad radiante que en nada tiene que envidiar a sus columnas
periodísticas: “He escrito sobre política y sobre Hollywood, unas culturas en
las que el más abyecto vasallaje se ha refinado hasta convertirse en un arte de
lo más complejo, pero nadie sabe lo que es la verdadera adulación hasta que no
ha visto una habitación llena de drogadictos alrededor de una bolsa de coca.
[...] El abastecimiento es lo único que le importa al drogadicto. Si hubieran
reunido a un grupo de yonquis, los científicos podrían haberse ahorrado mucho
tiempo investigando la fisión del átomo. Cuando la mercancía escasea, el
toxicómano no solo es capaz de ver con precisión la cabeza de un alfiler sino
de decir si una mitad de esa cabeza parece un poco más grande”. Seguro que
habrá quien sienta la tentación de comparar La noche de la pistola con la novela, también autobiográfica, Yonqui
de William S. Burroughs. Sin
embargo, aunque está claro que ambas tratan del demonio de la adicción —y cómo
altera el temperamento, la percepción y, en última instancia, las interacciones
con los demás—, La noche de la pistola trata sobre todo de la identificación de uno con uno
mismo, con ese otro al que no conocemos ni entendemos pero al que estamos
unidos en algún grado de proximidad. “Yo es otro”, como escribió Rimbaud en una
fórmula sintáctica extraña pero exacta.
“Repasar mi historia ha sido como arrastrarme sobre
cristales rotos en la oscuridad. Yo pegaba a las mujeres, asustaba a los niños,
agredía a desconocidos, y era un mentiroso y un tramposo crónico con tal de
obtener la siguiente dosis. He leído sobre aquel tipo con la misma sensación de repugnancia que
tiene casi cualquiera. Qué. Gilipollas. Aquí, a salvo en mi escondite de las
Adirondack [un macizo montañoso de los Estados Unidos], donde estoy
recomponiendo la historia de aquel tipo, pienso a menudo que tengo muy poco en común con él.
Y esa distancia me empuja a seguir escribiendo hasta que se convierta en este
tipo. [...]
Yo no soy este
libro, pero este libro es yo”.
David Carr, La noche de la pistola