La novela negra ha experimentado en los últimos tiempos cambios
drásticos, o lo que es lo mismo, ha sufrido un retroceso, un descenso
deshonroso a las formas y maneras de consumo popular de donde la rescataron el
siglo pasado autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Patricia
Highsmith. Y lo hicieron adoptando sin contravenirlos los hilos y mimbres del relato policíaco clásico
para, eso sí, malear sus convenciones de escritura, poniendo el celo máximo en
el lenguaje y en unos diálogos agudos, ocurrentes e inteligentes. En la
actualidad, poco de esto queda, ya que la "banalización del mal" ha llegado
también hasta la novela negra, especialmente en nuestro país, donde la anécdota
deviene categoría, lo trivial se trasmuta en estilo y lo ordinario adquiere
naturaleza de extraordinario. Al menos eso es lo que se premia hoy en
las “semanas negras” de la España más negra, que no es precisamente la de Puerto Hurraco, Alcácer o Fago. Por eso hay que saludar con
entusiasmo El santo al cielo (Dos bigotes, 2016), de Carlos Ortega Vilas, una novela negra sobre la violencia como trance real, y
no como una vaga entelequia, en el
contexto de una oscura historia familiar que reúne todos los atributos temáticos
del género —asesinatos, desapariciones, exhumaciones, complots, relación amorosa entre
agentes: un inspector de la Policía Nacional y un teniente de la Guardia Civil—
sin que la trama, por decirlo de alguna forma, sea lo más importante. Ortega
Vilas evidencia a lo largo de El santo al cielo su gusto por las emociones fuertes hasta el punto de
que nos niega la catarsis que, sometido a la ferocidad de los sucesos que
relata, cualquier lector mínimamente sensible exige casi a gritos después de
acumular tanta tensión, tanto desasosiego. Siempre son odiosas las
comparaciones, desde luego, y a menudo suelen esgrimirse cuando se carece de
argumentos de peso para demostrar ciertas cosas. Sin embargo, a veces ayudan a
clarificar los conceptos. Por eso, leyendo El santo al cielo, uno no puede dejar de pensar en algunas
novelas de Highsmith, como Ese dulce mal o El grito de la lechuza, cuyos protagonistas, por encima de los artificios
del género, actúan de manera natural con la situación dramática planteada. Con El
santo al cielo, por su
avasalladora rareza, su ritmo vertiginoso —la pausa es la fuente de inquietud—,
y su vocación de estilo, Ortega Vilas se confirma como un escritor a seguir muy de cerca en
el futuro.
"Qué alivio sentir que otro tomaba decisiones por
ella, aunque fuera una tan simple como situarla en un espacio concreto, con un
fin concreto. ‘Descansa’, le dijo. Ese era el fin. Silvia se volvió de cara a
la pared. Él llamará ahora a la policía y ellos me reubicarán en otro espacio,
pensó casi con indolencia. Tenía que aceptar que la vida no era más que eso:
una mudanza continua. Un dolor agudo en el costado. Y un tener que afrontar la
verdad en el momento menos oportuno. Pero, ¿acaso existía un momento oportuno
para encarar una verdad como la suya?"
Carlos Ortega Vilas, El santo al cielo