jueves, 26 de abril de 2018

Un oscaso sostenido

Mi educación sentimental comenzó a mediados de los años ochenta con un autor, Sam Shepard, y un libro de relatos, Crónicas de motel (Motel Chronicles, 1982; Anagrama, 1985 [2005]). Evangelio puro, sin florituras ni adornos. En ese libro estaba yo —lo que quiera que fuera yo antes de ser yo— por dentro. Crónicas de motel se abría con una cita de César Vallejo: “Jamás tan cerca arremetió lo lejos”. Jamás un libro me había embestido con la fuerza con que lo hizo el libro de Shepard la primera vez. Sus “historias rotas” estaban dotadas de la melancolía y de los zarpazos de los que siempre ha hecho gala este magnífico actor y escritor americano fallecido el año pasado a causa de las complicaciones derivadas de la esclerosis lateral amiotrófica que padecía. Siempre he pensado que las primeras líneas de una novela o un relato condensan y en buena medida informan de lo que viene después: el punto de vista, el tono de la narración, su estilo, la tradición a la que se adscribe. Crónicas de motel comienza con una descripción ( “En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me insensibilizaba las encías. Aquella noche atravesamos los Bandlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas”) que inevitablemente remite a uno de los temas más granados de la tradición narrativa americana: la épica de la carretera. En su último libro, Yo por dentro (The One Inside, 2017; Anagrama, 2018) estamos al final de esa emoción americana de escapar de las liviandades mundanas echándose a la carretera. El protagonista, un escritor y actor que se parece muchísimo a él mismo, ya sexagenario, retirado y olvidado por todos, recuerda su vida mientras observa cómo su cuerpo pierde fuerza, se debilita y se enfría como si lloviera sin parar y no hubiera otro cielo que un ocaso sostenido: “Trata de abarcar el paisaje siempre cambiante de su cuerpo: ¿dónde reside él? ¿En qué parte? Lanza una mirada a sus calcetines de senderismo, muy gruesos, azules, térmicos, birlados de un plató de cine. Prendas de algún atuendo, de algún personaje olvidado hace mucho. Han venido y se han ido, esos personajes, como amoríos breves, violentos”. Ni que decir tiene que en estas memorias reflexivas, en natural desorden entre el pasado del adolescente y el presente del autor, afloran también el drama de la rivalidad entre padre e hijo —un tema recurrente tanto en su vida como en su obra— o sus problemas con una larga lista de mujeres a las que abandonó o ahuyentó de su lado. Como un personaje de Beckett —Murphy, Malone muere—, el protagonista de Yo por dentro se sume en la inmovilidad, atrapado en un cuerpo en ruinas.




“Algo en su cuerpo se niega a levantarse. Algo en la parte baja de la espalda. Mira fijamente las paredes. ¿Hay algo que quizá pueda animarlo a incorporarse al menos? ¿Escuchar? ¿Algo que cruje? ¿Algún animal pequeño correteando por las vigas. La idea de un fuego en el hogar de la cocina. Despertar a los perros. Un café..., al menos eso. Las extremidades no parecen conectadas al motor —sea el que sea— que mueve esa cosa. Los brazos, las piernas, los pies, las manos no seguirán las instrucciones —no las recibirían—. Nada se mueve. Nada quiere moverse. El cerebro no envía señales. Eso es. Señales. Ni una señal de peligro siquiera”.

Sam Shepard, Yo por dentro