Mi
educación sentimental comenzó a mediados de los años ochenta con un autor, Sam
Shepard, y un libro de relatos, Crónicas de motel (Motel Chronicles, 1982;
Anagrama, 1985 [2005]). Evangelio puro, sin florituras ni adornos. En ese libro
estaba yo —lo que quiera que fuera yo antes de ser yo— por dentro. Crónicas
de motel se abría con una cita de César Vallejo: “Jamás tan cerca arremetió lo lejos”. Jamás un libro me había
embestido con la fuerza con que lo hizo el libro de Shepard la primera vez. Sus
“historias rotas” estaban dotadas de la melancolía y de los zarpazos de los que
siempre ha hecho gala este magnífico actor y escritor americano fallecido el
año pasado a causa de las complicaciones derivadas de la esclerosis lateral
amiotrófica que padecía. Siempre he pensado que las primeras líneas de una
novela o un relato condensan y en buena medida informan de lo que viene
después: el punto de vista, el tono de la narración, su estilo, la tradición a
la que se adscribe. Crónicas de motel comienza
con una descripción ( “En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de
hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los
dientes y el hielo me insensibilizaba las encías. Aquella noche atravesamos los
Bandlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del
Plymouth, mirando las estrellas”) que inevitablemente remite a uno de los temas
más granados de la tradición narrativa americana: la épica de la carretera. En
su último libro, Yo por dentro (The
One Inside, 2017; Anagrama, 2018) estamos al final
de esa emoción americana de escapar de las liviandades mundanas echándose a la
carretera. El protagonista, un escritor y actor que se parece muchísimo a él
mismo, ya sexagenario, retirado y olvidado por todos, recuerda su vida mientras
observa cómo su cuerpo pierde fuerza, se debilita y se enfría como si lloviera sin parar y no hubiera otro cielo que un ocaso
sostenido: “Trata de abarcar el paisaje siempre cambiante de su cuerpo: ¿dónde
reside él? ¿En qué parte? Lanza una mirada a sus calcetines de senderismo, muy
gruesos, azules, térmicos, birlados de un plató de cine. Prendas de algún
atuendo, de algún personaje olvidado hace mucho. Han venido y se han ido, esos
personajes, como amoríos breves, violentos”. Ni que decir tiene que en estas memorias
reflexivas, en natural desorden entre el pasado del adolescente y el presente
del autor, afloran también el drama de la rivalidad entre padre e hijo —un tema
recurrente tanto en su vida como en su obra— o sus problemas con una larga lista de mujeres a las que abandonó o ahuyentó de su lado.
Como un personaje de Beckett —Murphy, Malone muere—, el
protagonista de Yo por dentro se sume en
la inmovilidad, atrapado en un cuerpo en ruinas.
“Algo
en su cuerpo se niega a levantarse. Algo en la parte baja de la espalda. Mira
fijamente las paredes. ¿Hay algo que quizá pueda animarlo a incorporarse al
menos? ¿Escuchar? ¿Algo que cruje? ¿Algún animal pequeño correteando por las vigas.
La idea de un fuego en el hogar de la cocina. Despertar a los perros. Un café...,
al menos eso. Las extremidades no parecen conectadas al motor —sea el que sea—
que mueve esa cosa. Los brazos, las piernas, los pies, las manos no seguirán
las instrucciones —no las recibirían—. Nada se mueve. Nada quiere moverse. El
cerebro no envía señales. Eso es. Señales. Ni una señal de peligro siquiera”.
Sam Shepard,
Yo por dentro