Como un breve homenaje,
breve para su inmenso amor, el escritor americano Richard Ford dedicó a su
madre un libro de apenas cien páginas. El libro en sí llevaba por título Mi
madre (My mother, in Memory,
1988; Anagrama, 2010). Como es habitual en Ford, más que un simple apunte
biográfico, el libro se convertía en toda una indagación múltiple y tentacular:
de vida, de impulsos, de ambiente y época. Según Ford, en la vida de su madre:
“No hubo nada particularmente brillante, nada notable. Nada heroico. Ningún
logro honorífico que ensanchara el corazón. Se daban bastantes factores
negativos: una niñez que no merecía ser recordada; un marido al que amó para
siempre y al que perdió; a continuación, una vida que no requiere ningún
comentario. Pero, de alguna manera, hizo para mí posibles mis afectos más
verdaderos, como los que una gran obra literaria conferiría a su lector
devoto”. Viene todo esto a cuento de la última novela de Abdelá Taia, El que es digno de ser amado (Celui qui est digne d'être aimé,
2017; Cabaret Voltaire, 2018), donde el papel
de la madre no es el de la tierna protectora, ni el de la educadora, sino el de la castradora, alguien que prohibe, alguien que pone límites. El amor del revés. La novela narra la tumultuosa relación de
Malika, una mujer marroquí, viuda, con su hijo Ahmed, un adolescente que reúne todas las virtudes y defectos de su edad. Después de su muerte, Ahmed desarrolla un
odio visceral hacia su madre, una mujer orgullosa, déspota, dictadora, que le
transmite sentimientos de culpa por ser homosexual.
De título tan poético como simbólico, El que es digno de ser amado
es un novela hecha desde la subjetividad de su autor y su personaje, que son un
poco el mismo. Como Taia, Ahmed tiene ahora 40 años, vive en París, y, como le
escribe —le grita— por carta a su madre, la odia por haber querido borrar de
sus vidas todo vestigio de la existencia de su padre: “La noche misma de su
muerte, diste su ropa y sus cosas a los mendigos, a los borrachos, a los malos.
Rápido, rápido, que no quede ni rastro de él en la casa. Con su cuerpo apenas
enterrado, y ya estaban sus recuerdos, sus objetos, sus libros dispersados,
alejados. Desvanecidos. Existió el padre. Ya no existe. [...] En la casa, a
partir de entonces, sólo existías tú. Tú y tu ley. Tú y tus decisiones. Tenías
el campo libre. El hombre ya no existía. La mujer iba a retomarlo todo,
reescribirlo todo. [...] Después de la muerte, una segunda muerte. Ocupar todo
el terreno, todo el espacio de la memoria”. El que es digno de ser amado
es una novela epistolar inusual, tan furiosa como racional, con dosis
equivalentes de angustia y violencia —siempre verbal, nunca física, pero tanto
o más hiriente—, con el trasfondo del neocolonialismo francés en Marruecos. Un
texto sincero en su encono y sostenidamente bello en su desnudez.
“En
este mundo vacío, no sé qué hacer de mí ni cómo llenar las horas, los días, las
estaciones. Quiero dejarlo todo. Quiero volver junto a tu tumba y ponerme a
gritar. Y quizá a escupir. [...] Hace cinco años que estás muerta. Hace veinte
años que murió el padre. Y no he olvidado nada. Tengo 40 años. Entiendo todo.
Veo todo. Lo que me condena y me condenará hasta el final. Y el psiquiatra que
me habla en cada sesión del olvido involuntario, salvador, próximo a llegar, no
hace sino recitar las lecciones que ha aprendido de memoria en los libros de
Sigmund Freud y de Jacques Lacan. Eso no me atañe. No será él quien me cure. Y
menos aún Freud”.
Abdelá Taia,
El que es digno de ser amado