Decía Georges Bataille
que “la literatura es la infancia recuperada”. Sin embargo, se ha escrito poco
sobre la enorme importancia de los libros leídos en la infancia. Se ha escrito
poco, pero se ha escrito. Sin ir más lejos en España tenemos el espléndido
ensayo de Fernando Savater La infancia recuperada
(Taurus,1976; primera reimpresión 2017), donde el escritor y filósofo realiza
una vindicación de la literatura llamada de “aventura”: La isla del tesoro de
Robert Louis Stevenson, El vagabundo de las estrellas
de Jack London, El mundo perdido de Arthur Conan Doyle,
Viaje al centro de la Tierra de Jules Verne, etc.
En La infancia recuperada Savater reflexiona
acerca de lo que le debe a esas primeras lecturas de juventud: “Lo evocado no
es solamente el retumbar escrito de las grandes narraciones, sino ante todo la
disposición de ánimo que las busca y las disfruta, junto con la huella gozosa
que su lección deja en la memoria”. Yo aprendí a leer con El viejo y el mar de Ernest Hemingway, cuando tenía sólo cuatro años. Pero una de las primeras lecturas que dejó huella
en mi memoria fue Bug-Jargal (1820; Interzona,
2016) de Victor Hugo. La leí en una edición de bolsillo de la colección Austral, de Espasa-Calpe, hoy descatalogada. La primera traducción de la
novela de Victor Hugo al castellano —realizada por el escritor Eugenio de Ochoa
de la quinta edición francesa— se remonta a 1835, publicada
por Tomás Jordan, impresor y librero afincado en la Puerta del Sol de Madrid. La novela, escrita por entregas
para la revista Le Conservateur littéraire cuando el autor francés tenía dieciséis años —aunque la reescribió y amplió siete años más tarde para
su publicación en libro—, narra la
amistad entre un esclavo negro llamado Bug-Jargal y un oficial francés, Leopold
D'Auverney, durante la revolución haitiana de 1791, que culminó
con la abolición de la esclavitud en la colonia francesa de Santo Domingo. Ambos
están enamorados de Marie y deberán pasar por una serie de equívocos y enredos
que de no haber estado la historia ambientada durante la revolución haitiana
podría haber pasado por una historia de capa y espada, con conflictos de honor y amor. Pero Victor Hugo no cae en la banalidad de hacer de Bug-Jargal o de D'Auverney un héroe o un villano, sino que en ambos personajes se mezclan virtudes y defectos. Las escenas iniciales de la novela, en las que un grupo de oficiales narran los
acontecimientos más importantes que han vivido, son extraordinarias por su
capacidad de captar nuestro interés. Interés que se sostiene, página tras
página, a medida que el personaje de Bug-Jargal va creciendo en su dimensión
simbólica.
“La
única ocasión en la que el sargento Thadée fue capaz de llorar fue el día en
que gritó ¡Fuego! contra Bug-Jargal. [...] ¡Qué hombre...!
¡Qué fuerte, qué brioso era! ¡Que figura sublime, para ser un negro! ¡Y dígame
si no recuerda, señor, cómo llegó jadeando, justo a tiempo, cuando sus diez
camaradas ya estaban ahí parados! La verdad, había sido necesario atarlos... ¡Y
cuando los desató para ocupar él mismo su lugar, aunque ellos no querían...! Se
mostró inflexible... ¡Ah, qué hombre! Era un verdadero Gibraltar(*)”.
Victor Hugo,
Bug-Jargal
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(*)
“C’était un vrai Gibraltar”. El autor francés hace alusión a la roca gibraltareña.