En una época de tanto sms, whatsapp y twitter, se echan de menos las cartas. Ahora que
ya nadie escribe cartas, al menos nos queda el consuelo de leer las cartas que otros
escribieron, como el escritor americano John Cheever, que durante años llegó a
escribir una treintena semanalmente, y que a principios de 2018 el grupo editorial Penguin Random House publicará por
primera vez en España reunidas en un solo volumen. Esperemos que más adelante hagan
lo mismo con sus Diarios, publicados por la editorial Emecé, hoy inencontrables. Decía Ambrose
Bierce, en el Diccionario del Diablo, que
el diario es el "registro de esa parte de nuestras vidas que podemos contarnos
sin enrojecer". Tal vez sea esta una de las razones que explican la absoluta
franqueza con la que Cheever se expresó en sus Diarios (The Journal of John Cheever,
1991; Emecé, 1993, [2006]), y, en menor medida, pero
con similar relevancia, en sus Cartas (The
Letters of John Cheever, 1988; Literatura
Random House, 2018), recopiladas por su hijo Benjamin Cheever. El autor de La crónica de los
Wapshot plasmó en sus cartas, dirigidas a amigos y a
otros escritores, como Philip Roth, John Updike o Saul Bellow, un retrato de sí
mismo tan revelador como el que se ocultaba en sus Diarios. Por eso pidió a todos ellos que se deshicieran de sus cartas, pero
fueron muy pocos los que le hicieron caso. Cheever vivió
toda su vida atormentado por su alcoholismo y, sobre todo, por la culpa que le
producía ocultar su bisexualidad —que en realidad era homosexualidad reprimida—
a su mujer Mary y a sus tres hijos. Cuando Cheever murió de cáncer en 1982, su
mujer encontró 29 cuadernos que constituyen sus Diarios. Lo que leyó en ellos, le dolió en lo más hondo: "Soy un amoral, mi
fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable". O: "Leo una
biografía de Dylan Thomas y se me ocurre que soy como Dylan: alcohólico, casado
sin remedio con una mujer destructiva". Pero lo que más daño le hizo fue
descubrir la magnitud del engaño: "Me enamoré de M en un cuarto de hotel de
sordidez inusual. Su aire de seriedad y responsabilidad, las gafas de miope y
su apostura serena despertaron en mí un amor profundo, y a la noche siguiente
lo llamé desde California para expresarle mis sentimientos. [...] Hace poco,
cuando volvimos a encontrarnos, corrimos al dormitorio más próximo, bajamos los
pantalones del otro, asimos la polla del otro y tragamos la saliva del otro.
[...] Creo que fue el mejor orgasmo que tuve en un año". La primera reacción de
la familia fue arrojar al fuego los cuadernos —"donde se
hablaba mucho de homosexualidad [y] lo poco que aparecíamos todos nosotros,
excepto tal vez mi madre, aunque el trato que recibía no era como para desear la
publicidad"—, pero decidieron no hacerlo, ni siquiera expurgarlos despiadadamente, lo cual les honra aún más.
"Mi padre era un hombre de contradicciones enormes y fundamentales. Era un adúltero que escribía con elocuencia a favor de la monogamia. Un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual. De niño, yo ignoraba lo que significaba la palabra 'homofóbico', pero sabía lo que significaba 'maricón' y la oía con frecuencia. Mi padre dijo una vez que su epitafio debería decir: 'Aquí yace John Cheever / jamás decepcionó a una mujer / ni le dieron por el culo'. Hoy suena como un clásico ejemplo de negación. Da la impresión de que todo el mundo debía saber que John Cheever era bisexual, pero yo ni siquiera lo sospeché hasta que rondó los sesenta. Algunos de sus amigos y vecinos lo niegan aún hoy. Y no obstante el suyo no era un caso más de homosexual que no ha salido del armario. Mi impresión es que el engaño constituía una parte esencial de su carácter".
John Cheever, Cartas