sábado, 4 de noviembre de 2017

Un escritor con muchas luces

Los escritores americanos son dados a las grandes trilogías, no hay más que empezar a contar: John Dos Passos (Trilogía USA: Paralelo 42, 1919 y El gran dinero), Philip Roth (Trilogía americana: Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana), Paul Auster (Trilogía de Nueva York: Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), James Ellroy (Trilogía americana: América, Seis de los grandes y Sangre vagabunda), Cormac McCarthy (Trilogía de la frontera: Todos los caballos hermosos, En la frontera y Ciudades de la llanura), William Kennedy (Trilogía de Albany: Legs Diamond, La jugada maestra de Billy Phelan y Tallo de hierro [en 2002 pasó a ser un cuarteto con la publicación de Roscoe, negocios de amor y guerra]). A éstas se suma ahora otra gran trilogía americana: Al caer la luz (Brightness Falls, 1992; Libros del Asteroide, 2017), The Good Life (2006; próximamente en Libros del Asteroide) y Bright, Precious Days (2016; ídem), escrita por Jay McInerney, un autor con muchas luces (y alguna sombra) en su currículo. Muchos recordarán a McInerney por la iconoclasta, cool y audaz primera novela, Luces de neón (Bright Lights, Big City, 1984; Edhasa, 1986), hoy descatalogada. Luces de neón empezaba con una cita de Fiesta de Ernest Hemingway ("¿Cómo quebraste? —preguntó Bill. —De dos maneras —dijo Mike—. Gradualmente y después de repente") que resultó premonitoria no sólo para McInerney, sino también para los personajes de sus siguientes novelas: Ransom, La historia de mi vida, El último de los Savage y Modelo de conducta. Y aún más si cabe, para los protagonistas de Al caer la luz, Corrine Makepeace y Russell Calloway que tienen un lejano aire a los héroes y heroínas de Scott Fitzgerald: parece como si no acabáramos de dejar el mundo de El gran Gatsby y esa inalcanzable "luz verde" que año tras año se desvanece. Después de hacerse novios en la universidad, Corrine y Russell se casan y se trasladan a vivir al Nueva York de los años 80, donde no hay una cultura real, sino una alusión a los valores intelectuales como datos bursátiles desprendidos de esa felicidad ficticia que simboliza la ciudad de los rascacielos. Russell trabaja duro en el campo "mal pagado" de la edición editorial y Corrine como corredora de bolsa en Wall Street. Nueva York exige idolatría, y Russell y Corrine van convirtiéndose poco a poco en cómplices de ese extraño culto que tiene los pies de barro, pero eso lo veremos mejor en la siguiente novela de la trilogía, The Good Life, con los protagonistas instalados en la crisis de la mediada edad y las Torres Gemelas viniéndose abajo como metáfora, tanto de la caída de los Calloway, como de que "lo apocalíptico alcanzará nuevas alturas", como escribió el filósofo francés Édgar Morin. Y aquí estamos. Pero no tengan prisa por llegar hasta aquí, la lectura de Al caer la luz merece que le dediquemos mayor atención de la que tuvo cuando se publicó por primera vez en España hace 25 años con el título de A media luz (Ediciones B, 1992), traducida por Mariano Antolín Rato, a quien debemos también la traducción de American Psycho de Bret Easton Ellis, compañero de correrías nocturnas de McInerney en la época en la que transcurre la novela. Al caer la luz constata el salto hacia adelante de un escritor que ya no pierde el tiempo echándose cal en las heridas y ahora contempla la escritura como un bisturí con el que abrir en canal el mito del sueño americano, o lo que es lo mismo, la celebración vacía de un estilo de vida y unos valores igualmente vacíos.




"De la misma manera que las fuerzas geológicas y meteorológicas conspiran para depositar diamantes en el extremo de un continente y para que se encuentre oro en el borde de otro, una diversidad de situaciones generadas por el hombre confluyeron más o menos al comienzo de la nueva década para crear una nueva clase de ricos establecida en Nueva York con una escala radicalmente nueva de bienestar. El zumbido electrónico del dinero rápido sonaba en las calles conectadas por cables, afectando a todos los habitantes, haciendo que algunos de ellos enloquecieran de codicia y ambición, que otros se empobrecieran amargamente, y provocando que la mayoría desahogada se sintiera más pobre. Avanzada la noche, Russell y Corrine a veces oían ese zumbido —entre las sirenas y las alarmas y las bocinas— y se preocupaban vagamente, aferrados a los límites de sus tarjetas de crédito". 

Jay McInerney, Al caer la luz