Ésta es la pregunta que
se hace Paolo Cognetti en El muchacho silvestre (Il ragazzo selvatico. Quaderno di montagna, 2013; Minúscula, 2017), una estupenda invitación a descubrir la
magnética personalidad de un escritor aventurero y amante de la literatura de
la frontera y del camino (Walden de
Thoreau, Historia de una montaña de Élisée
Reclus, Hacia rutas salvajes de Jon
Krakauer), comprometido con la naturaleza y, sobre todo, con la escritura, por
la que no duda en escapar del mundanal ruido de Milán e instalarse en una baita de madera y piedra deshabitada a dos mil metros de altitud. Cognetti es único: pocos
como él son capaces de dotar de humanidad, calor y color, aventura y
descubrimiento a la vida en la montaña. Allá arriba Cognetti siente la
necesidad de escribir la novela que todo ser humano lleva dentro, la que
explica su vida: "Me había ido a la montaña con la idea de que, en un momento
determinado, si resistía largo tiempo, me transformaría en otra persona y que
esa transformación resultaría irreversible; por el contrario, mi viejo enemigo
se presentaba cada vez con mayor insidia. Había aprendido a cortar leña, a
encender un fuego bajo la tormenta, a cultivar un huerto medio silvestre, a
cocinar con hierbas de la montaña, a ordeñar una vaca y a enfardar el heno, a
utilizar la motosierra, la segadora, el tractor; pero no había aprendido a
estar solo, que es el único objetivo auténtico de todo retiro". La estructura
de El muchacho silvestre está
compuesta por capítulos cortos (Invierno, Casas, Topografía, Nieve, Huerto,
Noche, Vecinos, Pastor, adónde vas, Hombres, Cabras, Baita mágica, Refugio,
Llanto, Regreso, Palabras, Desarpa, El último trago), piezas que podrían ser unidades autárquicas, a su vez divididas en
párrafos de pura descripción de la vida simple de la montaña siempre bajo un
prisma de melancolía y herencia. El muchacho silvestre como Le otto montagne (2016), su último libro galardonado hace unos días con el premio Médicis en Francia y el premio Pen en Inglaterra —obtuvo también en
Italia el premio Strega en julio de este año—, son obras epifánicas. Sumas de
momentos luminosos que sirven de arquitectura narrativa como las historias de Nick Adams de Hemingway. Lo mejor de El
muchacho silvestre no es la poción de una
prosa masculina y a la vez delicada, lo mejor es su descarnada autenticidad.
Cuesta creer que hasta ahora no se hubiera traducido en España. Esperamos que la
editorial Minúscula nos proporcione el deleite de nuevas traducciones. Cognetti
es un autor para atesorar a manos llenas, llamado a convertirse, al modo de
Thoreau, en lectura formativa para jóvenes a los que no les va practicar la
resignación de la vida urbana. En 2018, cuando Literatura Random House publique en España su última novela, Las ocho montañas (Le otto montagne, 2016), volveremos a saber de él.
"¿Las casas tienen un
modo de sentir el tiempo que pasa? ¿O para ellas un invierno equivale a un
instante? Pensé en el día de diez años atrás en que salí por última vez por
aquella otra puerta, echando una larga ojeada a todo. Ahora el sentido del
regreso no era la vista sino el olfato, era el aroma de madera y resina lo que
me aseguraba que estaba de nuevo en casa. [...] Si el objeto de una casa
consiste en ser habitada, quizá experimentaba cierta forma de felicidad al
sentir de nuevo a un hombre andar arriba y abajo con la leña, encender la
chimenea y la estufa, lavarse las manos en la cocina. Así, aquella agua hecha
de nieve y de roca volvía a circular por los muros como linfa en un árbol, y el
fuego como sangre en un cuerpo".
Paolo Cognetti, El muchacho silvestre