Harold Bloom, en su Canon occidental, recoge solo una novela de George Sand: La charca del diablo (La mare au diable, 1846; Cátedra, 1989), escrita catorce años después de Indiana (Indiana, 1832; Seix Barral, 2020), obra con la que Amantine Lucile Aurore Dupin se estrenó en las letras francesas bajo un seudónimo masculino —en realidad la novela apareció firmada como G. Sand—, al tiempo que ponía negro sobre blanco la brutal represión de las mujeres dentro de la institución del matrimonio. Puede que la historia la juzgue como una de las primeras femmes fatales, o puede que no (aunque ella no vaciló a la hora de abandonar a su marido, Casimir Dudevant, hijo ilegítimo del barón Jean-François Dudevant, y llevarse a sus dos hijos a París, donde llevó una vida sentimental ajetreada, por la que pasaron Prosper Mérimée, Jules Sandeau, Fréderic Chopin, Alfred de Musset y Pietro Pagello, el médico que atendió a Musset en Venecia y que acabó también en los brazos de Sand), pero de lo que no cabe la menor duda es de que, como mínimo, fue una de las primeras mujeres que tuvo “un cuarto propio” para escribir novelas, y ya de paso recibir a sus amantes. De hecho, esto último es lo que levantó más ampollas entre sus coetáneos, a juzgar por las palabras que le dedicó Baudelaire: “Que algunos hayan podido enamoriscarse de esa letrina, prueba sobradamente la vileza de los hombres de este siglo”. Más que por su nouvelle de ambiente pastoril La charca del diablo —¿en qué estaba pensando Bloom?—, a Sand se la recuerda hoy por su novela de carácter autobiográfico Indiana, donde la autora evoca su infeliz unión con el barón Dudevant (el coronel Delmare en la novela), diez años mayor que ella. La novela vuelve a cobrar vida en la actualidad por su visión penetrante e imperecedera de la posición de las mujeres en la organización social del siglo XIX. Si bien Sand señala en el prefacio de 1852 que la escribió “sin ningún plan fijo, sin tener en mente ninguna teoría del arte o la filosofía”, lo cierto es que Indiana apareció publicada durante un período de la historia francesa marcada por la revolución y el cambio de régimen, los disturbios civiles y las preocupaciones laborales, las revueltas de esclavos y el movimiento abolicionista, pero, sobre todo, cuando “en la familia, el hombre es el burgués y la mujer representa el proletariado”*. Poco, o nada, han cambiado las cosas desde entonces.
“No le resultó fácil romper con el hábito del sufrimiento, pues el alma se amolda a la desgracia y en ella echa raíces de las que sólo se desprende con gran esfuerzo. [...] Raramente hablamos del pasado, raramente hablamos del futuro; pero, si lo hacemos, siempre nos referimos al primero sin temor y al segundo sin amargura: Si alguna vez nos sorprendemos con los párpados empapados en lágrimas, es porque las grandes alegrías también procuran lágrimas; los ojos permanecen secos en las grandes miserias”.
George Sand, Indiana
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(*) Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad y el Estado (Der Ursprung der Familie, des Privatigenthums und des Staats, 1884; Alianza editorial, 2013).