sábado, 14 de marzo de 2020

Ciudadanos de aquel otro lugar

Cuando el escritor americano Jim Thompson publicó Noche salvaje (Savage Night, 1953; RBA, 2012, red. 2020), ya había cautivado a los aficionados a la novela policíaca con la brutal y despiadada y envidiable —y lejos del cliché— El asesino dentro de mí (The Killer Inside Me, 1952; RBA, 2010, red. 2017), por lo que sabían a qué atenerse cuando salió al año siguiente Noche salvaje. Tras la declaración del estado de alarma en España durante los próximos 15 días para prevenir la propagación del coronavirus o COVID-19, me he asegurado el entretenimiento –y el estremecimiento— con Thompson. Nada más empezar a leer Noche salvaje, lo primero que me encuentro es al protagonista describiendo los síntomas de lo que parece una neumonía: “Al cambiar de trenes en Chicago cogí un leve resfriado, y los tres días que pasé en Nueva York —tres días de chavalas y de borracheras a la espera de ver al Hombre— no me ayudaron en nada. Cuando llegué a Peardale, me encontraba fatal. Por primera vez en varios años, en mis esputos había ligeras trazas de sangre. [...] Empecé a toser un poco, así que encendí un cigarrillo para calmarme. Me pregunté si podía correr el riesgo de tomarme algunos lingotazos para escapar de la reseca. Los necesitaba. Cogí mis dos maletas y eché a andar calle arriba. [...] Anduve unos doscientos metros si ver un solo bar, ni en la calle principal ni en las laterales. Cubierto por sudor, temblando un poco, dejé la maleta en el suelo y encendí otro cigarrillo. Volví a toser. Interiormente, maldije al Hombre y le traté de hijo de perra para arriba, de todo cuanto se me ocurrió”. Quién habla es Carl Bigelow, un don nadie que se ha dejado la piel para ser alguien: un asesino a sueldo. La observancia de la enfermedad le sirve al narrador para provocar un efecto de realidad y, tal vez, de empatía. La enfermedad siempre ha tenido un lugar en la literatura universal, desde La montaña mágica de Thomas Mann hasta La peste de Albert Camus, pasando por Al amigo que no me salvó la vida de Hervé Guibert o El año del pensamiento mágico de Joan Didion. Sin embargo, no se le ha prestado la atención que merece, como escribió  Arthur Conan Doyle en Cuentos de médicos y militares: “He pensado a veces que en una de estas reuniones nuestras se podría leer una memoria acerca del empleo de la medicina en la novela popular […] en esa memoria se trataría de qué mueren los personajes de las novelas y cuáles son las enfermedades de que hablan los novelistas. De algunas se abusa hasta no poder más, mientras que apenas mencionamos otras que son muy corrientes en la vida real. De tifoideas se habla con frecuencia, pero la escarlatina es casi desconocida […] las pequeñas molestias no existen en las novelas y nadie sufre en ellas de zóster*, anginas o paperas”. No es como si no nos hubiesen avisado.




“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”.

Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas


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(*) El herpes zóster es una erupción cutánea dolorosa relacionada con una inflamación de los nervios debajo de la piel.