Suponiendo que un
habitante del futuro —en el caso de que llegue a haberlo, futuro me refiero,
para nuestro planeta— se propusiera catalogar lo que fueron las costumbres, los
llamados gustos populares y la estética dominante en el Nueva York de la última década del siglo XIX, no tendría que esforzarse demasiado si pudiera ver El
alienista: en esta serie de televisión basada en la novela homónima de Caleb Carr (The Alienist, 1994; Ediciones
B, 1995 [2017]), emitida por Neflix España, hallaría una muestra completa de
todo eso. Hay en El alienista un deseo manifiesto de servir de idea —bastante común en
el cine catastrofista de los últimos años— de mostrar el apocalipsis, o cierto
sentido popular de lo apocalíptico, desde un punto de vista exclusivamente
visual. Sólo una ciudad como Nueva York, parecen querer decir sus creadores
—entre los que se encuentra Cary Joji Fukunaga, el director de la abracadabrante
True Detective—, está llamada a ilustrar el único
apocalipsis posible: el creado por ella misma. Un apocalipsis elaborado a su
imagen y semejanza: casas insalubres, violencia callejera, corrupción policial, prostitución infantil, movimientos obreros, inmigrantes hacinados, pobreza
extrema y un largo etcétera que podría resumirse en la práctica corriente de la
patada al prójimo. Con este caldo de cultivo, no es de extrañar que surjan conductas
violentas (“Nunca ha
sido tan fácil entender la mentalidad de un anarquista cargado con una bomba
como cuando uno se encuentra en medio de una aglomeración de damas y caballeros
que poseen el dinero, y la osadía, de considerarse la Alta Sociedad de Nueva
York”) y asesinos en serie, como John Beecham, al que
intentan por todos los medios dar caza el alienista (psicólogo) Laszlo Kreizler y su
buen amigo John Schuyler Moore, reportero y dibujante de The
New York Times. Para llevar a término esta tarea, cuentan con la ayuda de Sara
Howard, la primera mujer policía de Nueva York, y los gemelos judíos Marcus y
Lucius Isaacson, pioneros en las
nuevas técnicas de investigación criminal. No obstante, El
alienista no cuenta sólo una historia de violencia —o de
violencias—, ofrece un imponente retrato de la América de fin
de siècle, con la forja del sueño americano a la vuelta de
la esquina y los monstruos (*) acampando a sus anchas en tabernas y prostíbulos masculinos, en una atmósfera nocturna y clandestina, regida por unas leyes morales (e incluso
físicas) totalmente ajenas a lo común. Sí, voy a soltarlo antes de que me
arrepienta: olvídense de Gangs of New York de
Martin Scorsese, El alienista es brutalmente
superior.
“Éste
no es un hombre que odie a los niños, ni que odie a los homosexuales, ni que
odie a los muchachos que se prostituyen vestidos de mujer. Es un hombre de
gustos muy especiales. [...] Puede que sea homosexual, o tal vez pedófilo, pero
la perversión dominante es el sadismo, y la violencia parece mucho más
característica de sus contactos íntimos que lo que puedan ser sus sentimientos
sexuales o amorosos. Es posible que ni siquiera sea capaz de distinguir entre
violencia y sexo. Lo seguro es que cualquier excitación parece traducirse
inmediatamente en violencia”.
Caleb Carr,
El alienista
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(*) La noción de monstruosidad a la que se alude en la
novela de Carr es demasiado compleja como para que pueda tratarla aquí con
detalle. Ante todo, habría que decir que Kreizler no
se toma el término a la ligera: “Kreizler hizo hincapié en que nada bueno se
obtendría concibiendo a semejante individuo como un monstruo, pues con toda
certeza era un hombre (o una mujer), y este hombre, o esta mujer, alguna vez
había sido un niño. En primer lugar teníamos que conocer a ese niño, a sus
padres, a sus hermanos, todo su mundo. Era inútil hablar sobre la maldad, la
barbarie y la locura; ninguno de tales conceptos nos aproximaría más a él. En
cambio, si lográbamos captar en nuestra imaginación a la criatura humana,
entonces podríamos capturar al hombre”.